Capitulo 33

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  A las 9 de la mañana siguiente, Agustín y Martín se hallaban reunidos, después de haber salido una hora antes en busca de los certificados que el día anterior habían pedido en las parroquias más inmediatas a la casa de doña Bernarda.
Con aquellos certificados, Agustín había vuelto a la alegría natural de su carácter, y prodigaba a Rivas mil protestas de amistad y reconocimiento eternos.
- Soy a usted por la vida entera -le decía, leyendo aquellos certificados-; con estos papeles voy a fudroayar a Amador. ¡Veremos ahora quién de los dos hace elfiero !
-Yo insisto -dijo Martín- en que es preciso imponer a su padre de lo que sucede.
-¿Usted cree? No veo la necesidad absoluta.
-Por lo que usted me cuenta -repuso Martín-, Amador es capaz de ir a verse con don Dámaso al oír la negativa de usted sobre el dinero.
-Es cierto.
-Y en ese caso será muy difícil explicar el asunto cuando don Dámaso esté bajo la impresión que le producirá una noticia como la que Amador le daría.
-Tiene usted razón; pero es el caso que yo no me atrevo a ir a hablar con mi padre.
-Iré yo y le instruiré de todo lo ocurrido.
Agustín manifestó a Rivas su agradecimiento por aquel nuevo servicio, empleando su lenguaje peculiar de frases francesas españolizadas.
Martín se dirigió al escritorio de don Dámaso, pues sabía que a esa hora esperaba el almuerzo escribiendo. Entabló la conversación sin rodeos y refirió la desgraciada aventura de Agustín, atenuando en cuanto le fue posible su conducta. Don Dámaso le oyó con la inquietud de un padre que ve comprometida la honra de su hijo y la propia. El honor de las Molina le importaba un bledo, y se pasmaba de la insolencia de esas gentes , que por conservar su reputación querían casar al hijo de un caballero. Al fin contó Rivas su entrevista con Agustín el día anterior, los pasos que habían dado y las sospechas que le asistían sobre la nulidad del matrimonio. Esto último permitió a don Dámaso respirar con libertad.
-Con estos certificados de los curas -dijo recorriendo los papeles que Rivas le presentaba- creo que no quedará duda sobre el asunto.
-El hermano de la niña -dijo Martín- debe presentarse hoy nuevamente en busca del dinero.
-¿Cómo le parece a usted que le recibamos?
-Yo creo que será mejor dar un golpe decisivo antes que él se presente -contestó Rivas.
-¿Cómo?
-Presentándose usted hoy mismo en la casa y declarando a la madre que el matrimonio es nulo. Por el conocimiento que tengo de Amador, se me figura que hay algún misterio en esto; es hombre capaz de todo.
Don Dámaso, acostumbrado a seguir en sus negocios las inspiraciones de Martín, halló acertado aquel consejo.
-¿A qué hora le parece a usted que debo ir?
-Antes que venga Amador, después del almuerzo; Amador debe venir a las doce.
Convinieron entonces en el giro que don Dámaso debía dar a la entrevista.
-¿No me acompaña usted? -dijo don Dámaso a Martín.
-Señor -contestó el joven-, yo debo a esa pobre familia algunas atenciones y me dispensará usted de acompañarle. Fuera de Amador, las demás personas que la componen son buenas gentes; Adelaida es una niña desgraciada.
-Si esto se arregla como lo espero -dijo don Dámaso-, será un nuevo servicio que le deberemos a usted.
-Le suplicaré que usted no toque este asunto con Agustín, que ha sufrido bastante en estos días y se encuentra bien arrepentido.
-Bueno, lo haré así por usted.
Un criado anunció que el almuerzo estaba en la mesa. Don Dámaso se dirigió al comedor hablando sobre otros negocios con Martín.
Durante el almuerzo buscó en vano éste los ojos de Leonor. La niña se había impuesto tanta más reserva y frialdad para con Rivas cuanto mayor era el interés que sentía por él. Las reflexiones de la noche precedente habían sido fecundas en deducciones ventajosas para Martín; pero Leonor, al cabo de ellas, se había hecho por primera vez una pregunta franca: «¿Estaré enamorada?».
Esta pregunta había surgido como un relámpago cuando, tras largas reflexiones, el sueño había principiado a cerrar sus lindos párpados, guarnecidos de hermosas pestañas. Leonor abrió tamaños ojos al oírla con el corazón. El sueño huía espantado y en balde le buscó ella enterrando su perfumada cabeza en la almohada de plumas en que la apoyaba. Mil ideas incoherentes se dibujaron entonces en su espíritu. Semejantes a la salida del sol, cuyos rayos bañan de vívida luz algunos puntos, dejando la sombra relegada en otros, esa idea de amor, luminosa, radiante, acompañada de su cortejo de reflexiones súbitas, iluminó partes de su alma, si así puede decirse, con hermosos resplandores y dejó la oscuridad y confusión en otras. Amar le parecía un sueño encantado y venturoso; pero su orgullo debía también elevar su voz en aquel supremo instante. Amar a un joven pobre y desconocido, a un joven que hasta entonces no había llamado la atención de ninguna mujer, le parecía una desgracia; más tal vez porque sus mejillas se encendieron ante el pensamiento de lo que diría la sociedad al unir, en sus comentarios caseros, el nombre de Martín Rivas al suyo. La imaginación de aquella niña fue durante aquel insomnio un espejo donde vinieron a reflejarse todas las suposiciones de un corazón en lucha con un poderoso sentimiento. La altiva desdeñadora de tantos elegantes se vio enamorada de un joven modesto que vivía alojado en su casa y gozaba, por única fortuna, de una pensión de veinte pesos, mientras que sus amigas, a quienes había considerado siempre como consideraría una reina hermosa a las damas de su corte, se casarían con jóvenes de riqueza y de nombre, a los que darían orgullosas el brazo en el paseo.
«No pensemos más en esta locura», fue lo que Leonor se dijo, dándose vuelta en el lecho para no oír sobre su almohada los violentos latidos del corazón.
Y volvió a buscar el sueño, pero a buscarlo en vano.
A la mañana siguiente tomó Leonor la fatiga del insomnio por la victoria de su voluntad. La claridad del día, que disipa las proporciones fantásticas que durante la noche cobran generalmente las ideas, introdujo en su espíritu un entorpecimiento que ella creyó ser su habitual y fría indiferencia. Pero, al ver entrar a Martín con su padre, el espíritu se despejó de nuevo, y de nuevo volvió también la lucha entre la voluntad orgullosa y el corazón, con el entero vigor de la ilusión y de la juventud.
Pero Martín ignoraba todo esto y no vio en la indiferencia de Leonor más que la tiranía de su mala estrella y el constante presagio de interminable desventura.
Así pues, el almuerzo fue silencioso. Doña Engracia sólo hablaba de cuando en cuando con la regalona Diamela, y Agustín dirigió la vista sobre su padre para leer en su semblante la impresión que le había producido la revelación de su secreto. Don Dámaso estaba tan preocupado con la entrevista aconsejada por Rivas, que fue a los ojos de su hijo impenetrable, y se retiró al fin del almuerzo, sin que Agustín hubiese podido adivinar si estaba o no perdonado.
Llamó don Dámaso a Martín y salieron juntos con dirección a casa de doña Bernarda.
-Aquélla es la casa -dijo Rivas señalándola.
Don Dámaso se separó de Martín y entró en la casa que éste le había señalado.
Doña Bernarda se encontraba cosiendo con sus hijas en la antesala.
-¿La señora doña Bernarda Cordero? -preguntó don Dámaso.
-Yo, señor -contestó doña Bernarda.
Don Dámaso entró en la pieza. Por su aspecto conoció al instante doña Bernarda que era un caballero y se levantó ofreciéndole una silla.
-Señora -dijo don Dámaso-, ¿cuál de estas dos señoritas es la que se llama Adelaida?
-Ésta, señor -respondió la madre, señalando a la mayor de sus hijas.
Adelaida tuvo un vago presentimiento de que aquel caballero venía allí por algún asunto concerniente a su matrimonio con Agustín. La pregunta que acababa de oír daba sobrado fundamento para tal sospecha.
-Desearía hablar con usted a solas algunas palabras -dijo don Dámaso a la madre, después de haber mirado atentamente a Adelaida y a Edelmira.
Doña Bernarda mandó salir a sus hijas.
-He venido aquí, señora -prosiguió don Dámaso-, porque deseo arreglar con usted un asunto desagradable.
-¿De qué cosa, señor? -preguntó doña Bernarda.
-Aquí se ha cometido un abuso que puede ser para usted y para su familia de graves consecuencias -respondió don Dámaso con tono solemne.
-¿Y quién es usted? -preguntó ella con admiración por lo que oía.
-Soy el padre de Agustín Encina, señora.
-¡Ah! -exclamó palideciendo doña Bernarda.
-Yo quiero suponer que usted haya obrado de buena fe al creer que casaba a Agustín con su hija.
-¡Conque se lo han contado ya! Qué quiere, pues, señor. Su hijo andaba en malas y hubo que casarlos.
-Pero lo que usted tal vez no sabe es que ese casamiento es nulo.
-¡Cómo nulo!
-Es decir, que Agustín y su hija no están casados.
-¡Qué está hablando! Casados y muy casados.
-Pues yo tengo las pruebas de lo contrario.
-No hay pruebas que se tengan; aguárdese un poquito.
Al decir estas palabras, doña Bernarda se acercó a la puerta del patio.
-Amador, Amador -dijo llamando.
Amador se encontraba en ese momento vistiéndose para ir a casa de Agustín. Acudió al llamado de su madre, y palideció al ver a don Dámaso, a quien conocía de vista.
-Mira, hijo -exclamó la madre-, mira lo que me viene a decir este caballero.
-¿Qué cosa? -preguntó Amador con voz apagada.
-Dice que no es cierto que su hijo está casado con Adelaida.
Amador trató de sonreírse con desprecio, pero la sonrisa se heló en sus labios. Se hallaba tan distante de figurarse que iba a oír semejante aserción, que se sintió ante ella desconcertado y vacilante. Pero imaginó que no había salvación posible sino en la más obstinada negativa y volvió a esforzarse para sonreír.
-No sabrá, pues, este caballero lo que ha sucedido -respondió con aire burlón.
-Sé muy bien que se ha cometido una violencia -exclamó don Dámaso-, y tengo documentos para probar que el matrimonio a que se arrastró a mi hijo es completamente nulo.
-A ver, pues, ¿cuáles son las pruebas? -preguntó Amador.
-Aquí están -dijo don Dámaso, mostrando los papeles que Martín le había entregado-, y me serviré de ellas en caso necesario.
Amador veía que el asunto iba tomando un sesgo peligroso, pero no se atrevía a proponer una transacción en presencia de su madre.
-Bueno, si usted tiene pruebas, nosotros también -contestó-; veremos quién gana.
Don Dámaso reflexionó que era mejor conducir amigablemente el negocio, y prosiguió:
-Las pruebas que yo tengo son incontestables, el casamiento es nulo a todas luces; pero como éste es un asunto que puede perjudicar a mi reputación y a la de mi familia, he venido a entenderme con esta señora para que nos arreglemos sin hacer ruido ni dar escándalo.
-Qué escándalo, pues, si están casados -dijo doña Bernarda, consultando el semblante de su hijo.
Amador evitó la mirada, porque se sentía colocado en muy mal terreno.
-Convengo -dijo don Dámaso- en que mi hijo hizo mal al venir a una cita, pero esa cita era un lazo que se le tendía.
-Sí, pues, ¿no quería que lo dejasen no más? -exclamó doña Bernarda-. ¿Y porque es rico se figura que los pobres no tienen honor? Al todo también, ¡por qué no lo dejaron que fuese el amante de la niña! ¡Ave María, Señor!
-Cálmese usted, señora -le dijo don Dámaso-, es preciso que usted mire este asunto tal como es.
-Como es lo miro, ¿y diei? Están casados y no hay más que decir.
-Yo puedo llevar este asunto a los tribunales y probaré allí la nulidad del casamiento; pero en ese caso no me contentaré con eso, porque pediré un castigo para los que han tendido un lazo a un joven inexperto.
-¡Sí, qué inexperto, y se vino a meter a la casa a las doce de la noche! -exclamó doña Bernarda-. Qué haces tú, pues -añadió mirando a su hijo-, ya se te pegó la lengua.
-Vea, señor, mi madre tiene razón -dijo Amador-. Usted no puede probar que el casamiento es nulo, porque nosotros tenemos pruebas de lo contrario.
-¿Cuáles son esas pruebas?
-Yo sabré, y cuando llegue el caso...
-¿Existe la partida de casamiento anotada en alguna parroquia?
Amador se quedó callado, y doña Bernarda le preguntó:
-¿No me dijiste que se la habían entregado al cura?
-Deje no más, madre -contestó él, no hallando cómo salir del paso-; cuando llegue el caso, sobrarán pruebas.
-¿No ve, caballero? Hay pruebas y están casados, y no hay más que conformarse -exclamó doña Bernarda.
-Lo que mi madre dice es la verdad -repuso Amador-; si usted no quiere que esto se sepa, lo podemos callar hasta que a usted le parezca.
-No lo callaré por mi parte y me presentaré hoy mismo entablando acción criminal contra ustedes.
-Entable cuanto le dé la gana; hei veremos -contestó doña Bernarda, consultando otra vez la mirada de su hijo.
-Por supuesto -dijo Amador para contentar a su madre.
Don Dámaso se levantó con impaciencia.
-Hacen mal ustedes en obstinarse -replicó-, porque lo perderán todo. Yo me encuentro dispuesto a dar lo que sea justo en calidad de indemnización por la calaverada de mi hijo, si ustedes consienten en callarse sobre este asunto; pero si me obligan a esclarecerlo ante los tribunales, seré inflexible y el castigo recaerá sobre los culpables.
-Como le parezca -dijo doña Bernarda-, nadie me quitará que yo los he visto casarse. ¿No es cierto, Amador?
-Cierto, madre, así fue.
-Ustedes reflexionarán en esto -dijo don Dámaso-, y si mañana no he tenido una contestación favorable, me presentaré al juez.
Salió sin saludar y atravesó el patio entregado a una mortal inquietud. La confianza con que doña Bernarda aseveraba el hecho y el testimonio de Amador, cuyas vacilaciones no podía apreciar don Dámaso, le arrojaban en una desesperante perplejidad. A pesar de los certificados que tenía en su poder, parecíale que doña Bernarda y Amador se hallaban en posesión de alguna prueba irrecusable que podía hacerle perder tan importante causa. Bajo el peso de tales temores, llegó a su casa con el rostro encendido y vacilante el ánimo en medio de tan terrible duda. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora