Capitulo 15

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  Rafael y Martín llegaron a casa del primero poco tiempo después de salir de la de doña Bernarda.
Era ya cerca de las tres de la mañana cuando los jóvenes llegaron a la casa de la calle de la Ceniza que ocupaba San Luis.
-Ya es muy tarde para que te vayas -dijo éste a Rivas-, y mejor me parece que te quedes conmigo. Agustín no se encuentra en estado de moverse, de modo que nadie entrará y no notarán tu ausencia.
Al decir estas palabras encendía Rafael dos luces y presentaba a Rivas una poltrona.
-¿Nada te has divertido? -le preguntó.
-Poco -dijo Martín, reclinándose caviloso en la poltrona.
-Te vi un momento conversar con Edelmira. Es una pobre muchacha desgraciada, porque se avergüenza de los suyos y aspira a gentes que la valgan, a lo menos por el lado del corazón.
-Lo que he adivinado de sus sentimientos en la corta conversación que tuvimos me inspiró lástima -dijo Martín-. ¡Pobre muchacha!
-¿La compadeces?
-Sí, tiene sentimientos delicados y parece sufrir.
-Es verdad, pero ¡qué hacer! Será un corazón más que se queme por acercarse a la luz de la felicidad -dijo Rafael suspirando.
Luego añadió, pasando los dedos entre sus cabellos:
-Es la historia de las mariposas, Martín, las que no mueren, conservan para siempre las señales del fuego que les quemó las alas. ¡Vaya, parece que estoy poetizando, es el licor que habla!
-Sigue -díjole Rivas, a quien, por el estado de su alma, cuadraba el acento triste con que San Luis había pronunciado aquellas palabras.
-Esa maldita mistela me ha puesto la cabeza como fuego. Tomemos té y conversemos; los vapores del licor desatan la lengua y ponen expansivo el corazón.
Encendió un anafe con espíritu de vino, y un cigarro en el papel con que acababa de comunicar la luz al licor.
-No te has divertido según he visto -dijo tendiéndose en un sofá.
-Es cierto.
-Tienes un defecto grave, Martín.
-¿Cuál?
-Tomas la vida muy temprano por el lado serio.
-¿Por qué?
-Porque te has enamorado de veras.
-Tienes razón.
-A ver, hagamos una cuenta, porque en todo es preciso calcular: ¿en qué proporción aprecias tus esperanzas?
-¿Esperanzas de qué?
-De ser amado por Leonor, porque a Leonor es a quien amas.
-En nada, no las tengo.
-Vamos, no eres tan desgraciado -exclamó Rafael levantándose.
Rivas le miró con asombro, porque creía que amar sin esperanzas era la mayor desgracia imaginable.
-Es decir -prosiguió San Luis-, que ni una ojeada, ni una de esas señales casi imperceptibles con que las mujeres hablan al corazón.
-No, ninguna.
-¡Tanto mejor!
-¿Conoces a Leonor? -le preguntó Martín cada vez más admirado.
-Sí, es lindísima.
-Entonces, no te comprendo.
-Voy a explicarme. Supongo que ella te ame.
-¡Oh, jamás lo hará!
-Es una suposición. Me confesarás que un amor correspondido tiene mil veces más fuerzas para aferrarse al corazón que el que vive de suspiros y sin esperanza. Está dicho: ella te ama. Has conquistado el mundo entero, y para afianzar la conquista quieres casarte con ella. Ésta es la vida, y tú bendices al cielo hasta el momento en que vas a pedirla a los padres. Tu amor y el de tu ángel, que te eleva a tus propios ojos a la altura de un semidiós, te han hecho olvidar que eres pobre, y la realidad, bajo la forma de los padres, te pone el dedo en la llaga. ¡Estás leproso y te arrojan de la casa como un perro! Esta historia, querido, no pierde su desgarradora verdad por repetirse todos los días en lo que llamamos sociedades civilizadas. ¿Quieres ser el héroe de ella?
Martín vio que San Luis se había ido exaltando hasta concluir aquellas palabras con una risa sofocada y trabajosa.
-¡Pobre Martín! -repuso San Luis, preparando el té-. Créeme, tengo experiencia en mis cortos años, y te lo voy a probar con mi propia historia. A nadie he hablado de ella; pero en este momento su recuerdo me ahoga y quiero confiártela para que te sirva de lección. Te he estudiado desde que te conozco, y si busqué tu amistad fue porque eres bueno y noble. ¡No quisiera verte desgraciado!
-Gracias -contestó Martín-, a tu amistad debo la poca alegría que he tenido en Santiago.
San Luis sirvió dos tazas de té, aproximó una pequeña mesa junto a Rivas y se colocó a su frente.
-Óyeme, pues -le dijo-. No es una novela estupenda lo que voy a contarte. Es la historia de mi corazón. Si no te hallases enamorado, me guardaría bien de referírtela, porque no la comprenderías a pesar de su sencillez. Me veo obligado a empezar, como dicen, por el principio, porque jamás nada te he dicho de mi vida. Mi madre murió cuando yo sólo tenía seis años; el sueño me trae a veces su imagen, divinizada por un cariño de huérfano; pero despierto, apenas recuerdo su fisonomía. Me crié de interno en un colegio, al que mi padre venía a verme con frecuencia. ¡Pasó la infancia, llevándose su alegría inocente, y vino la pubertad! Yo había sido un niño puro y continué siéndolo cuando la reflexión comenzó a tener parte en mis acciones. A los diez y ocho años me gustaba la poesía, y rimé con ese calor en el pecho de que habla Descartes cuando describe el amor. A esa edad conocí a la dueña de ese retrato.
Martín miró el daguerrotipo que Rafael le presentaba. Era el mismo que había llamado su atención algunas horas antes.
-¿Es Matilde, la prima de Leonor? -preguntó, fijándose bien en el retrato.
-La misma -contestó San Luis, sin mirarlo.
-La vi anoche en casa de don Dámaso.
-Ese amor -continuó Rafael- llenó mi corazón y me puso a cubierto de los desarreglos a que el despertar de las pasiones arroja a la juventud. Amé a Matilde dos años sin decírselo. Nuestros corazones hablaron mucho tiempo antes que nuestras lenguas. A los veinte años supe que ella me amaba también hacía dos. Me encontré, pues, en esa situación que califiqué hace poco diciéndote que habías conquistado el mundo; ese mundo, para un joven de veinte años, lo presenta con todas sus glorias el corazón de una mujer amante.
Rafael hizo una pausa para encender su cigarro, que había dejado apagarse.
-Hasta aquí eres muy feliz -dijo Rivas, que pensaba que la dicha de ser amado una vez sería bastante para quitar el acíbar de todas las desgracias ulteriores.
-Viví hasta los veintidós años en un mundo rosado -continuó San Luis-. Los padres de Matilde me acariciaban porque el mío era rico y especulaba en grande escala. Ella, siempre tierna, me hacía bendecir la vida. Era, como acabas de decirlo, muy feliz. Los más lindos días de primavera se nublan de repente, y Matilde y yo nos encontrábamos en la estación florida de la existencia. Tuve un rival: joven, rico y buen mozo. El mundo de color de rosa tomaba a veces un tinte gris que me hacía sufrir de los nervios, y luego mi almohada me guardaba para la noche visiones que oprimían mi corazón. Después de luchar con los celos por algún tiempo, mi orgullo transigió con mi amor; ¡tenía celos! No hay dignidad delante de una pasión verdadera, y la mía lo era tanto, que vivirá cuanto yo viva. Matilde me descubrió una parte del cielo, jurándome que jamás había dejado de amarme, y yo vi cambiarse mi amor en una pasión sin límites cuando creí reconquistar su corazón. Los nublados se despejan y vuelven. Así vi lucir el sol y ocultarse otra vez tras nuevas dudas. En esta batalla pasó un año.
»Mi padre me llamó un día a su cuarto y al entrar se arrojó en mis brazos. Mis propias preocupaciones me habían impedido ver que su rostro estaba marchito y desencajado hacía tiempo. Sus primeras palabras fueron éstas:
»-¡Rafael, todo lo he perdido!
»Le miré con asombro, porque la sociedad le creía rico.
»-Pago mis deudas -me dijo-, y sólo nos queda con qué vivir pobremente.
»-Y así viviremos -le contesté con cariño-. ¿Por qué se aflige usted? Yo trabajaré.
»Explicarte la ruina de mi padre sería referirte una historia que se repite todos los días en el comercio: buques perdidos con grandes cargamentos, trigo malbaratado en California, ¡esa mina de pocos y ruina de tantos! En fin, los mil percances de las especulaciones mercantiles. Aquella noticia me entristeció por mi padre. Para mí fue como hablar al emperador de la China de la muerte de uno de sus súbditos. ¡Yo poseía sesenta millones de felicidad, porque Matilde me amaba! ¿Qué podría importarme la pérdida de quinientos o seiscientos mil pesos?
-¿Ella te amaba, a pesar de tu pobreza? -dijo Rivas con su idea fija.
-Todavía. Seguí visitando en casa de Matilde, hablando de amor con ella y de letras con su madre. Tú sabes que el amor tiene una venda en los ojos. Esta venda me impedía ver la frialdad con que don Fidel reemplazó de repente las atenciones que me prodigaba. Una noche llegué a casa de Matilde y encontré sólo en el salón a don Dámaso, tu protector. No sé por qué sentí helarse mi sangre al recibir su saludo.
»-Me hallo encargado -me dijo- de una comisión desagradable, y que espero que usted acogerá con la moderación de un caballero.
»-Señor -le contesté-, puede usted hablar, en el colegio recibí las lecciones de urbanidad de que necesito, y no es menester que me las recuerden.
»-Usted no ignora -repuso don Dámaso- que la situación de una niña soltera es siempre delicada, y que sus padres se hallan en el deber de alejar de ella todo lo que pueda comprometerla. Mi cuñado Elías ha sabido que la sociedad se ocupa mucho de las repetidas visitas de usted a su casa, y que teme que la reputación de Matilde pueda sufrir con esto.
»La punta del puñal había entrado en medio de mi pecho, y sentí un dolor que estuvo a punto de privarme del conocimiento.
»-¡Es decir -le dije-, que don Fidel me despide de su casa!
»-Le ruega que suspenda sus visitas -me contestó don Dámaso.
»Mi bravata sobre la urbanidad resultó ser completamente falsa, porque, ciego de cólera, me arrojé sobre don Dámaso y le tomé de la garganta. Aquí debo advertirte que un amigo me había referido que este caballero, acosado por Adriano, el otro pretendiente de Matilde, para el pago de una gran cantidad, cuyo importe le perjudicaba cubrir, había obtenido un plazo, comprometiéndose a conseguir con su cuñado la mano de Matilde para su acreedor. Me había negado antes a creerlo, pero mis dudas a este respecto se desvanecieron cuando le vi encargado de arrojarme de casa de don Fidel, y la rabia me hizo olvidar toda moderación.
»Al ver enrojecerse el semblante de don Dámaso bajo la furiosa presión de mis dedos en su garganta y espantado por la sofocación de su voz, le solté arrojándole contra un sofá y salí desesperado de la casa.
»En la mía hallé a mi padre en cama tomando un sudorífico. Mi tía Clara, con la que vivo aquí, se hallaba a su lado, y sólo se despidió cuando le vio dormirse. Yo me senté a la cabecera de su cama y velé allí toda la noche.
»Hubo momentos en que quise leer, pero me fue imposible; el dolor me ahogaba, y mis ojos hacían vanos esfuerzos para hacerse cargo de las palabras del libro, porque en mi imaginación ardía un volcán. En dos horas sufrí un martirio imposible de describir. La respiración trabajosa de mi padre, en vez de inspirarme algún cuidado, me parecía la de don Dámaso, a quien castigaba por la noticia terrible con que tronchaba para siempre mi felicidad. Al fin, mi padre principió a toser con tal fuerza, que el dolor se suspendió de mi pecho para dar lugar al temor de la enfermedad. Al día siguiente, el médico declaró que mi padre se hallaba atacado de una fuerte pulmonía. La violencia del mal era tan grande que en tres días le arrebató la vida. Yo no me separé un momento de su lecho, velando con mi tía, que vino a vivir en la casa. En el día nos acompañaba también otro hermano de mi padre, que entonces era pobre y se ha enriquecido después. ¡Mi pobre padre expiró en mis brazos bendiciéndome! ¡Ya ves que tuve necesidad de una fuerza sobrehumana para resistir a tanto dolor!
»Cuando después de un mes salí a pagar algunas visitas de pésame, supe que Matilde y Adriano debían casarse pronto. El mundo rosado se cambió en sombrío para mí desde entonces. ¿Sufrir lo que he sufrido, sin contar con la muerte de mi padre, no te parece demasiado?
-Es verdad -dijo Martín.
-Por eso te decía que tu mal no es irreparable, puesto que no eres amado; todavía puedes olvidar.
-¡Olvidar cuando el amor principia no es fácil! -exclamó Rivas-; prefiero sufrir.
-Trata de amar a otra entonces.
-No podría. Además, mi pobreza me cierra las puertas de la sociedad, o a lo menos me enajena su consideración.
-Fue lo que me sucedió -dijo Rafael-. Después de un año de pesares renegué de mi virtud y quise hacerme libertino. La desesperación me arrojaba a los abismos del desenfreno, en cuyo fondo me figuraba encontrar el olvido. Emprendí la realización de este nuevo designio con esa amargura, que no carece de aliciente, del que se venga de la desgracia cometiendo alguna mala acción contra sí mismo. Parecíame que el sacrificio de alguna niña pobre no era nada comparado con las torturas que mi abandono me imponía. Desde entonces descuidé mis estudios, que había cursado con ejemplar aplicación, para casarme con Matilde al recibir mi título de abogado. En lugar de asistir a las clases, frecuenté los cafés y maté horas enteras tratando de aficionarme al billar. Allí contraje amistad con algunos jóvenes de esos que gritan a los sirvientes y hacen oír su voz cual si quisieran ocupar a todos de lo que dicen.
»Mi reputación de tunante principiaba a cimentarse, sin que hubiese perdido ni la virtud ni el punzante recuerdo de mis amores perdidos, cuando, paseándome una tarde de procesión del Señor de Mayo por la Plaza de Armas con uno de mis nuevos amigos, llamó mi atención un grupo de tres mujeres, de ese tipo especial que parece mostrarse con preferencia en las procesiones. Una de ellas entrada en años, jóvenes y bellas las otras dos. Había en ellas ese no sé qué con que distingue un buen santiaguino a la gente de medio pelo.
»-Bonitas muchachas -dije al que me acompañaba.
»-¿No las conoces? -me preguntó él-. Son las Molinas, hijas de la vieja que está con ellas.
»-¿Tú las visitas? -le pregunté.
»-Cómo no, en casa de ellas hemos tenido magníficos picholeos -me respondió.
»Adelaida sobre todo llamó mi atención por la gracia particular de su belleza. Sus labios frescos y rosados me prometían de antemano el olvido de mis pesares. Sus ojos de mirar ardiente y decidido, sus negras y acentuadas cejas, el negro pelo que alcanzaba a ver fuera del mantón, su gallarda estatura, me ofrecieron una conquista digna de mis nuevos propósitos. Fiado en mi buena cara y en la osadía que juré desplegar en mi calidad de calavera, híceme presentar en la casa y hablé de amor a Adelaida desde la primera visita.
»-No miré la procesión ni a las bellezas que había en la plaza por verla a usted -dije poco después de hallarme a su lado.
»Este cumplido de mala ley no pareció disgustarla; mi introductor en la casa había dicho que yo era rico y esto me rodeaba de una aureola que en todas partes fascina. En la noche, al acostarme, mis ojos buscaron el retrato de Matilde. Su frente pura y su mirada tranquila me hicieron avergonzarme del género de vida que quería adoptar; pero los celos tuvieron más imperio que aquella recriminación de la conciencia. Seguí visitando en casa de Adelaida y aparenté una alegría loca en las diversiones para perder la memoria. Hay gentes que se niegan a creer que una pasión desgraciada pueda desesperar a un joven en pleno siglo XIX, sin pensar que el corazón de la humanidad no puede envejecerse. Yo he cargado con el sentimiento de mi desdicha en medio del bullicio de la orgía y he oído la voz de Matilde en los juramentos de Adelaida, porque al cabo de un mes ella me amaba. Muchas veces quise retroceder ante la villanía de mi conducta; pero cedí a la fatal aberración que hace divisar la venganza de los engaños de una mujer en el sacrificio de otra.
»Además, la desgracia, Martín, destruye la pureza de los sentimientos nobles del alma; y de todos los desengaños que buscan el olvido en una existencia desordenada, los de amor son los primeros. ¡Ah, en ese pacto solemne de dos corazones que cambian su ser para vivir de la existencia de otro, el que traiciona no sabe que al retirarse priva de su atmósfera vital al que deja abandonado! Yo debí también hacerme esa reflexión antes de perder a Adelaida; pero la desesperación me había cegado. Las pocas personas que conocía me contaban con bárbara prolijidad los detalles de la próxima unión de Matilde con Adriano. Una señora, antigua amiga de mi familia, me ponderaba la felicidad de Matilde, diciéndome que le habían regalado tres mil pesos en alhajas. Después de todo, yo estoy muy lejos de tener la virtud de José, y me creía con derecho a pisotear la moral, ya que el destino había pisoteado con tanta crueldad mi corazón.
»Muy poco tiempo bastó para convencerme de que el único medio de hacer frente a la desgracia es la resignación, porque me vi luego más infeliz que antes. La vida impura de un seductor sin conciencia me hizo avergonzarme ante la mía, y los placeres ilícitos en que me había lanzado, lejos de curarme de mi mal, me dieron la conciencia de mi bajeza, haciéndome considerar indigno del amor de Matilde, al que siempre aspiré después de perdida la esperanza. Hace pocos meses, mis obligaciones con la familia de esa muchacha se hicieron más serias, porque tenía un hijo. Desde entonces empleé todos mis recursos pecuniarios en mejorar la condición material de la familia de doña Bernarda y formé la resolución de cortar las relaciones con Adelaida. Ella recibió esta declaración con una frialdad admirable. Su corazón, al que siempre noté cierta dureza, pareció quedar impasible a lo que yo decía, y cuando concluí de hablar no me dio una sola queja.
»Desde ese día me ha tratado como si jamás una palabra de amor hubiese mediado entre nosotros. ¿Me ama todavía o me odia? No lo sé.
»Ahora me preguntarás por qué te he llevado a esa casa y si no he pensado en que podía sucederte lo mismo que a mí.
-Es cierto -dijo Martín.
-Tengo la experiencia adquirida a costa de muchos remordimientos -repuso San Luis-, y sólo he querido distraerte. Te veo lanzado en una vía funesta y deseo salvarte; por esto te ofrecí una distracción y te refiero al mismo tiempo lo que he hecho. Si hubiese visto en ti el carácter generalmente ligero de los jóvenes, me habría guardado muy bien de llevarte a esa casa.
-Tienes razón y me has juzgado bien -contestó Martín-; para mí, ¡Leonor o nada! Yo no tengo derecho de quejarme, porque ella nada ha hecho para inspirarme amor. Pero hablemos del tuyo. ¿Qué dirías si yo te volviese el amor de Matilde?
Rafael dio un salto sobre su silla.
-¿Tú? -le dijo-. ¿Y cómo?
-No sé; pero puede ser.
San Luis dejó caer la frente sobre los brazos, que apoyó en la mesa.
-Es imposible -murmuró-. Su novio ha muerto, es verdad, pero yo soy siempre pobre.
Levantóse después de decir estas palabras y empleó algunos momentos en preparar una cama sobre un sofá.
-Aquí puedes dormir, Martín -dijo-. Buenas noches.
Y se arrojó sin desnudarse sobre su cama.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora