Capítulo III

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Olivia.

Al salir de clases, tenía que recoger a Vicky, la molesta hija de mi maestra y, como no podíamos caminar hasta su casa, la llevé a la mía.

La maestra Reyes iba una vez a la semana a la casa de Hugo, el loco. Se supone que le daba clases, pero creo que más bien usaba sus poderes de psicóloga con él.

Siempre he sido algo así como su alumna favorita —lo que tiene sus ventajas, por supuesto—, pero tener su confianza hace que siempre piense en mí para cuidar a su empalagosa niña. Normalmente lo hacía sólo para mantener mi estatus de predilecta, pero desde que supe a dónde iba por las tardes, la verdad es que comencé a hacerlo con gusto.

Hugo y yo tenemos algo así como una historia desde hace años, aunque no nos conocemos. Desde que supe de los rumores empecé a hacer preguntas por aquí y escuchar conversaciones por allá. Las personas no pueden resistirse a esparcir un rumor, así que era fácil conseguir información y, con mi gusto por los acertijos y rompecabezas, darle forma a la historia en base a los retazos no fue gran problema, pero aun después de cambiar mis actividades extracurriculares por pequeñas escapadas de investigación en los alrededores, seguía sin saber nada que fuera en verdad importante, por lo que estar cerca de la psicóloga del niño era una oportunidad que no podía desaprovechar.

Ese día el calor era horrible y fui directo al refrigerador cuando llegamos.

—¿Una soda? —pregunté mientras tomaba una lata para mí.

—Mamá dice que el agua es mejor —respondió la pequeña molestia con un alzamiento de hombros.

—¿Segura? —Le cuestioné incrédula—. Tú te lo pierdes.

—Segura, gracias —finalizó con indiferencia.

Tomó el vaso que le pasaba con desgano y, cuando abría mi refresco, la vi contemplar con maravilla el viejo dispensador de la abuela con su odioso color violeta.

Desde el primer día detesté pasar tiempo con ella. Era como tener a la hermana pequeña que nunca quise, y su idea loca de que eramos amigas la hacía más insoportable. Una y otra vez tenía que recordarme que estaba ahí por el niño loco de la casa verde, con la esperanza de poder descubrir algo de su misterio.

Durante la comida estuve hablando con ella para ver si podía averiguar cualquier cosa, pero charlar no pareció ser de mucha utilidad.

—Oye, Vicky —comenté cuando estuvimos en la sala—, ¿te gustaría ser maestra como tu mamá?

—No sé, no creo —dijo, trazando líneas al azar con sus colores en mi cuaderno—. Por lo que me cuenta, suena muy aburrido.

—Y ¿te platica muchas cosas? —pregunté como si no tuviera importancia.

—Sí, todas las tardes me cuenta de su día —respondió—. Bueno, a veces no me dice todo porque dice que es asunto de grandes, pero yo escucho cuando le cuenta a mi papá.

—¿En serio? —bajé la voz como compartiendo una travesura—. Y ¿has escuchado algo sobre el niño con el que fue hoy?

—Mi papá también quiere saber, pero mi mamá dice que es un secreto profesional.

Decepcionada, no quise hablar más y la dejé poner una película. Para mi mala suerte puso un horrible filme de terror que me tenía tan ridículamente asustada, que preferí distraerme con mi computadora. Curiosamente, fue justo mientras jugaba una partida de ajedrez en línea que me di cuenta de algo que había averiguado casi sin darme cuenta: lo del secreto profesional no existe entre maestros y alumnos, sino entre médico y paciente. Una psicóloga no es estrictamente un médico pero el concepto aplica igual. Eso significaba que la profesora Reyes no veía a Hugo como maestra y que mi esfuerzo por soportar a la niñita empalagosa valía la pena.

La siguiente semana tendría que arreglármelas para ir a su casa y, con un poco de suerte, usaría la oportunidad para descubrir algo más.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora