Capitulo 59

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  Hemos referido las principales peripecias del sangriento combate que tuvo lugar en Santiago el 20 de abril de 1851, tratando de ceñirnos a los partes oficiales de aquella jornada y a la relación que anteriormente citamos.
Tócanos ahora ocuparnos de los personajes que figuran en esta historia.
Leonor y los demás de la casa habían pasado aquellas horas en mortal ansiedad. El ruido del combate repercutía en sus turbados corazones avivando el miedo en casi todos ellos y la más inquieta zozobra en el de Leonor.
Doña Engracia había reunido a todos los habitantes de la casa en una pieza y rezaba con ellos un rosario tras otro. Don Dámaso y Agustín pronunciaban el Ora pro nobis con una devoción ejemplar, mientras que Leonor abandonaba la pieza y subía a los altos de la casa.
Allí, apoyada en el balcón y prestando el oído al bullicio que resonaba en la ciudad, rogaba a Dios por Martín y luchaba por apartar de su imaginación los funestos presentimientos que oprimían su pecho al estampido de cada tiro. No se atrevía a interrogar a las gentes que pasaban por la calle, por temor de que alguno le diese la funesta noticia que sus cuidados presagiaban.
Teniendo fija la vista en dirección al lugar del combate, divisó un grupo de hombres que se adelantaba hacia la casa. Al pasar bajo el balcón, uno de ellos se paró como para tomar aliento.
-Señorita -dijo a Leonor-, nos han vencido, los del Valdivia se pasaron al Gobierno.
Dichas estas palabras, siguió corriendo tras los otros que se hallaban ya distantes.
Leonor sintió discurrir por sus venas un frío repentino al pensar que, estando derrotados, Martín habría muerto o estaría prisionero. Elevóse entonces su alma al cielo con nuevo fervor y, sin saber lo que hacía, comenzó a orar en alta voz, mezclando el nombre de Rivas a las ardientes palabras de su oración improvisada.
En ese momento divisó, no lejos, a un hombre que corría hacia la casa. Un instante después creyó que se encontraba bajo el influjo de alguna alucinación y a poco rato dio un grito de alegría y bajó precipitadamente al patio: había reconocido a Martín.
El patio estaba solo y la puerta de calle asegurada con llave y una gruesa tranca. Torció Leonor la llave y apartó la tranca con la misma facilidad que si ésta no hubiese tenido el peso enorme que cedió a su fuerza. Hecho esto en pocos segundos, abrió la puerta.
Rivas llegaba en ese instante y se encontró frente a frente con Leonor, más bella que nunca en el desorden de su traje y la palidez de su rostro.
El joven, que acababa de arrostrar con serenidad los mil peligros de tres horas de combate, se turbó en presencia de aquella niña pálida, que fijaba en él, con indecible expresión de júbilo, sus grandes ojos llenos de lágrimas.
-Señorita -balbuceó-, yo vengo...
Pero no pudo proseguir, porque Leonor le tomó con ambas manos una de las suyas, diciéndole:
-Entre, entre ligero, que pueden verle.
Y Martín obedeció a la suave presión de aquellas manos y al dulce tono de imperio con que la niña acompañó ese movimiento.
Cerró entonces Leonor la puerta con la misma fuerza y ligereza que había empleado para abrirla y dijo a Martín:
-Sígame.
Atravesaron el patio, y en vez de entrar a las piezas en que se rezaba el rosario, Leonor abrió la del cuarto de Agustín y dio una vuelta por el segundo patio para entrar a su propia habitación, cuya puerta cerró tras Martín.
-Nadie nos ha visto -dijo con la agitación de una persona que acaba de dar una larga carrera.
Martín se quedó de pie, en medio de la pieza, contemplando a Leonor, y pareciéndole que todo aquello era un sueño. Aquella hermosa niña, cuyo nombre acababa de invocar tantas veces en el estruendo de la refriega, estaba ahora a su lado, en la habitación que siempre había considerado como un santuario. Y la altiva belleza de altanera frente, de mirada desdeñosa, se acercaba a él con semblante risueño, aunque turbado, y le miraba con amor.
-Siéntese usted aquí -le dijo, acercándole una silla-. He recibido esta mañana su carta -añadió mirándole con ternura.
Iba a continuar, y dando un grito ahogado, se acercó precipitadamente al joven.
-¡Ah! Usted está herido -le dijo tomándole el brazo, cuya mano estaba manchada de sangre.
-No debe ser nada, porque no siento dolor ninguno -contestó Martín.
-A ver, quítese la levita -replicó en tono de mando.
La manga de la camisa, que presentaba un gran espacio ensangrentado pegándose a la herida, que era muy leve, había estancado la sangre.
-No es más que un rasguño -dijo Martín.
-No importa, aseguremos la curación -repuso la niña.
Y sacando de su cuello un fino pañuelo de batista, que llevaba a guisa de corbata, lo aplicó sobre la herida, después de apartar la manga de la camisa.
-Me ha hecho usted sufrir en esta mañana más que en toda mi vida -le dijo mientras le vendaba la herida con el pañuelo-. ¿Por qué no vino usted anoche, como lo prometió a mi hermano?
-Señorita -contestó Martín, resuelto a repetir la revelación que había hecho en su carta-, no tuve valor para venir. A pesar del tiempo que he pasado lejos de aquí, a pesar de mi interés por la causa por la que acabo de exponer mi vida, siempre mi amor a usted me ha dominado, y conocí que, viniendo anoche, me habría tal vez faltado energía para hoy.
-¡Exponer así su vida! -dijo Leonor en tono de reproche y bajando la vista-. ¿Por qué no me habló usted con la franqueza que emplea en su carta?
-Porque jamás tuve antes fuerzas para hacerlo. Además, ¿no me había condenado usted por las apariencias?
-Es cierto, pero Edelmira misma me ha desengañado, mostrándome las cartas que usted contestaba a las suyas.
-Mi posición también me ha obligado a callar -añadió Rivas con tristeza.
-¡Qué importa su posición si yo le amo! -exclamó Leonor, dirigiendo a los ojos de Martín su profunda mirada.
-Oh, repítame, Leonor, esa palabra -le dijo Martín, con loca alegría, apoderándose de las manos de la niña.
-Sí, le amo y no lo ocultaré a nadie -repuso Leonor-. Esta mañana he recordado todos los días desde que usted llegó, y veo que he sido cruel por orgullo; si usted hubiese muerto hoy -añadió palideciendo-, jamás habría podido perdonármelo ni consolarme. Aun cuando no hubiese recibido su carta, nadie habría podido quitarme de la imaginación que yo tenía parte en la desesperada resolución que usted ha tenido; mal hecho, Martín, de exponerme así a llorar toda la vida.
-¿Podía yo adivinar mi felicidad, después que se me despedía de su casa?
-¡Y por qué se le despedía! Si no le hubiese amado, ¡qué me importaba que usted amase a esa pobre niña!
-Mi esperanza, Leonor, me lo decía, pero ¿cómo averiguarlo?
-Preguntándomelo.
-Usted olvida ahora -dijo sonriéndose el joven- que tiene a veces miradas que helarían la sangre del más atrevido, y que no ha dejado de emplearlas muchas veces conmigo.
-Castígueme usted, es muy justo -contestó ella con una adorable sonrisa de sumisión.
-Pero este momento recompensa con usura lo que mi amor me ha hecho sufrir -replicó Martín con apasionada voz.
Y, sin darse cuenta de lo que hacía, dejó su asiento y se puso de rodillas delante de Leonor, estrechándole con pasión las manos, que ella le abandonaba.
-Hemos sido muy locos, Martín -díjole la niña, perdiendo su mirada en el ardiente reflejo de los ojos con que él la contemplaba extasiado-. ¿No nos habíamos dicho varias veces con los ojos que nos amábamos? Ah, es muy cierto. Usted tiene siempre razón; yo he tenido la culpa. De todos los hombres que me rodeaban, usted, el de más humilde posición, me parecía el más noble y tenía miedo de confesarme a mí misma la preferencia de mi corazón. Pues bien, desde ahora sabré enmendarme, porque su amor me enorgullece.
-No sé si soy el más digno de su amor -dijo Martín-, pero aseguro sí que soy el más amante. ¿Qué poder tenía yo para defenderme de su belleza? Me dejé vencer por ella sin preguntarme lo que podía esperar, y cuando quise combatir, me hallaba ya sin fuerzas contra la pasión que se había apoderado de mi pecho. Desde entonces nada pudo arrancarla ya del corazón, ni el sentimiento de dignidad que la condenaba, ni la falta de esperanza, ni el desdén con que usted a veces recibía mis miradas. Así fue que esta mañana jugaba con placer mi vida, porque me creía despreciado por usted y veía que sólo la muerte podría extinguir mi amor.
La niña oyó aquellas palabras con avidez y dejó que Rivas besase con ardor sus manos. Había pedido tanto al cielo por el hombre que tenía a sus plantas, que creía escuchar su apasionado lenguaje por el milagro de una resurrección.
Martín iba a proseguir cuando se oyeron voces y fuertes golpes dados a la puerta.
-¡Leonor! -gritó don Dámaso desde afuera.
Leonor corrió hacia la puerta; miró por el ojo de la llave y vio a su padre acompañado de Ricardo Castaños y de algunos soldados que se mantenían a distancia.
-Está usted perdido si no huye -dijo corriendo hacia Martín-, hay allí un oficial y algunos soldados.
-¡Leonor! -volvió a gritar don Dámaso, golpeando la puerta.
-Huya por aquí, Martín -dijo la niña, abriendo otra puerta-, usted conoce la casa, puede salir por el escritorio de mi papá y llegar a la calle mientras le buscan en este cuarto.
-Y allí me perseguirán otros -contestó Rivas.
Los golpes redoblaban y se oyó la voz de Ricardo Castaños que amenazaba echar abajo la puerta.
-Si usted me ama, huya, por Dios -exclamó Leonor llena de ansiedad.
-Si consigo salvarme, volveré -dijo Rivas-, y si no fuera por la reputación de usted, preferiría disputarles aquí mi libertad.
Leonor le empujó fuera del cuarto y cayó en un sofá casi sin sentido.
La voz de su padre la sacó de su estupor, y dirigiéndose a la puerta a que éste llamaba, la abrió de par en par.
-Señorita -le dijo Ricardo-, un penoso deber me obliga a pedirle me permita registrar esta pieza.
-Registre usted, caballero -contestó Leonor con altanero ademán-, un vencedor -añadió con ironía- no empeña su gloria prestándose a esto que usted llama un triste deber.
-¡Niña! -le dijo por lo bajo don Dámaso. Luego añadió en voz alta-. Es justo que los defensores del orden persigan a los revoltosos. Vea usted, señor oficial, usted es testigo que yo no he opuesto ninguna resistencia. ¡Bien estábamos que yo me pusiese a ocultar demagogos cuando, con los revolucionarios, la gente que tiene algo es la que pierde!
Mientras que los soldados registraban minuciosamente cada rincón del cuarto, don Dámaso seguía disertando contra todo el partido liberal, y Leonor se sentaba en el sofá temblando por la suerte de Rivas.
Éste, conocedor de la casa, atravesó varias piezas y llegó al patio por la puerta del escritorio de don Dámaso.
En ese momento dejaba Leonor la pieza en la que seguían las pesquisas de la tropa y salía también al patio a ver si Rivas había salido de la casa.
Apenas Martín se halló en el patio se dirigió a la puerta de la calle. Pero ésta, sobre estar cerrada, se hallaba custodiada por dos policías con sable en mano. Llegado al zaguán, Rivas vio que era imposible retroceder ni ocultarse, pues los dos centinelas de la puerta se lanzaron sobre él blandiendo sus tizonas. El joven, sin desconcertarse, apoyó la espalda a una de las paredes del zaguán y, desenvainando su espada, principió a parar los desatinados golpes que los policiales le descargaban. Mientras así le atacaban entre los dos, daban al mismo tiempo voces para llamar a los otros. En aquel momento, y cuando Rivas descargaba sobre uno de ellos un golpe que le hacía recular despavorido, Leonor llegó al patio y divisó al joven, que arremetía al otro policial. En ese momento también, advertidos los de adentro por las voces de los que se veían vencidos por Martín, llegaron en tropel y cercaron al joven, que siguió defendiéndose con heroico valor, mientras que Leonor decía a su padre:
-Sálvale, papá, que van a matarle.
A las voces de los combatientes vinieron a unirse los gritos de las mujeres, que, con doña Engracia a la cabeza, interrumpieron el rosario y llegaron al patio al mismo tiempo que los soldados que habían acudido a las voces de los que atacaban a Martín.
Don Dámaso se acercó temblando al grupo que rodeaba a Rivas.
-La resistencia es inútil, Martín -le dijo-, entréguese usted.
-Si no se rinde, háganle fuego -gritó Ricardo Castaños, que no sólo miraba en aquel joven a un revolucionario, sino al autor de sus desgracias amorosas.
Leonor dio un grito al oír esta orden, y al ver que dos de los soldados cargaban sus armas para cumplirla, corrió al zaguán despavorida.
-No se defienda usted más, van a asesinarle -dijo a Rivas, que continuaba luchando con admirable sangre fría y que obedeció a aquella voz como a una orden.
Apoderáronse de él cuatro soldados y le desarmaron.
-Espero -dijo a Ricardo don Dámaso- que se tratará a este joven con miramiento y generosidad. Yo, como partidario de la administración -añadió con enfática voz-, intercederé por él con el señor Presidente.
Dióse la orden de la marcha y salió Rivas rodeado de la tropa que acababa de prenderle, después de recibir una mirada de Leonor, que, más pálida que un cadáver, parecía querer enviarle su alma en aquel silencioso pero elocuente adiós.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora