Capítulo II

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La enfermera acercó su silla de ruedas a la ventana, explicándole que tenía una visita especial. Los muñones que eran sus brazos tuvieron un espasmo y tragó saliva con su pulso aumentando de velocidad.

Vio en el reflejo de la ventana que una silueta entraba a su habitación y se mantuvo impasible mientras sentía su presencia llenar el cuarto.

—Mira, mamá, te traje un bocadillo. Arreglé a otro chico ayer, espero estés orgullosa.

La mujer asintió un par de veces pero no volteó, siguió mirando hacia el frío y nublado mediodía. Le odiaba tanto, debió matarle cuando pudo y no sentir compasión porque era un bebé.

—Si lo estás, ¿por qué no me miras? —La mujer alzó la cabeza—. Eso es. Ten, come

Ella tuvo que fingir que sonreía para ocultar las arcadas que amenazaban con invadirla. Adivinó, a través de la bolsa plástica, que eran los genitales de un niño.

La abominación que trajo al mundo la observaba y acercó un pedazo grisáceo de carne a sus labios. Se negó a separarlos y los apretó con fuerza, temerosa de que los viese temblar.

Sintió que empujaba la carne inocente con dureza y con los ojos húmedos abrió la boca, teniendo que ladear la cabeza para mover la carne dentro de su boca y masticarla.

Ya había encontrado la manera de alimentarse sin tener lengua.

Intentó ignorar la sensación amargamente fibrosa del bocado y el olor pútrido. Cuando terminó sintió su rostro húmedo y su estómago a punto de estallar, en cuanto se largara hallaría la forma de vomitar. No concebía la idea de tener aquello en su cuerpo.

—Pronto conocerán mi nombre, no tendré que esconderme más y seré libre —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. ¿No te arrepientes mamá? Si me hubieses aceptado, si no me hubieses obligado... Yo no sería esta persona. 

Se señaló antes de apartar la mirada de su madre y la abandonó, dejándola con sus remordimientos en la habitación.

La mujer odiaba que le contara sus planes, que la visitara, que la hiciera comer de sus víctimas. Odiaba no poder hablar para acusarle o escribir para descubrirle. Odiaba saber que era carne de su carne y que había sido fruto de los perversos deseos carnales de un hombre prohibido.

En contra de sus propios deseos y sin el permiso de su santísimo Señor.

Y quizá fuera culpable, sí, tal vez debió creer que no era culpa de la criatura nacer como lo hizo ni que era un castigo divino. Pero, ¿cómo no pensar eso? ¿Cómo aceptarle siendo así?

No pudo amarle aunque intentó.

Dejó que las lágrimas se secaran en su arrugado y delgado rostro. Ya era tarde, había destrozado su alma y ahora se revolcaba en la ira ya que nunca conoció la compasión.

No importaba, de una forma u otra le iban a descubrir y pagaría por todo lo que había hecho.

Justo como ella.



Apenas se contuvo de estrellar su puño contra la pared. Se enfurecía cada vez que entraba a su oficina y veía la pizarra con fotografías mortuorias e incógnitas sin resolver.

Hizo un repaso.

La primera víctima fue una niña de ocho años identificada como Ángela Simmons. Su cuerpo había sido encontrado en una vereda poco transitada al norte del pueblo, a cuatro cuadras de su casa.

Presentaba el mismo estrangulamiento, se hallaba despojada de sus zapatos y desnuda de la zona inferior. Había sido lamentable que su madre fuera quien la encontrara.

La piel de la niña rozaba lo púrpura y lucía cerosa, pues no había pasado ni una hora cuando su madre salió a buscarla preocupada. Sus ojos azules habían perdido el brillo y preservaban un toque de dolor y miedo, que hacía erizar la piel.

Tenía el cabello trasquilado y de su boca escurría ácido bucal con tintes de sangre por el estrangulamiento. Los pequeños brazos de Ángela fueron estirados hacia los lados, dando la impresión de formar una cruz.

Lo sería, de no ser porque no podía juntar sus piernas.

Su cuerpo se encontraba invadido por medio bate de béisbol a través de la zona genital y según los forenses había sido incrustado después de su muerte. En su garganta se notaba la marca del cinturón y una clara protuberancia, resultado de la fractura en su laringe.

Scott se pasó el dorso de la mano por la boca y resopló frustrado.

No había nada del asesino.

No se encontraron huellas dactilares ni fibras de cualquier tipo. Había sido demasiado cuidadoso. En el suelo escarchado estaban las huellas de la niña y del atacante, pero no hallaron rastros de resistencia.

Como si la niña hubiese caminado de la mano del criminal.

Por el tamaño y profundidad de la huella se declaró que el agresor era masculino y la inclinación de las marcas en el cuello de la pequeña indicaba una altura promedio de un metro setenta.

Su móvil sonó.

—Me han reportado el avistamiento de un hombre sospechoso rondando la escuela y ya voy en camino —avisó la oficial Shawen con la voz agitada y él buscó rápidamente las llaves de su coche.

—Te veo ahí.

No olvides mi nombre©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora