Capítulo XIII

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Matías.

Fue ya hace mucho tiempo, la primera vez que vi al niño, cuando me paseaba por una ventana cerca de la casa verde. A un salto de gato, para ser precisos.

La noche en que conocí a Hugo, creí que el pobre estaba loco. Un pequeño mono de ciudad queriendo trepar y saltar como un gato, no es cosa que se vea todos los días.

Desde luego, la curiosidad y los gatos no tienen fama de ser buenos amigos, pero sí podría decirse que tenemos una de esas relaciones complicadas en que seguimos buscándonos el uno al otro como un cazador que siguiera a su mejor presa sólo para dejarla libre después y revivir la emoción de la cacería, un placer del que los gatos somos aficionados desde siempre.

Muchas veces —la mayoría, en verdad—, sólo atrapamos a las ratas por la diversión de cazar. Luego de morder y golpear un rato sus cuerpos, las dejamos ir, pero apenas por un momento, lo suficiente para que se sientan seguras y corran un poco. Entonces, saltamos nuevamente sobre ellas y volvemos a comenzar. Muchos supuestos gatos, de esos que llaman mascotas, dejan los cuerpos muertos cuando todo termina y se van a atiborrar de esas comidas enlatadas que tan lentos los han vuelto. Yo en cambio no desperdicio nada y es por eso que me mantengo ágil y astuto, atento a las curiosas criaturas que llaman personas.

Así fue como me descubrí curioseando cerca de la esquina de Olmo y Montecillo, donde un diminuto mono llamado Hugo corría por su jardín con un martillo en la mano.

Se movió rápido hasta saltar la pequeña cerca y los descuidados arbustos en dirección a la casa en que yo lo esperaba, donde vivía una pequeña llamada Samanta.

Los humanos siempre hacen cosas extrañas, pero ver cómo ese niño intentaba subir por la pared al tiempo que buscaba la forma de sujetar el martillo, me hizo cuestionarme que fuera como los otros. El empeño que ponía, la tranquilidad ante el hecho de que estuvo por caer una y otra vez, la mirada decidida y esa expresión de alguien que sabe exactamente lo que está haciendo, me recordaban más a un gato. Incluso parecía más gato que algunos que dicen serlo pero renuncian a su libertad por un poco de comida.

Cuando llegó hasta la ventana —porque de algún modo lo logró—, ambos vimos hacia el interior y encontramos a la niña durmiendo.

La cantidad de tiempo que estuvimos así, no sabría decirla, pero Hugo parecía pensar seriamente en lo que haría a continuación. Aun entonces se hallaba calmado, sin mover un músculo, sólo recorriendo con la vista el marco de la ventana y el interior de la habitación.

Todo parecía dormir en el mundo excepto Hugo y yo.

De pronto, bajó la cabeza y alzó la herramienta que llevaba, impactando con ella el vidrio y rompiéndolo de un golpe.

Fue todo tan extraño entonces. Yo debía retirarme, esconderme pronto entre las sombras y saltar lejos de los vidrios rotos, del niño loco con el martillo y de las personas que sin duda llegarían gritando pronto pero, sin saber por qué, entré a la habitación, cayendo en la cama sobre la niña, quien despertó asustada en medio de la noche y vio a Hugo con el martillo listo para golpearla.

Muchas veces los gatos atrapamos a la presa, la golpeamos un poco, damos un par de mordidas y la dejamos ir para que se sienta segura, pero al final siempre termina igual.

Si nadie hubiera entrado por la puerta, quizá habría podido comprobar desde entonces si el niño era tan parecido a los gatos como ya me parecía. Por desgracia para algunos, con el tiempo confirmé que tenía razón.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora