Capítulo 31: Viajar a Washington.

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Odio esa sensación de cuando no puedes moverte ni articular palabra alguna, y en los peores casos... ¡No poder respirar!

He llegado a la conclusión de que existen taquicardias de tres grados en cuanto a las situaciones de nerviosismo.

Taquicardia de primer grado: es aquella que no te deja articular bien las palabras y sientes un hormigueo por todo el cuerpo que solo te deja reproducir titubeos al hablar.

Taquicardia de segundo grado: es cuando sientes que tu cuerpo se convierte en gelatina de forma paulatina hasta tal punto de que no puedes moverte, sintiendo cómo tu corazón golpea tu pecho sin piedad, como si fuese a salirse de él en cualquier momento.

Taquicardia de tercer grado: la última y peor de todas. Es aquella donde sientes cómo un mini-infarto se apodera de tu corazón, respirando cada vez con más dificultad hasta el punto de pensar que morirás en cualquier momento gracias a tu manera de exagerar las situaciones.

En mi caso, sufro de los tres grados a la vez.

Pasó todo justo como la última vez que Bradley me trajo a la escuela: toda la escuela observándonos como si fuésemos una especie de celebridades o algo así. Ni siquiera logro entender bien la expresión de los estudiantes que nos observan, porque, técnicamente es ilegible.

—Oye, Sam —llamó Bradley cuando sonó el timbre para el almuerzo.

—¿Sí? —giré sobre mis talones antes de salir por la puerta de la clase de ciencias.

—¿Querrías sentarte en mi mesa en el almuerzo? —pensé en responder, pero quizás lo único que saldría de mi boca sería una respuesta incoherente o idiotez, así que decidí dejar que continuara—. Ya sabes... luego de haber conocido a Mackenzie me ofrecieron sentarme junto a los chicos del equipo de fútbol y demás. ¿Vienes?

Sentarme con ellos sería igual a: humillación. Tal vez Bradley piense que es buena idea sentarme con ellos en la mesa central de la cafetería —de donde va decayendo el status social hasta llegar a las mesas del fondo— pero no creo que los demás piensen igual.

—N-no, gracias. Preferiría sentarme con Lana donde acostumbramos desde siempre —respondí forzando una sonrisa.

—Oh, está bien... Pero, no les molestaría si me siento con ustedes, ¿no?

—¡POR SUPUESTO QUE NO! —gritó Lana detrás de mí—. ¿Qué esperan? ¡Vamos!

Debería hablar seriamente con Lana un día de estos sobre su manía de hurgar en conversaciones ajenas.

Cuando Bradley tocó la mesa en la que nos sentamos Lana y yo, un silencio mortal hizo su aparición y todos en la cafetería voltearon a verlo, como si hubiese cometido un delito.

Pasados unos segundos de sentarnos incómodamente, el silencio fue reemplazado por murmullos.

—Bien, y... ¿Cómo está ese jugo? —le pregunté a Lana intentando acabar con el silencio incómodo que favorecían los estudiantes que fingían comer mientras nos miraban.

Lana simplemente hizo una mueca de disgusto al observar todo nuestro entorno y se levantó de la silla mirando a todos acusatoriamente.

—¡Lana! ¿Qué rayos haces? —le grité a mi amiga en un susurro para que devolviera la compostura.

—¡¿Por qué nos miran así?! —preguntó Lana en voz alta ignorando mis plegarias—. ¿Cual es su problema? Solo somos estudiantes, que al igual que ustedes, comen su almuerzo. No entiendo cual es su imbecilidad respecto a las «diferencias sociales» —Lana subió encima de la mesa, captando la atención hasta de la cocinera—. ¿Es porque somos raros? Pues, yo no le veo diferencia en nada. Porque seamos inteligentes o... nerds, no quiere decir que seamos seres de otro mundo. ¡Ninguno de nosotros es mejor que nadie! Aquí solamente reina la arrogancia y el egoísmo que los de bajo interés social alimentan por el miedo que los populares ocasionan —Lana comenzó a dar pasos sobre la mesa—. Pues yo digo: ¡Paremos esto! ¿Quién está conmigo?

El diario de una NerdDonde viven las historias. Descúbrelo ahora