Nota

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Ismael.

Hay ocasiones en que la mente se sumerge en un pozo profundo de difusos vapores, en donde se le desafía a capturar una de esas escurridizas creaturas semitransparentes que llamamos ideas. Otras veces, la idea es quien decide posarse con docilidad en el hombro de un sujeto despistado o de una chica soñadora. Por último, hay ocasiones curiosas, como aquella que se me presentó, en que uno se encuentra con la idea casi por casualidad entre los rincones inexplorados de la mente, incompleta y apenas respirando.

Fue así que surgió la loca idea de escribir una historia sobre un niño que, a mitad de la noche, se encontró con un gato dentro de su habitación.

Si leíste esta extraña obra, regálame tu atención una última vez. Quiero presentarte las cosas desde otro punto de vista, más loco quizá que el anterior: el del sujeto insomne que tuvo el atrevimiento de escribirla.

Como decía más arriba, el inicio de esta historia fue poco menos que accidental. Me encontraba revisando las redes sociales cuando vi la publicación que hacía una chica pidiendo algo en específico: un micro relato donde el personaje principal fuera un gato. La idea era, solamente, encontrar a una persona cuya forma de escribir le llamara la atención.

Sin la menor idea de qué iba a hacer, seleccione la opción para comentar y surgió esto:

En la misteriosa sombra que extiende sus manos a través del cristal helado de mi ventana, se adivina un aire de autosuficiencia que se impone con orgullo, formando imágenes a su antojo contra la pared de mi habitación.

Deseoso de poseer al menos una pizca de aquella oscuridad que en tal manera atrapa mis sentidos, arranco atrevido un trozo de su travieso ser, tan altanero y arrogante como parece.

Ahora que lo pienso, creo que debería darle un nombre y que Felino sería tan bueno como cualquier otro.

Esas breves líneas se convirtieron después en el centro de la historia que ya conocen, aunque aún faltaban personajes y, de pronto, aparecieron otros dos de una forma bastante similar.

Una joven escritora compartió un fragmento de su obra: un diálogo breve sin muchas acotaciones ni aclaraciones. Algunas personas reaccionaron criticando su estilo ya que, decían, no podía comprenderse un texto escrito de esa manera.

Por mi parte, improvisé un ejemplo sobre cómo un diálogo podía usarse sin problema, teniendo o no grandes detalles. Para hacerlo más dinámico, hice cada estilo con un narrador diferente y el ejemplo era así:

1. Estilo directo:
 Oli pasó por mí para ir a su casa. Al llegar ahí, fue directo al refrigerador.
—¿Una soda? —preguntó.
—Tomaré agua, gracias.
—¿Segura? Tú te lo pierdes.
—Si tú lo dices...
Me pasó un vaso y señaló un dispensador de agua color violeta. ¡Amo el color violeta!

2. Estilo indirecto:
Al salir de clases, tenía que recoger a Vicky, la molesta hermanita de mi maestra y, como no podíamos ir a su casa, la llevé a la mía. El calor era horrible y fui directo al refrigerador.
—¿Una soda? —pregunté mientras tomaba una lata para mí.
—Tomaré agua, gracias —respondió la pequeña molestia con un alzamiento de hombros.
—¿Segura? —Le cuestioné incrédula—. Tú te lo pierdes.
—Si tú lo dices —finalizó con indiferencia.
Tomó el vaso que le pasaba con desgano y, mientras abría mi refresco, la vi contemplar con maravilla el viejo dispensador de la abuela con su odioso color violeta.

Sin planearlo, tenía ya el núcleo de los primeros tres capítulos de lo que después sería «Hugo, el loco», mi primer intento de incursionar en un género tan complicado como resultó ser éste.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora