Hugo.
Durmiendo las cosas deberían ser más fáciles, pero siempre he odiado dormir.
Cuando la noche me atrapaba, mientras vivía yo solo en la mazmorra, intentaba luchar contra ella. Siempre terminaba vencido, por desgracia, siendo lanzado a los extraños sueños de cada noche, donde era doblemente prisionero.
Alguien escribió una vez que en los sueños somos al menos libres del mundo, pero no es verdad, sólo que no nos damos cuenta de que somos presos. Mentes prisioneras en cuerpos inmóviles.
En casa, cuando tenía padres y un hogar, esperaba despierto para escuchar alguna historia o recibir un saludo del hombre al que llamaba papá. Porque deben saber que durante el día tenía una mamá y por las noches, si lograba estar despierto, también un papá. El problema es que yo necesitaba más de ambos, pero no sabía qué hacer.
Fue en ese tiempo que nos enfermamos. Las caras se nos ponían grises y los ojos llorosos. Primero fui yo, luego mamá y también papá. Necesitaba algo que nos salvara de la enfermedad y no sabía qué, hasta que se me recordé aquella vez en que mamá atrapó un resfriado y el doctor le mandó a dormir bien y descansar, con lo que pronto estuvo como nueva. Si lográbamos dormir, quizá todo mejoraría, pero no podíamos hacerlo por esperar a papá, así que la respuesta era obvia: necesitábamos que él llegara más temprano.
Muchas veces le pedí que llegara más temprano y pasara más tiempo conmigo, pero no me escuchaba. Era necesario pedir ayuda de otra forma y la del pasto podría funcionar.
Cierto, no les he contado eso.
Para mi edad en aquel momento, había leído mucho y todavía leería más. Entre todo eso, había dos cosas sobre las briznas de césped que se habían quedado en mi memoria. Una vez leí que cuando el césped es cortado, libera un olor que atrae a los animales carnívoros y así, cuando un herbívoro intenta comerlo, los depredadores se acercan y lo ahuyentan. También leí que el pasto huele mejor cuando es joven y verde. No un verde enfermo como mi calabozo, saben de qué hablo.
Pasé muchos días pensando en estas cosas y me pregunté si las personas tendrían algo así. Quiero decir, si alguien nos estuviera haciendo daño, ¿el olor de nuestra sangre serviría para pedir ayuda? Era necesaria una pequeña prueba, pero por suerte se presentó la oportunidad perfecta. Deben saber que en ese tiempo, Matías aún no estaba conmigo, así que cuando mamá empezó a buscar la manera de acabar con una rata que había anidado en el jardín y arruinaba las pocas flores que ahí crecían, decidí que podría ayudarla con eso y, de paso, intentar lo que tenía en mente.
Una noche tomé el martillo de papá y me senté en la puerta de la casa sin que nadie se diera cuenta, asechando a la rata. Otra noche más y otra después de esa. Por último la vi, pero no tuve miedo, como creí que sería por lo que decía mamá. Sólo nos vimos un instante y salté encima de ella. Corrió y se metió en un arbusto, pero seguí tirando golpes hasta que intentó correr de nuevo y el martillo le aplastó la cabeza.
Entré corriendo a la casa con la rata en una mano y la herramienta en la otra. Cerré con cuidado y fui a mi cuarto, donde guardé mi arma y mi presa. Puse al animal bajo la almohada para que el olor hiciera lo suyo, como el pasto recién cortado, pero aun antes de que llegara el amanecer me di cuenta de mi error.
Mamá vio la sangre cuando entró a la habitación y dio un grito, pero le dije que todo estaba bien, que era sólo la rata. Papá llegó gritando y mamá tiro mi almohada en una bolsa, junto con el cadáver y mis sábanas. Yo trataba de explicarles, pero nadie me escuchó, como siempre, y poco después me llevaron a la celda.
Se me ocurrió que quizá había sido el olor equivocado, a fin de cuentas las ratas son muy feas y el pasto es de un color muy lindo, joven y fresco. Quizá debía utilizar sangre de algo diferente, algún animal joven y fresco que a las personas les gustara ver, así como les gusta el pasto. Tendría que planearlo mejor para la próxima vez.
Después de un tiempo que nunca supe contar, la carcelera decidió llevarme al jardín por las tardes. Fueron apenas un par de veces y no era algo que disfrutara, pues una prisión al aire libre sigue siendo una prisión. Me decía cosas sin sentido sobre mis padres y, después de un rato, volvíamos adentro. En aquel entonces había también otra prisionera, una niña muy linda llamada Samanta. Ella vivía en la casa que estaba junto a mi prisión y solían llevarla con cierta regularidad, pero se la llevaban al final del día. Supongo que no la dejaban todo el tiempo por que aún era muy pequeña. Cierto día me di cuenta de su aroma fresco, como a flores y jugo de naranja, lo que por alguna razón me recordó al pasto. Haría falta una pequeña prueba y nada más, pero parecía perfecta para mi experimento. Si funcionaba con ella, podría hacer lo mismo conmigo.
Pensé en explicarle paso a paso el plan pues, después de todo, aquello también podría beneficiarle, pero se me ocurrió que quizá no aceptaría por más sentido que tuvieran mis palabras. A veces me preguntaba si el problema sería que yo no terminaba de entender el idioma de las personas porque, sin importar lo que dijera, si acaso llegaban a escucharme terminaban asustados o molestos. Podía explicar las cosas muchas veces, pero creo que a las personas todo les da miedo. Nunca entenderé por qué.
Lo importante es que tenía que hacer mi pequeño experimento sin que ella se diera cuenta y sabía exactamente cómo lo haría: alguien escribió una vez que en los sueños somos al menos libres del mundo, pero no es verdad, sólo que no nos damos cuenta de que somos presos. Mentes prisioneras en cuerpos inmóviles.
Esa noche, como todas, la niña estaría presa también y yo estaría ahí cuando pasara.
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Hugo, el loco
Mistério / SuspenseUn misterio se esconde en la casa verde que se encuentra en la esquina de Olmo y Montecillo. Los rumores sobre un niño desequilibrado y peligroso recorren la ciudad como tantas otras leyendas urbanas, con la diferencia de que esta es real. Muchas pe...