Capítulo IV

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Bárbara.

No lograba entender lo que pasaba con Liv.

Con el paso del tiempo dejó de salir de su casa en las tardes y, en la escuela, ya no se quedaba a platicar con los demás como hacía antes.

En nuestro vecindario, como era de esperarse, comenzaron los rumores sobre ella, mismos que nunca tuvo tiempo de aclarar, según sus palabras. Yo intenté buscar respuestas menos escandalosas que las que se planteaban por los pasillos de la escuela —pues a fin de cuentas ella era mi amiga—, pero no la tuve nada fácil.

Me inventé muchas posibles explicaciones, pero mi amiga en persona desbarató mi ya de por sí defectuosa defensa en una mañana de lunes, durante el descanso para almorzar.

—¡Hola, Barbs! —saludó con una alegría que hace tiempo no notaba en ella.
—Disculpe, señorita —contesté como distraída—, ¿nos conocemos?
—Muy graciosa, Bárbara. ¿Cómo te va?
—¿Por qué tan amistosa? —pregunté extrañada— Te ves feliz. ¿Ganaste boletos para la convención de ermitaños o algo así?

Esperé un momento al ver que ella revolvía unos papeles, pero no obtuve respuesta.

—Olivia, responde, mujer.
—Ay, perdón —dijo pasándome unas fotografías que mostraban la calidad de una impresión casera—. Estaba viendo esto.

Observé las imágenes en blanco y negro —sin sentido para mí— mientras trataba de entender de qué iba eso, pero no sirvió de nada. Algunos dibujos eran garabatos, pero se mezclaban sin orden con otros donde se mostraban personas con grandes ojos blancos o con cuerpos extraños, como de saltamontes. Había también un montón de gatos que posaban junto a diferentes objetos y algunos dibujos de un niño al que le faltaba la mitad de la cara.

—¿Ves esta? —preguntó señalando una de las fotos donde aparecía el niño a medio dibujar—. ¿Qué crees que signifique?
—Que alguien trataba de hacerse un autorretrato con medio espejo, ¿no?
—¡Bárbara! Son dibujos de ya-sabes-quién.
—¿El sujeto sin nariz que quiere matar al maguito del cuento?
—¡Por Dios! ¡No es un cuento, es una obra muy famosa! —contestó interfiriendo demasiado con mi espacio personal—. Y no hablo de él, me refiero a Hugo.

Tardé unos segundos en comprender de quién hablaba. Hacía años que no pensaba en aquel niño, aunque claro que escuchaba los rumores aquí y allá, pero sin ponerles verdadera atención.

—¿En eso has estado todo este tiempo?
—Claro que no, Barbie —dijo con la certeza de que me molestaría—. Unos días trabajé con la maestra, ¿de dónde crees que conseguí las fotos?
—¡Se las robaste! —susurré asegurándome de que no hubiera nadie cerca.
—Claro que no, tonta —respondió burlándose—, ella tiene las originales. Sólo usé la cámara del celular.

A Liv le habría gustado saber que tenía razón, que a la gente le gusta hablar de los demás, aunque todos los rumores que circulaban se habían quedado cortos. Cuando escuché aquello último, supe que mi amiga se había vuelto completamente loca.

Traté de cambiarle el tema, pero no es nada fácil quitarle una idea de la cabeza.

—¿Al cine? —preguntó con desagrado—. Mejor acompáñame a investigar.
—Olivia, déjate de idioteces, hace años que persigues a ese niño.
—No lo persigo —dijo removiéndose nerviosa—, es una sana curiosidad.
—Liv, te pasas los días pensando en eso, ¿verdad?
—Claro que no —empezó a acomodar sus papeles—. He salido a caminar.
—A su casa de nuevo, ¿no? Como jugabas antes.

No respondió. Sólo se levantó murmurando y agitándose el cabello, volteando a verse los mechones que tomaba con los dedos como si temiera que algún animal estuviera anidando allí.

Días después, su madre me llamó para decirme que Olivia había escapado.

Si había ido a la casa verde y ciertos rumores eran ciertos, habría que encontrarla antes de que fuera tarde.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora