Capítulo VIII

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Olivia.

Hace unos años escuché la historia de una casa misteriosa.

Nadie parecía saber qué había pasado ahí o cuál era exactamente el secreto que ocultaba, pero la sensación general en los primeros días era de temor.

En aquel entonces, mi mejor amiga y yo mantuvimos los oídos atentos a cualquier palabra que tuviera relación con lo que se escondía tras las asquerosas paredes de color verde.

Era como un juego para Barbs, pero no para mí. Quiero decir que al principio lo fue para las dos, pero entre más averiguaba, más se convertía en mi desafío personal.

No se imaginan lo cansado que resultaba pasar los días entre tanta gente común, haciendo siempre lo mismo, desperdiciando ese supuesto potencial que todos veían en mí. Me parecía una locura.

Cuando era más pequeña, esa vida estaba bien. Me aburría un poco en clase porque las cosas me resultaban demasiado fáciles, pero a pesar de mis deseos de hacer algo más para distraerme, lograba mantenerme tranquila para ganar las famosas estrellas doradas que te dan las maestras.

En los descansos, trataba de desconectar el cerebro y disfrutar el tiempo. Fue cuando conocí a Bárbara, la chica más opuesta a mí que se puedan imaginar.

Yo era la que entendía todo a la primera explicación, pero ella lograba mantener sus buenas calificaciones sólo porque hacía un gran esfuerzo, ya que en realidad no era muy inteligente.

Mis pasatiempos en casa eran armar rompecabezas, resolver acertijos, leer cualquier libro que llegara a mis manos y, de vez en cuando, escuchar música; los suyos eran chismear por video-llamada con otras chicas, ver muchachos y comer helado en el parque.

Quizá fue precisamente por eso que nos hicimos amigas, porque de algún modo complementábamos la personalidad de la otra. Sin embargo, al pasar el tiempo me empecé a aburrir de esa simpleza suya y del resto de mis compañeros.

Entonces, cuando me hallaba más harta de todo, comenzaron los rumores y nuestro juego de detectives. Preguntamos por aquí y por allá hasta que supimos lo básico, con lo que creí haber calmado mi curiosidad, eso a lo que empecé a llamar «mi gato interno» por culpa de Barbs y su refrán sobre el gato muerto.

Si Barbie hubiera sido más inteligente, podría haberle mencionado la paradoja de Schrödinger, pues según ella era mejor idea dejar las cosas como estaban, dejar al gato vivo y muerto al mismo tiempo en lugar de abrir la caja.

Si yo hubiera sido más prudente, podría haberla escuchado y conformarme con lo que ya sabía, pero ninguna de las cosas fue lo que no podía ser.

La noche en que salí de casa, perseguida por la obsesión e invitada por la locura, esperaba encontrarme con la noche como con una aliada, igual que los grandes espías e, incluso, como la chica del programa que veía la pequeña rata molesta llamada Vicky, pero la noche no sabe de amistades.

Ella es fría y no le gusta que nadie la interrumpa, así que sólo se queda ahí y te espera imperturbable, observándote con una mirada sin vida.

Sus ojos pequeños se clavaron en mí y yo podía sentirlos observándome apenas crucé la puerta, diciendo sin palabras que no era bienvenida, que regresara, pero mi atención la habían secuestrado los chillidos de la rata que se había quedado enmarañada en mis cabellos desde aquella única vez en el jardín de Hugo y que seguía llamando mi nombre.

Desde luego no había rata, todas las evidencias lo decían, pero aun así podía sentirla caminar en mi cabello, insistiendo en confabular con mi gato interno para convencerme de seguir adelante con aquella última misión de espionaje.

Así fue que llegué a la casa verde que se encuentra en la esquina de Olmo y Montecillo, temblando de frío y con un hambre terrible de sus secretos. Era la casa de Hugo, el niño loco que amaba sentarse junto a la ventana y hablar con alguien que yo no era capaz de ver. Era la casa donde —se decía— un pequeño había hecho algo terrible hace años, causando que lo encerraran para siempre en aquella habitación llena de ratas.

Descubrir lo que había pasado, en un principio había sido un juego para Barbs y para mí, pero ya no más.

Si ella hubiera sido más inteligente, habría estado ahí para detenerme. Si yo hubiera sido más prudente, no habría vuelto a entrar al jardín. Si Hugo no estuviera loco, no habría estado sonriéndome desde la puerta abierta de la casa con la ropa manchada de sangre, pero ninguna de las cosas fue lo que no podía ser.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora