Capítulo final: tercera parte

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Matías.

Desde que esa mujer llegó, temí que pudiera pasar algo lamentable, aunque trataba de mantener la esperanza en que era lo mejor para el niño. Algunas veces en verdad me convencía y era Hugo quien no cooperaba, pero otras veces el instinto se encargaba de tomar el mando y me decía que la mujer debía irse.

Todo ese tiempo pensé que había dos peores escenarios: que Hugo se quedara encerrado el resto de su vida en la habitación de la casa verde haciendo esas cosas tan suyas que sólo yo llegaba a entender, o que se uniera al ejército de monos y cayera en la misma vida aburrida de todos.

Lo que pasó, sin embargo, fue mucho peor.

Creí que era una cacería normal de ratas. El despreciable pero delicioso animal estaba royendo la cama del pequeño, así que me lancé sobre la cena en potencia y clavé mis dientes en ella.

Ya les he dicho sobre la particular diversión que nos causa el jugar lentamente con la comida —placer prohibido para las personas—, así que intenté tomarme mi tiempo. La realidad, sin embargo, era que no sería posible demorarme cuanto habría querido, pues las cosas empezaron a cambiar alrededor.

En otra ocasión les conté que, cuando las ratas se inquietan por algo o su número cambia de pronto en el vecindario, los gatos lo sabemos, y eso fue justo lo que pasó entonces.

De un salto, creí ver por la ventana que algo se acercaba. Hugo, a mi lado como solía estar, observaba todos mis movimientos, ignorando las ratas que trepaban por su cama y se paseaban por sus piernas.

Acostumbrado ya a sus peculiaridades y más preocupado por averiguar qué causaba esa vibración en mis bigotes, salí de la habitación y llegué hasta la sala, de ahí a la puerta de entrada y, al salir, la joven que se arrastraba por los arbustos la noche previa a la gran tormenta, observaba hacia la casa con descaro, entrando al jardín sin miramientos.

Resabiado, como era de esperarse, me oculté de ella en el limonero. Cuando apenas me disponía a trepar, vi que más personas se acercaban y que, junto a la pequeña cerca medio desvencijada, Hugo alzaba una herramienta como aquella que llevó hace tanto a la casa de Samanta, haciendo que sus padres se mudaran no muy lejos, según escuché decir a la mujer cuando hablaba con la madre del pequeño.

Por esas locuras del destino, resulta que la niñita de aquel tiempo terminó viviendo muy cerca de la casa de nuestra constante invitada, pero al saber que ésta visitaba la casa verde, los padres se asustaron y volvieron a mudarse hace unos días.


Volviendo al jardín, se desencadenaron unos hechos tan repentinos que no tuve tiempo de pensar en cómo había llegado el niño hasta aquel lugar, sino que, saltando la cerca junto con él hacia el curioso grupo que nos acechaba sin discreción, aterrizamos en el frío metal de un auto.

Lo siguiente que supe es que estábamos rodeados de personas: la mujer, la joven de los arbustos, los monos de siempre y algunos más.

Por alguna vieja costumbre felina nos refugiamos bajo el auto y luego volvimos con cierta dificultad a la casa verde, huyendo sobre todo del mono loco que golpeaba el limonero por las noches.

Cuando entramos a la habitación, el niño cerró la puerta y la bloqueó con lo que pudo. Los chillidos de las ratas eran casi insoportables en ese lugar, pero ninguno de los dos tenía tiempo de pensar en ello.

Hugo se revolvía con frustración y dolor por el lugar, mientras yo repasaba todo lo ocurrido en mi cabeza.

Una serie de eventos —que sólo la mente ágil de un gato podría conectar— se mostraron ante mí con claridad en aquella noche de oscuridad profunda, más oscura ahora que las ratas parecían cubrir las paredes y se empeñaban en entrar por la ventana como un caudaloso río fuera de cause.

Entonces lo entendí todo. El problema, no obstante, sería decirle a Hugo.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora