Capítulo XII

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Matías.

Las cosas para un gato nunca son tan fáciles como deberían. Es una verdadera lástima que una especie tan engreída como el ser humano intente gobernar sobre el resto de nosotros aplicando sus extraños criterios sobre el bien común. Lo único que le interesa a un gato es el bien que en común puedan hacer por él.

Como les había contado, la llegada de la mujer trastornaba las cosas, llegando hasta el punto en que, durante días enteros, no había ni una rata y me veía obligado a desaparecer de la casa por falta de alimento. Sentía en mis bigotes cómo esas delicias caminaban por las calles, entrando a otros hogares y dejándome sin nada. Nosotros podemos notar ese tipo de cosas y de verdad que no nos hacen nada felices pero, ¿quién se preocupaba por el gato? Nadie.

Ahí está la mentira del bien común: para los hombres el bien sólo es común si les incluye a ellos.

Hugo y yo éramos diferentes. Nos interesábamos por nuestros propios asuntos y, si quedaba algo de tiempo, por los del otro. En todo caso, éramos perfectamente sinceros. Sin embargo, aun él se empezaba a mostrar un tanto lejano a mí, algo que no pude sino achacar a las pláticas con la mujer.

Por más que estuviera de acuerdo con que le ayudaran a salir de la casa, me costaba mostrarme de acuerdo con las consecuencias que eso traía para mí. Aun así me obligué a actuar en contra de todos mis instintos y apostar por el bien del niño.

Cuando la mujer llegaba, me sentaba a su lado y jugaba entre sus zapatos porque, como sabrán, los humanos no son muy buenos para escuchar. Así al menos podía darle a entender al niño que ella contaba con mi aprobación.

Poco a poco Hugo empezaba a hablar, lo cual me parecía desde luego una locura, pero así son las personas, malgastando siempre palabras sin pensar.

Al estar menos unido al niño, empecé a visitar el jardín con mayor frecuencia, encontrando varias veces a una extraña joven que observaba la ventana de la casa verde. Ya en otras ocasiones había notado una presencia mientras platicaba con Hugo —aunque en realidad era sólo él quien hablaba—, alguien que miraba desde afuera con curiosidad obsesiva.

Una noche, antes de la gran tormenta que inundara el jardín, vi a la joven misteriosa que se acercaba casi arrastrándose entre la triste excusa de arbustos. Al momento sentí el peligro en los bigotes, levantando atento mis orejas y listo para lo que pudiera ocurrir, pero unas voces adentro me hicieron perderla de vista.

Los padres del muchacho empezaron una horrible discusión que se fue convirtiendo en una auténtica pelea, aunque en la habitación de Hugo otros sonidos me llamaron con mayor fuerza aun: los pequeños pasos y chillidos insistentes de cientos y cientos de ratas.

Encontré al niño sentado en la ventana, con una pierna al exterior y viendo hacia el jardín. Desde el exterior, los deliciosos bocados entraban corriendo, huyendo de la tormenta directo a mis fauces.

Hugo, el locoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora