Capítulo XIV

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Hugo.

Hace mucho —la última vez que supe de mis padres, la última vez que estuve afuera— perdí la oportunidad de conseguir lo que necesitaba. Apenas una herida habría sido suficiente para comprobar si el aroma de la sangre tenía ese misterioso poder para pedir ayuda que yo esperaba encontrar, pero ni siquiera pude comenzar mi experimento.

Aquella noche, recuerdo haber notado una sombra gris en la ventana de Samanta, visible incluso en la oscuridad. El mismo ser —podría asegurar— que tiempo después se convertiría en mi compañero de calabozo, se encontraba en aquel lugar.

Ahora que lo pienso, los gatos son de esos animales que acuden siempre a la llamada del césped. Me pregunto si fue todo ese asunto lo que trajo a Matías hasta mi celda.

De cualquier modo, los miserables días transcurrieron desde entonces hasta hoy volviéndose cada vez más confusos al principio y, después de un tiempo, más claros cada vez. Tardé un par de semanas en darme cuenta de que aquel lugar que parecía mi casa, no era mi casa. Pasó un poco más y comprendí que las personas que parecían ser mis padres, tampoco eran mis padres.

Fue entonces cuando llegó la mujer, la otra, la primera que llamaron y que quería llevarme a no sé qué lugar, pero el carcelero no lo permitió. De hecho nunca me dejaron cruzar la puerta de la habitación otra vez.

Aquella mujer era joven y empezó a visitarme muchas veces, mirándome como hago yo con los insectos que pasean por mi ventana. Luego, así como llegó, se fue, pero desde entonces estuve en otra prisión: la que me atrapaba en mí mismo cada vez que me hacían tragar esas pastillas que me secaban la boca y adormecían mi mente.

Ahí, en esa doble prisión donde me dejaron, fui comprendiendo todo.

Las personas no lograban ver las cosas como yo las veía porque éramos diferentes, pero ni siquiera eso parecían entender. Tal vez es más claro para mí porque, cuando estás encerrado y adormecido, en lo más solitario del claustro, tienes mucho tiempo para pensar.

Matías, por otro lado, nunca estuvo quieto ni encerrado y aun así parecía entenderme a la perfección, aunque quizá por eso era tan callado. Es posible que esa fuera su manera de encerrarse a pensar las cosas. Asuntos importantes, claro. Una criatura como Matías no podría perder el tiempo pensando tonterías.

Hablando de perder el tiempo, volví a salirme del tema. A mi mente le gusta hacer eso que hacía Matías: salir de una habitación y entrar en otra a su voluntad, sin que nadie sepa cómo y sin quedarse mucho tiempo en donde mismo. Trataré de hacer un esfuerzo, pues ahora no hay demasiado tiempo que perder.

Si en aquella ocasión impidieron que cumpliera mi plan con Samanta, gracias a Matías tuve otra oportunidad, aunque con otra niña. Con ella podría cumplir por fin lo que intentaba y me desharía de la mujer, la nueva, por no haber ayudado en nada con mis problemas artísticos.

Esa noche, mi compañero de celda estuvo cazando algunas ratas en la habitación y luego salió al jardín. Lo seguí con la mirada a través de mi ventana y vi que algo se movía hacia él. Reconocí sin duda los mismos ojos que días antes habían aparecido espiando entre los arbustos.

Parecían querer hablar con mi pedazo de noche pero, lejos de traicionarme dándoles información, Matías se alejó de ella sin responder, como hacia siempre con todos.

Del otro lado de la calle, vi a la niña que ya les decía. Era casi de mi edad y también venía hacia mi calabozo verde. En su rostro, un par de luces brillaban en las sombras. Tardé un momento en decidir si lo que veía era algo real o sólo un par de resplandores moviéndose a través de la noche.

Lo que sucedió entonces no lo recuerdo muy bien, pero sé que de alguna forma había logrado salir del calabozo y llegar hasta el jardín con el martillo que había mantenido oculto desde mucho tiempo atrás, corriendo hacia la cerca y saltando sobre ella.

Un solo golpe bastaría.

Si lo que pensaba era correcto, los adultos olerían la sangre y vendrían a ayudar, como pasa con el césped recién cortado. Quizá tuviera que hacerme alguna herida después para que por fin me escucharan pero, antes que nada, esa pequeña prueba era necesaria.

En la densa sombra que extendía sus oscuras intenciones a través de los rincones poco iluminados de mi mente, se escuchó de pronto un estallido de terror que se imponía sobre mi lógica, formando imágenes a su antojo en lo profundo de mis confundidas ideas.

La mujer que gustaba de fotografiar mis dibujos y que había prometido ayudarme, manejaba un coche hacia nosotros.

Un golpe y la niña cae. Un golpe y caigo yo también, viendo junto a mí a Matías. Un golpe y todo se vuelve oscuro silencio.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora