Olivia.
Cuando no pude conseguir más información de la maestra Reyes, tuve la suerte de que la niñera de la mocosa se curara de la gripe porcina, así que me deshice de la pequeña molestia llamada Vicky y pude dedicarle tiempo a mi creciente curiosidad por el niño loco de la casa verde en la esquina de Olmo y Montecillo. Por alguna razón el horrible color a enfermedad me atraía como una de esas lámparas que ponen en los jardines para electrocutar insectos.
Empecé a visitar la casa de Hugo todas las tardes después de la escuela y cada vez me atrevía a acercarme más, aunque al mismo tiempo trataba de permanecer oculta de los padres —algo realmente innecesario pues nunca se les veía por ahí.
Al principio me quedaba agachada justo afuera del jardín, ocultándome tras la pequeña cerca y los arbustos que crecían descuidados junto a ella, pero tuve que cambiar de estrategia cuando empecé a notar las miradas reprobatorias de los vecinos. ¡Como si ellos no se murieran de la curiosidad! Si eran precisamente los culpables de la fama del niño, ellos y sus mil rumores.
A partir de entonces estuve pensando diversas formas de poder estar cerca, pero no se me ocurría nada útil. Era increíble cómo las ideas raras me llegaban siempre con Vicky para tratar de averiguar las cosas, pero ahora que en verdad lo necesitaba, no podía pensar en nada que pudiera ayudarme.
Un día se me ocurrió el pretexto de hacer ejercicio corriendo alrededor de la manzana donde se encontraba la casa del loco, pero la cantidad de tiempo que en realidad pasaba ante el jardín era escasa hasta el ridículo, así que tenía que planear algo diferente.
Luego de mucho pensar, lo que se me ocurrió fue tan inocente que parecería la idea de una niñita: simplemente me senté con un libro en la banqueta de la casa que estaba frente a la de Hugo, mientras en realidad observaba por su ventana.
Desde luego tuve un par de incómodos saludos de parte del dueño de la casa —un viejito amargado que salía con cualquier mal pretexto al jardín— por lo que, al día siguiente, no regresé al mismo lugar, sino que me senté afuera de la casa que estaba al lado de la anterior para así evitarme problemas con el dueño, pero una patrulla de policía llegó a «hacerme unas preguntas», como dicen en las películas.
—Buenas tardes, señorita —saludó uno de los oficiales, que lucía muy joven, mientras me miraba como si fuera yo un bicho raro.
—Buenas, señor —respondí tratando de sonar tan amable e inocente como pude—. ¿En qué le puedo ayudar?
—¿Qué traes en esa mochila? —preguntó bruscamente el otro policía que venía en la patrulla, un hombre delgado con algunas arrugas y el pelo engominado.
Les mostré una botella de esas bebidas energizantes y unos resaltadores de texto, pero de todas formas me hicieron poner la mochila de cabeza y luego la revisaron los dos con cuidado.
—Oiga, no puede revisar mis cosas así nada más —Me defendí.
—Mira niña, no sé en qué país crees que estás —dijo el oficial grosero con el peinado perfecto—, pero aquí te aguantas o te llevamos, ¿entiendes?
—Comprenda, por favor —intervino su compañero—: está usted en la vía pública con esa mochila y tenemos reportes de que lleva merodeando varios días.
—Me gusta esta zona —mentí—. Es muy tranquila.
—Por eso mismo —continuó el policía joven—. Pone nerviosa a la gente, creen que puede usted traer drogas en la mochila.
—¿No entiendes? —interrumpió el otro oficial—. Te vas ahorita mismo o te llevamos a la delegación.
—¡No! ¿Qué le pasa?
—Mi compañero tiene razón, mejor ya váyase. Y evite volver a pasearse por este lugar, ¿de acuerdo?
Me dio tanto coraje que sólo agarré mis cosas y empecé a caminar, escuchando cómo la patrulla se alejaba. Cuando me iba, noté al viejito amargado asomándose entre las cortinas.
En ese tiempo de vigilancia, había descubierto realmente poco —prácticamente nada—, lo que en realidad no hacía más que incrementar mis deseos de conocer los misterios de esa casa.
Todos los días que estuve espiando, vi al extraño niño en la ventana. Unos días parecía estar inspeccionando algo con gran cuidado, pero otros sólo se quedaba contemplando el jardín. Al principio creí que estaba tratando de ver algo en el cristal, como un insecto o algo así, pero luego abrió la ventana y siguió con esa peculiar mirada que parecía perdida y concentrada al mismo tiempo. Muchas veces incluso me pareció que estaba hablando con alguien, pero nunca llegué a ver a nadie más en la habitación.
Lo más extraño es que, como ya les decía, en todos esos días no vi a los padres por ninguna parte. Solamente la noche en que volví después de que la policía me corriera —porque la obsesión era ya más grande que mi prudencia—, oculta entre los descuidados arbustos, vi al padre sentado en la entrada con una botella de cerveza.
Momentos después, la madre abrió la puerta y comenzaron a discutir así que, aprovechando la oscuridad, quise acercarme para ver si podía escuchar algo interesante. Para mi horrible fortuna, resultó que la historia sobre las ratas de la casa verde era asquerosamente cierta y casi lanzo un alarido digno de cualquier película de terror cuando una de ellas se enredó en mi cabello.
No hará falta decir que salí corriendo en ese mismo momento con la clara idea de que no volvería jamás a la horrible casa verde, sin embargo, por más que trataba de dormir, la idea del niño loco me atormentó como nunca, mezclada con el recuerdo de la rata en mis cabellos.
Al día siguiente, un fuerte aguacero reafirmó mi decisión de abandonar las expediciones, así que me quedé en casa, viendo una y otra vez las fotografías que había tomado en la casa de la maestra Reyes, revisando instintivamente mi cabello en busca del maldito animal y dibujando la ventana por donde la locura de Hugo me llamaba con insistencia.
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Hugo, el loco
Mystery / ThrillerUn misterio se esconde en la casa verde que se encuentra en la esquina de Olmo y Montecillo. Los rumores sobre un niño desequilibrado y peligroso recorren la ciudad como tantas otras leyendas urbanas, con la diferencia de que esta es real. Muchas pe...