Capítulo XI

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Lauren.

Lo que Hugo había hecho era horrible, pero llamarlo locura era tal vez demasiado. Había matado a la rata de la que tanto habíamos querido deshacernos y eso ya era algo. Enrique había sido demasiado duro.

—Lauren, escuchaste lo que dijo —contestó mi esposo ante mi intento de atenuar las cosas—: quería sacarle la sangre.
—Pues —dudé antes de continuar— quizá sea su forma de decir que la quería matar. Ayudarnos a matarla —Me corregí.

Enrique sólo meneó la cabeza y salió de la casa.

Pasé el resto del día pensando en lo que había sucedido y escuchando a mi hijo llorar en su habitación. Lloraba y gritaba llamando a su padre, mientras yo sólo trataba de seguir con un día normal, aunque sospechaba que lo normal había ya llegado a su fecha de expiración.

No tenía forma de sacar al niño, pues Enrique me quitó la llave de su alcoba al sospechar que querría ayudarlo, aunque confieso que tampoco tenía el valor para hacerlo. Mi esposo había sido muy firme y no me atrevía a contradecirlo. Ambos creíamos que un castigo era necesario y, si en ese momento daba marcha atrás, Hugo podría no aprender la lección.

Cuando volvió, me di cuenta de que Enrique había estado tomando e incluso traía algunas cervezas consigo —Una de las cuales luchaba por abrir—, ambas cosas muy extrañas en él.

—Amor —sollocé apenas verlo—, el niño te ha estado llamando toda la mañana, por favor déjalo salir.
—Vas y le llevas algo de comer —habló atropellando las palabras—, pero luego vuelves a cerrar la puerta.
—Enrique, no es un criminal, déjalo salir.

Lanzó la botella contra la pared y se quedó en silencio apoyado al respaldo de su sillón favorito.

—¿Enrique? —aventuré.

Por toda respuesta soltó un gruñido, para después arrojar sus llaves hacia mí, haciéndome un pequeño corte en la barbilla. Me quedé como petrificada contemplándolas unos instantes hasta que él volvió a hablar.

—¿Ahora qué esperas? —dijo con una voz apenas perceptible— ¡Sácalo de ahí y dale de comer! —gritó de pronto haciéndome saltar en mi lugar.
—Gracias, Amor —empecé a decir cuando me interrumpió.
—Si pasa algo peor —dijo a la vez que sacaba otra cerveza de la bolsa plástica que había traído de la tienda—, va a ser sólo tu culpa.

Subí corriendo las escaleras hasta la habitación de Hugo y me asusté al no escuchar ningún ruido, por lo que abrí la puerta lo más rápido que pude. Adentro, encontré a mi niño sentado en el suelo con un cuaderno y dibujando algo que parecía un jardín.

—Hola, mamá —dijo sin emoción alguna.
—Hugo, tu papá dice que puedes salir.
—Está bien.
—¿Qué estás dibujando? —pregunté para hacer conversación después de tantas horas—. Se ve muy bonito.
—Sólo es césped.
—¿Y éste es papá? —Señalé a un hombre con una herramienta en la mano, podando el jardín.
—Soy yo —contestó sin dejar de dibujar—. Estoy pensando en cortar un poco.
—No tienes que hacer eso para contentar a papá, sólo...
—Quiero hacerlo por el olor, mamá —interrumpió apartando la vista del papel—. A los animales que cazan les gusta.
—¿Ah, sí?
—Los humanos somos cazadores —continuó retomando el dibujo.

Un escalofrío me recorrió la espina ante esta frase, pues me recordó el momento en que tuve que meter la rata en la bolsa. Su presa.

—Dicen que cuando el césped es atacado —continuó—, suelta su aroma como un...
—Hugo, lávate las manos y baja a comer —interrumpí, todavía asqueada por el recuerdo del animal muerto. Sólo quería salir de la habitación y hacer otra cosa, no me importaba saber lo del césped.

—Lo haré hoy mismo —dijo cuando me alcanzó en la cocina, minutos después.
—¿Harás qué?
—No importa —respondió sentándose a la mesa—. Sólo es césped.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora