Capitulo 27

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  Media hora antes de la convenida se encontraba Agustín en las inmediaciones de la casa de doña Bernarda.
Las visitas se habían retirado, y la criada cerró la puerta de calle, que rechinó al girar sobre sus goznes. No lejos de Agustín, que ocultó su rostro bajo el cuello de un ancho paletó, pasaron dos de los visitantes de doña Bernarda con Ricardo Castaños, el oficial de policía.
El corazón del hijo de don Dámaso palpitó de alegría al ver abrirse el postigo que daba la señal de que era esperado. Considerábase en ese instante como el héroe feliz de alguna novela, y de antemano se regocijaba su orgullo al pensar que una mujer bonita le amaba lo bastante para sacrificarle su honra. Esta reflexión le realzaba considerablemente a sus propios ojos, llenándole de amor y reconocimiento hacia la divina criatura que le entregaba su corazón, fascinada por los irresistibles atractivos de su persona.
En la dulce expectativa de su dicha le sorprendieron las campanas de algunos relojes de iglesias que daban las doce. Era la hora convenida, y Agustín, a pesar de la satisfacción de su orgullo, sintió miedo al empujar suavemente la puerta, que se abrió con el mismo ruido con que se había cerrado. Al oír este ruido, el elegante tuvo tentaciones de arrancar y retrocedió algunos pasos; pero, viendo que nada se movía en el interior de la casa, se adelantó con más seguridad y entró en el patio.
El patio estaba oscuro, lo que le permitió distinguir mejor un rayo de amortiguada luz que se divisaba al través de la puerta de la antesala, que no estaba cerrada herméticamente. Adelaida no le había dicho que le esperaría con luz, y aquella circunstancia no dejó de desconcertar su valor.
Después de unos momentos de perplejidad, que empleó en observar al través de la puerta, el silencio que reinaba en toda la casa le decidió a entrar, lo que hizo con grandes precauciones, a fin de evitar el ruido de esta nueva puerta que tenía que traspasar. Un instinto de precaución le aconsejó dejarla entreabierta para tener expedito el camino de la huida en caso necesario.
La pieza en que Agustín acababa de penetrar estaba sola y alumbrada por una luz que ardía tras de una pantalla verde, en una palmatoria de cobre dorado.
Agustín sintió aumentarse el miedo con que había entrado al encontrarse solo, y le pasó por la mente la idea de una traición. Como entre sus prendas morales no figuraba el valor, tenía necesidad de apelar a la fuerza de su pasión y a su poco enérgica voluntad para no dar cabida a los consejos del miedo, que le impelían a volverse de prisa por el camino que acababa de andar.
La entrada de Adelaida, en circunstancias que su voluntad iba ya a negarle su apoyo, le volvió repentinamente a la calma y la idea de su felicidad.
-Ya temía que usted no llegase -dijo a la niña, tratando de tomarla una mano, que ella retiró.
-Estaba esperando en mi cuarto -contestó Adelaida- que todo estuviese en silencio.
-¡Qué imprudencia la de dejar la luz! -exclamó con tierno acento el enamorado, dirigiéndose hacia la mesa para apagarla.
-No la apague usted -le contestó Adelaida, fingiendo una deliciosa turbación, que llenó de orgullo al joven al ver el temor amoroso que inspiraba.
-¿No tiene usted confianza en mí? -preguntó, renovando su ademán de apoderarse de una mano de Adelaida.
-Sí, pero con la luz estamos mejor -contestó ésta retirando su mano.
-¿Por qué no me deja usted su mano? -preguntó el joven.
-¿Para qué?
-Para hablar a usted de mi amor y sentir entre las mías esa divina mano que...
Un gran ruido cortó la declaración del galán, que vio con espanto abrirse una puerta y aparecer en ella a doña Bernarda y Amador con luces que cada cual traía.
El primer impulso de Agustín fue el de huir por la puerta que había dejado entreabierta, mientras que Adelaida se había arrojado sobre una silla, ocultando su rostro entre las manos.
Amador corrió más ligero que Agustín y se interpuso entre éste y la puerta, amenazándole con un puñal.
El rostro del elegante se puso pálido como el de un cadáver, y la vista del puñal le hizo dar aterrorizado un salto hacia atrás.
-¡No ve, madre! -exclamó Amador-, ¿qué le decía yo? Éstos son los caballeros que vienen a las casas de las gentes pobres, pero honradas, para burlarse de ellas. Pero yo no consiento en eso.
Mientras esto decía, Amador daba vuelta a la llave y, sacándola de la chapa, la ponía en su bolsillo y se adelantaba al medio de la pieza con aire amenazador.
-¿Qué ha venido usted a hacer aquí? -exclamó con voz atronadora dirigiéndose a Agustín.
-Yo... creía que no se habían acostado y... como pasaba por aquí...
-¡Mentira! -le gritó Amador interrumpiéndole.
-¡Ah, francesito -exclamó doña Bernarda-, conque así te metes en las casas a seducir a las niñas!
-Mi señora, yo no he venido con malas intenciones -contestó Agustín.
-Esta picarona tiene la culpa -dijo Amador, aparentando hallarse en el último grado de exasperación-, porque si ella no hubiese consentido, el otro no podría entrar. Ésta me la ha de pagar primero.
Tras estas palabras, se arrojó sobre Adelaida con furibundo ademán, y dirigió sobre ella una puñalada con tanta maestría, que cualquiera hubiese jurado que sólo la agilidad con que Adelaida se levantó de su silla la había librado de una muerte segura.
Doña Bernarda se echó en los brazos de su hijo, dando gritos de espanto e invocando su clemencia en nombre de gran número de santos. Amador parecía no escucharla y preocuparse sólo del maternal abrazo, que al parecer le privaba de todo movimiento.
-Pues si usted no quiere que ésta pague su maldad -exclamó-, déjenme solo con este mocito, que quiere deshonrarnos porque es rico.
Su ademán se dirigía entonces a Agustín, que temblaba en un rincón, en donde detrás de unas sillas se guarecía.
Al oír estas palabras y al ver cómo Amador arrastraba a su madre para desasirse de sus brazos, Agustín creyó llegado su último instante y elevó sus fervientes súplicas al Eterno para que le librase de tan temprana e inesperada muerte.
Un supremo esfuerzo de Amador echó a rodar por la alfombra el cuerpo de su madre, y de un salto llegó al punto en que Agustín se encomendaba al Todopoderoso, parapetándose lo mejor que podía tras de las sillas.
Al ver que Amador levantaba el tremendo puñal, Agustín se arrojó de rodillas, implorando perdón.
-¿Y qué ofrece, pues, para que lo perdonen? -le preguntó el hijo de doña Bernarda, con aire y acento amenazadores.
-Todo lo que ustedes exijan -contestó el aterrado amante-; mi padre es rico y les daré...
-¡Plata!, ¿no es así? -exclamó Amador, haciendo chispear de fingida cólera sus ojos-. ¿Te figuras que te voy a vender mi honor por plata? ¡Así son estos ricos! Si no tienes mejor cosa que ofrecer, te despacho aunque después me afusilen .
-Haré lo que ustedes quieran -dijo con lastimosa voz Agustín, penetrado de espanto a la vista del desorden que se pintaba en el semblante de Amador.
-Lo que yo quiero es que te cases o de no te mato -contestó Amador, con tono de resolución.
-Bueno, me caso mañana mismo -dijo Agustín, que miraba aquella condición como el único medio de salvar la vida.
-¡Mañana! ¿Te quieres reír de nosotros? ¿Para que te mandases cambiar quién sabe dónde? No; ha de ser ahora mismo.
-Pero ahora no puedo, ¿qué diría mi papá?
-Tu papá dirá lo que se le antoje. ¿Para qué tiene hijos que quieren deshonrar a la gente honrada? Vamos, ¿te casas o no?
-Pero ahora es imposible -exclamó desesperado el elegante.
-¡Imposible! ¿No ves, tonta -dijo Amador dirigiéndose a su hermana-, no ves para lo que éste te quiere?, para reírse de ti. ¡Ah, yo conozco a los de tu calaña! -exclamó, mirando a Agustín-. Por última vez: ¿te casas o no?
-Le juro a usted que mañana...
Amador no le dejó concluir la frase, porque, quitando las sillas que de Agustín le separaban, quiso apoderarse del joven.
Mientras quitaba las sillas, había dado tiempo a doña Bernarda de acercarse, y ésta sujetó su brazo, colgándose de él, cuando Amador alzaba el puñal en el aire.
Agustín, que no vio el movimiento de doña Bernarda, se arrojó al suelo prometiendo que consentía en casarse.
-¡Ah, ah!, ¿consientes, no? -le dijo Amador-. Haces bien, porque sin mi madre te había traspasado el corazón. Vamos a ver, ¿dirás al padre que yo traiga que quieres casarte?
-Sí, lo diré.
-Yo veo que lo haces de miedo -exclamó Adelaida-, y no quiero casarme así.
-No, no es de miedo -contestó, avergonzado, el elegante-; yo ofrecía hacerlo mañana, pero su hermano no me cree.
-Ahora mismo -dijo Amador-, yo lo mando.
Dirigióse a todas las puertas del cuarto y las cerró, guardándose las llaves. Luego sacó del bolsillo la que pertenecía a la puerta que comunicaba con el patio, que abrió.
-Ustedes me esperarán aquí -dijo-, yo voy a buscar al cura que vive aquí cerca. Si usted se arranca -añadió dirigiéndose a Agustín-, me voy mañana a su casa y le cuento al papá todas sus gracias, además de ajustar con usted la cuenta después.
-No tenga usted cuidado -contestó Agustín, que aún se sentía humillado con la observación de Adelaida.
Amador salió cerrando con llave la puerta que caía al patio.
Oyóse el ruido de sus pasos sobre el empedrado y luego el de la puerta de calle que se abría y se cerraba.
Inmediatamente después, Agustín pareció salir del espanto que la bien fingida cólera de Amador le había causado y se dirigió a doña Bernarda:
-Señora -le dijo-, yo prometo que me casaré mañana si usted me deja salir; ahora es imposible que lo haga, porque papá no me perdonaría que me casase sin avisarle.
-¡Las cosas del francesito! -exclamó doña Bernarda, haciendo un movimiento de hombros-. ¿Qué no ve que Amador era capaz de matarme si lo dejo arrancarse? ¡Tan mansito que es! Ya lo vio usted endenantes que por nada no le ajusta una puñalada a la niña.
-Pero, señora, por Dios, yo le juro que vuelvo mañana a casarme.
-Si yo pudiera lo dejaría salir -exclamó Adelaida mirándole con desprecio-, y si no me obligasen no me casaría, porque veo que usted me estaba engañando.
Agustín se tiró con desesperación su perfumado cabello. Todo parecía rebelarse en su contra.
-Se engaña usted -exclamó con voz de súplica-, porque la amo de veras; pero no creo que usted considere honroso para usted lo que me obligan a hacer. Yo me casaría sin necesidad de que me amenazasen.
-Consígalo si puede con Amador -le dijo doña Bernarda-. ¿Qué quiere que hagamos nosotras?
Entre súplicas y respuestas transcurrió como un cuarto de hora. Agustín se sentó desesperado y ocultó el rostro entre las manos, apoyando los codos sobre las rodillas. A veces le parecía una horrible pesadilla lo que le acontecía y divisaba la vergüenza a que se vería condenado diariamente delante de su familia y de las aristocráticas familias que frecuentaba.
Un ruido de pasos resonó en el patio y entró luego Amador.
-Aquí está el padre -dijo a Agustín con sombrío tono de amenaza-. ¡Cuidado con decir que no, ni chistar una sola palabra que haga ver lo que hay de cierto, porque a la primera que diga, lo tiendo de una puñalada!
Dichas estas palabras, volvió a la puerta que caía al patio.
- Dentre, mi padre -dijo-, aquí están todos.
Un sacerdote entró en la pieza con aire grave. Un pañuelo de algodón doblado como corbata y atado por las puntas sobre la cabeza, que además estaba cubierta por el capuchón del hábito, le ocultaba parte del rostro y parecía puesto para librar del aire a una abultada hinchazón que se alzaba sobre el carrillo izquierdo.
Un par de anchas antiparras verdes ocultaba sus ojos y cambiaba el aspecto verdadero de su fisonomía con ayuda del pañuelo amarrado sobre la cara.
-Vaya, párense pues -dijo Amador.
Doña Bernarda, Adelaida y Agustín se pusieron de pie.
El padre hizo que Adelaida y Agustín se tomasen de las manos. Doña Bernarda y Amador se colocaron a los lados. Después, acercando la vela que tomó en una mano al libro que había abierto y tomado con la otra, comenzó, con la voz gutural y monótona del caso, la lectura de la fórmula matrimonial.
Terminadas las bendiciones, Agustín se dejó caer sobre una silla más pálido que un cadáver.
El padre se retiró acompañado de Amador, después de firmar una partida del acto que acababa de verificarse.
Amador regresó luego a la pieza en que permanecían silenciosos la madre y los recién casados.
-Vaya, don Agustín -dijo con cierta sorna-, ya está usted libre.
-Jamás me atreveré a confesar un casamiento celebrado de este modo -contestó Agustín con voz sombría.
-Por poco se aflige el francesito -dijo doña Bernarda-. ¿Qué no quiere a la Adelaida pues?
-Por lo mismo que la amo habría querido casarme con ella con el consentimiento de mi familia -repitió Agustín, que, viéndose casado, quería por lo menos destruir en el ánimo de Adelaida la mala impresión que su resistencia hubiese podido dejarla.
-¡Vaya! Lo mismo tiene atrás que por espaldas -exclamó Amador-; en lugar de pedir antes de casarse el consentimiento al papá, se lo pide después.
-No es lo mismo -contestó el novio-, y pasará mucho tiempo antes que pueda decir a papá que estoy casado.
Estas palabras oprimieron la voz de Agustín con la idea, que le desesperaba, de hallarse emparentado con aquella que algunas horas antes consideraba sólo digna de servir a sus caprichos.
-Pues hijito -le dijo doña Bernarda-, no piense que le entrego la mujer hasta que avise a su familia que está casado. Allá en la casa de su papá es donde usted la recibirá.
Esta nueva declaración no hizo tanto efecto en el ánimo de Agustín, porque lo tenía ya embargado con la realidad abrumadora de su triste aventura.
-Y si él no da parte, madre -dijo Amador-, yo tengo boca; pues, ¿qué estás pensando? Y no me morderé la lengua para contar que mi hermana está casada.
La amenaza de Amador pareció impresionar más fuertemente al contristado joven que la de doña Bernarda.
-Es preciso que a lo menos me den tiempo para preparar el ánimo de papá -exclamó exasperado-.¡Cómo quieren que lo haga de repente!
-Se le darán algunos días -contestó Amador.
-Y en estos días, ¿usted promete callarse?
-Lo prometo.
-Vaya pues, ya es tarde -dijo doña Bernarda-, y será bueno que se vaya para su casita.
Agustín se dirigió entonces a Adelaida, que fingía perfectamente un pesar desgarrador.
-Veo -le dijo- que usted sufre tanto como yo de la violencia que han cometido sus parientes.
Adelaida, por toda contestación, bajó los ojos suspirando.
-Yo habría querido darle mi mano de otro modo -continuó el elegante.
-Y yo siento mucho que...
Aquí los sollozos cortaron la voz de Adelaida, dejando con esta reticencia más agradable impresión en el espíritu del joven que si hubiese dicho algo, porque pensó que Adelaida era como él víctima de la trama.
-No te aflijas, tonta -dijo doña Bernarda a su hija.
-Esa aflicción -repuso Agustín- me prueba que ella no participa de lo que ustedes han hecho.
Para sellar la tardía entereza con que pronunció aquellas palabras, Agustín salió encasquetándose hasta las cejas el sombrero.
-No se le olvide lo convenido -le dijo Amador, asomándose a la puerta de la antesala cuando Agustín llegaba a la de la calle.
Dio un fuerte golpe a esta puerta, como toda persona débil que descarga su cólera contra los objetos inanimados, y se dirigió a su casa con el pecho despedazado por la vergüenza y por la rabia.
Amador, entretanto, había cerrado la puerta y echádose a reír:
-¡Vaya con el susto que le metí! -exclamó-. ¡Hasta se le olvidaron todas las palabras francesas con que anda siempre!
Después de algunos comentarios sobre la conducta que debían observar en adelante, separáronse los dos hijos de la madre, dirigiéndose cada cual a su aposento.
Adelaida encontró a su hermana en pie:
-¡Cómo has consentido en pasar por esa farsa! -le dijo Edelmira, que, al parecer, había observado sin ser vista la escena del supuesto matrimonio.
-Me admira tu pregunta -respondió Adelaida-, ¿no ves que Agustín se habría burlado de mí si hubiese podido? Todos estos jóvenes ricos se figuran que las de nuestra clase han nacido para sus placeres. ¡Ah, si yo hubiese sabido esto antes, tendría mejor corazón, pero ahora los aborrezco a todos igualmente!
Edelmira renunció a combatir los sentimientos que la desgracia había hecho nacer en el corazón de su hermana.
-Éste -añadió Adelaida- habría jugado con mi corazón como el otro si yo lo hubiese querido; no está de más darle una buena lección.
Como Edelmira no contestó tampoco a estas palabras, Adelaida se calló, siguiendo en su imaginación las reflexiones que, como la que precede, manifestaban la preocupación constante de su espíritu. Adelaida, así como tantas otras víctimas de la seducción que en su primer amor reciben un terrible desengaño, había perdido los delicados sentimientos que germinan en el corazón de la mujer, entre los dolores del desencanto y el violento deseo de venganza que el abandono de Rafael había despertado en su pecho. Su alma, que en la dicha habría encontrado espacio para explayar los nobles instintos, arrojada en su primera y más pura expansión a la desgracia, parecía sólo capaz de odio y de sombrías pasiones. Ignorando su historia, todos atribuían a orgullo la indiferencia con que Adelaida consideraba las cosas de la vida. Esta historia de un corazón destrozado al nacer a la vida del sentimiento es bastante común en todas las sociedades y en la nuestra, particularmente en la esfera a que Adelaida pertenecía, para que no encuentre un lugar preparado en este estudio social.
Adelaida había hecho de su rencor el pensamiento de todos sus instantes, de modo que en su criterio no existía ya diferencia entre las personas que se presentasen para saciarlo, con tal que perteneciesen a la aristocracia de nuestra sociedad. Por esto no había tenido un solo momento de compasión por las aflicciones de Agustín, el que, después de entrar en su cuarto, se arrojó sobre la cama dando rienda suelta a su desesperación.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora