POSEIDÓN

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El mar golpeaba fuertemente contra el muelle, las pequeñas gotas saladas me pegaban en el rostro y estremecían mi cuerpo. Apoyé las manos sobre la baranda y apreté con fuerza la madera gastada, clavándome las astillas que estaban sueltas. Tensé la mandíbula y traté de evitar que el odio se apoderara de mí. Mi respiración era fuerte y entrecortada, mi corazón latía rápidamente. Comencé a temblar pero no podía dejarme llevar por el odio que sentía. Debía concentrarme y serenarme; ser inteligente para llevar a cabo el plan. De otra manera, nunca llegaría a matarla.

Cerré los ojos, respiré profundo y ordené a mi cuerpo que dejara de temblar. Me costaba dejar de hacerlo porque todo el poder que tenía antes, ahora estaba encerrado en un rincón de mi alma y no encontraba salida para manifestarse.

—Va a llegar mañana por la noche —dijo una voz detrás de mí.

Observé el cielo nublado. Las estrellas no tenían el brillo necesario para dejarse ver, pero la luz de la luna lograba pasar a través de las espesas nubes.

—¿Llegará sola? —pregunté.

—Sí.

Aquello me desconcertó. ¿Llegaría sin protección alguna? ¿La reina se arriesgaría a dejar que su hija ingresara indefensa al mundo terrestre?

—No —agregó la mujer, como si hubiera oído mi pregunta—. La magia marina la va a proteger.

—No puedo más. Necesito actuar. No quiero esperar un minuto más.

—Tranquilo. No dejes que la bronca te nuble el juicio. Estuvimos esperando durante mucho tiempo esta oportunidad. Hay que actuar con prudencia.

Me di vuelta pero no logré verla. Un halo de oscuridad la cubría. Jamás vi su rostro, nunca quiso mostrarse y no entendía por qué.

—Quiero que sufra —añadí con un tinte de cólera en la voz.

—Va a sufrir. Y cuando terminemos con ella, tendremos acceso a su poder. Luego... la guerra. Estas tierras también serán nuestras.

Giré y dirigí la mirada hacia el mar. Mi cuerpo volvió a estremecerse. Levanté las manos hasta la altura del pecho, cerré los ojos e imaginé a la sirena delante de mí, indefensa. Le puse las manos sobre el cuello y apreté con fuerza. Observé con placer cómo el dolor se extendía por su rostro; la piel, llena de color, poco a poco palidecía y logré oír sus intentos fallidos por respirar. Me reí ante el poder de mi imaginación, porque sentí sus manos frías tocar las mías, en un intento por liberarse de mí. Cuando finalmente su vida se apagó, abrí las manos y dejé caer el cuerpo inerte al mar.

Sí, así sería su final. Y su hogar, su tumba.

—Pronto... muy pronto —dijo la mujer detrás de mí.

EL RENACER 1: El llamado de la sirenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora