Capítulo I

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Hugo.

En la misteriosa sombra que extendía sus manos a través del cristal helado, podía notarse un aire de autosuficiencia que se imponía con orgullo, formando imágenes a su antojo contra la pared de mi desolado calabozo.

Por lo que recordaba de mis pocas veces en el exterior, aquella prisión mía destacaba de las demás por su aberrante color verdoso. No el brillante color de los escarabajos que se paseaban en el marco de la ventana ni el amargo tono de las hojas del limonero en el jardín, sino un verde que me hacía pensar en alguna enfermedad asquerosa.

Días eternos —que se convertían lentamente en noches interminables— habían pasado sin que viera a otro niño o jugara con cualquier persona. Mi vida se resumía en ese podrido agujero, completamente solo. De vez en cuando alguien entraba a visitarme con comida y algunos libros, calmando quizá una conciencia muy sucia, masticada y remolida por la culpa, como las ratas gustaban de roer mi viejo colchón. Otras veces, sin embargo, era llevado con imperdonable crueldad a la tortura, donde hundían mi cuerpo entero en un pozo de agua del cual lograba a veces liberarme, pero sólo con gran lucha.

Eso de la lucha me recuerda lo que he querido contarles en un principio. A veces la mente es así, me he dado cuenta. Se comporta misteriosa y obedeciendo el capricho de algún desconocido fin, contando justo la historia que no querríamos contar. De lo que quiero hablarles es de la ocasión en que capturé un trozo de la noche, cuando, valiéndose de su falta de cadenas, se filtró por mi ventana.

Me sentía deseoso de poseer al menos una pizca de aquella oscuridad que en tal manera atrapaba mis sentidos, por lo que, decidido a tenerla como eterna compañía, le supliqué a la sombra que se quedara conmigo, pero ella no hacía más que jugar por el cuarto burlándose de mí una y otra vez. Por último y al ver que más de la noche entraba a la habitación, me di cuenta de que iba a terminar por engullirme como hacía cada vez, encerrándome dentro de mí mismo, dejándome soñar hasta el día siguiente. Antes de que eso sucediera, arranqué atrevido un trozo de su travieso ser, tan altanero y arrogante como era. Por lo menos de esa forma le tendría bien sujeta cuando intentara devorarme.

Forcejeó con fiereza cortando mi piel, desgarrando un poco mis ya raídas ropas y finalmente lanzando unos gritos aterradores pero, tras unos días, me alegra decir que comenzamos a llevarnos mejor. Poco a poco descubrí que teníamos mucho en común, por ejemplo que a aquel trozo de oscuridad tampoco le gustaban ni los visitantes ni los baños. Tal vez por eso fue que terminamos de aceptarnos mutuamente. Llegados a ese punto, pensé que sería bueno darle un nombre y que Matías sería tan bueno como cualquier otro.

La mayor parte del tiempo, Matías se ocultaba por los rincones o me servía de espía por las desconocidas regiones de la prisión, donde vivían los carceleros. Era un experto en infiltrarse para descubrir misterios, aunque era incluso mejor para guardarlos en secreto. No creerían los temibles descubrimientos que hizo en sus viajes de investigación y, seguramente, yo tampoco los creería si los supiera.

De nada sirvió mi prodigiosa habilidad para hablar con los gatos (pues fue de un gato la forma que tomó), ya que su voluntad de conservar el secreto era mayor.

Al principio pensé que tal vez Matías no era tan bueno para hablar con los humanos como yo para hablar con los felinos, pero luego me di cuenta de que nunca le había escuchado pronunciar mal ni una palabra —¡Ni una sola!—, así que llegué a la conclusión de que él era mejor hablando humano que yo mismo.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora