XIII

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Uno ha de elegir en la vida entre el aburrimiento y el tormento.

CARTA A CLAUDE ROCHET, 1800 MADAME DE STAËL.


¡Una fiesta con cena incluida! ¡Fantástico! Natsu todavía no podía creerlo. De un salto se bajó de su carruaje delante de la casa de Jellal, sacudiendo la cabeza ante el extraño comportamiento de su amigo. Antes de ausentarse durante varios años de Inglaterra, Jellal siempre había preferido recluirse en la finca que tenía fuera de la ciudad. Natsu no recordaba que su amigo hubiera organizado una fiesta jamás. Esa repentina muestra de sociabilidad era del todo inaudita.

Pero claro, después de todo. Jellal estaba buscando esposa. Natsu nunca pensó que vería el día en que Jellal asistiría a fiestas cuyo objetivo era permitir que los solteros bailaran y conocieran a las chicas casaderas. Muy pronto Jellal estaría casado, y ya no compartirían más tardes relajadas pescando en la finca de Natsu, ni horas debatiendo acerca de la política en la sala de la biblioteca del club Brook's. Jellal ya no estaría para esas labores.

No necesitaría a sus amigos, porque dispondría de una esposa que le haría compañía, que compartiría su vida y sus pensamientos.

Una esposa que alejaría al aburrimiento de su existencia.

El pensamiento dejó a Natsu consternado. Al menos había descubierto una cosa positiva en el matrimonio: suponía el fin de la soledad.

¿O no? Su madre siempre había estado sola, dolorosamente sola. Y su padre también. El matrimonio no siempre acababa con la soledad. A veces provocaba una soledad aún más terrible, la clase de soledad que se derivaba del hecho de convivir con una persona desconocida.

Suspiró. Sólo le pedía a Dios que Jellal supiera elegir a la esposa adecuada, que encontrase a alguien que no lo despreciara. Natsu no podía desear que ninguna pareja tuviera que soportar la clase de matrimonio de sus progenitores.

La puerta se abrió cuando alcanzó el último peldaño de las escaleras de mármol, y un lacayo tomó su imponente abrigo y su sombrero de copa. Natsu escuchó una risa femenina familiar que provenía de la salita del piso superior y, súbitamente, notó un cosquilleo en el estómago. ¿Ella estaba allí? Habían pasado dos días desde la última vez que había hablado con ella, a pesar de que la había visto en varias recepciones. Pero si ella estaba allí...

¿Cómo era posible? Seguramente Jellal, con todos sus instintos protectores, no la habría invitado. Sin embargo, notó un frío sudor en las palmas de las manos cuando el criado lo guió hasta el piso superior. Y cuando entró en la salita y vio a Lucy rodeada de muchos hombres, bebiendo vino y relatando historias y riendo con una embriagadora elegancia femenina, se le secó la garganta.

Sí, ella estaba allí, haciendo que todos los hombres se derritieran en su presencia como de costumbre. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué lady Dundee no hacía algo en lugar de quedarse sentada observando a Lucy con una enorme indulgencia? ¿Acaso esa maldita bruja se divertía viendo cómo un hatajo de idiotas traidores acosaba a una muchacha indefensa?

Al menos el vestido de Lucy era recatado esa noche, a diferencia de aquella pieza de seducción escarlata que había lucido en la ópera. En esta ocasión iba engalanada con unos rimbombantes pliegues de satén de color rosa pálido, que conferían a sus labios y a sus mejillas el aspecto de un pétalo de rosa suave y sonrosado. Unos tallitos rematados con flores blancas de naranjo ensortijaban su pelo dorado como una aureola luminosa, y una fila de perlas también blancas descansaban entre sus pechos con un brillo orgulloso. Esa imagen despertó la envidia de Natsu, porque si de alguna cosa estaba seguro era de que en esos momentos no se sentía nada orgulloso. No, para estarlo ansiaba gozar de la oportunidad de hundir la cabeza entre esos dos suaves montículos de carne.

My LordDonde viven las historias. Descúbrelo ahora