Capítulo final: primera parte

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Olivia.

Bárbara se había equivocado: la curiosidad no mató al gato, pero casi acaba con el resto de nosotros.

La maestra Reyes había salido a buscar a Vicky en medio de la noche y, por algún tipo de coincidencia cósmica malvada, su auto la llevó a la esquina de Olmo y Montecillo justo cuando la pequeña metiche cruzaba la calle hacia mí, derribándola en mitad de la calle.

¿Qué diablos tenía que estar haciendo esa niña ahí en primer lugar?

—¿Qué diablos tenías que estar haciendo aquí en primer lugar? —preguntó Bárbara.
—¿Tú qué haces aquí? —Me defendí.

Mientras nos acercábamos al auto a ver qué había pasado, la maestra salió como pudo y trato de llegar con Vicky, pero al parecer se había golpeado en la cabeza y le costaba trabajo mantenerse en pie.

—Te estaba buscando, Olivia —dijo mi amiga—. Tu mamá me llamó llorando, está desesperada.
—Ya, ya para con eso —respondí cuando las luces de la casa verde se encendieron a mis espaldas—. Ahora creo que sabremos un par de cosas.

Mientras observaba hacia el hogar de Hugo, esperando a las misteriosas personas que vivían ahí, sentí una mano rodeando mi tobillo.

Un escalofrío me recorrió la espalda cuando caí en la cuenta de que me había olvidado de que aquel niño, el motivo principal de mi visita y quien se suponía era un loco peligroso, también se encontraba en el lugar.

Apenas contuve un grito al girar la cabeza y descubrir que no era más que la mano de Bárbara, quien se había inclinado cerca de los dos pequeños que ahora yacían inconscientes.

—Ayúdame con la maestra, Olivia, no puede ni ponerse de pie.

Era mi maestra consentida y yo era su favorita, pero nada de eso era importante ahora. A unos pasos de mí, la persona que me obsesionaba desde la secundaria parecía dormir tranquilamente, esperando para darme las respuestas que tanto había buscado y, las que no pudiera obtener de él, las conseguiría del hombre de camisa celeste que olía como una enorme lata de cerveza, o de la mujer con aspecto triste que salía junto a él de la casa verde, envolviéndose torpemente con una vieja bata de hombre.

¿Por qué tener al niño siempre aislado? ¿Cuál era su condición? ¿Por qué llevaba sangre en sus ropas cuando salió por la puerta? ¿Por qué me llamaba de tal forma aquella casa?

Había llegado hasta ese momento para obtener respuestas y no me iría sin conseguirlas.

A menos, claro, que la vida no fuera como las películas de espías y todo terminara por salir mal.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora