Capitulo 65

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Carta de Martín Rivas a su hermana

«Santiago, octubre 15 de 1851.
Cinco meses de ausencia, mi querida Mercedes, parece que en vez de entibiar han aumentado el amor profundo que alimenta mi pecho. He vuelto a ver a Leonor, más bella, más amante que nunca. La orgullosa niña que saludó con tan soberano desprecio al pobre mozo que llegaba de una provincia a solicitar el favor de su familia, tiene ahora para tu hermano tesoros de amor que le deslumbran y hacen caer de rodillas ante su mirada angelical. Son los mismos ojos cuya mirada bastaba para hacerme palidecer los que me prestan ahora sus divinos fulgores para lanzar mi alma palpitante en las indefinibles regiones de la pasión más pura y más ardiente a un mismo tiempo; es la misma frente majestuosa que se inclina ahora ante mis ojos con la poética sumisión de amorosa solicitud; los mismos rosados labios, desdeñosos antes, que ahora me sonríen y articulan los castos juramentos que afianzarán nuestra unión; es, en fin, querida mía, la bella, la imponente Leonor de antes, transfigurada por la misteriosa influencia del amor.
»Desde Lima te referí con prolija minuciosidad la vida que llevé en Santiago desde el día de mi llegada. En esas cartas predominaba el egoísmo del que quiere, trazando sus recuerdos, evocar a todas horas el pasado, para olvidar la tristeza del presente. Gracias, pues, a ese egoísmo, conoces a todos los personajes que han intervenido en mis acciones y quiero completar mi obra diciéndote el estado en que los encuentro a mi vuelta.
»Agustín, siempre elegante y amigo de las frases a la francesa, se ha casado hace pocos días con Matilde, su prima; hablándome de su felicidad, me dijo estas textuales palabras: 'Somos felices como dos ángeles, nos amamos a la locura '.
»Fui al día siguiente de mi llegada a ésta, día domingo, a la Alameda; yo daba el brazo a Leonor, lo cual bastará para que fácilmente te figures el orgullo de que me sentía dominado. A poco andar divisamos una pareja que caminaba en dirección opuesta a la que llevábamos; pronto reconocí a Ricardo Castaños, que con aire triunfal daba el brazo a Edelmira. Nos acercamos a ellos y hablamos largo rato. Después de la conversación, me pregunté si era feliz esa pobre niña, nacida en una esfera social inferior a los sentimientos que abrigaba antes en su pecho, y no he acertado a darme una respuesta satisfactoria, pues la tranquilidad y aun alegría que noté en sus palabras las desmentía la melancólica expresión de sus ojos. Acaso, me digo ahora, Edelmira ha consagrado su vida a la felicidad del hombre a quien su noble corazón la ha unido; y para quien, como yo, conoce la nobleza de su alma, ésta es la contestación que tiene más probabilidades de verdadera.
»Para informarte de una vez de todo lo relativo a esta familia, te diré que he sabido por Agustín que la hermana de Edelmira, Adelaida, se ha casado con un alemán, dependiente de una carrocería; que Amador anda ahora oculto y perseguido por sus acreedores, que han resuelto alojarlo en la cárcel, y que doña Bernarda vive al lado de Edelmira y cultiva con más ardor que nunca su pasión a los naipes y a la mistela.
»Una de mis primeras visitas ha sido consagrada a la tía de Rafael. La pobre señora me refirió, con los ojos llenos de lágrimas, los pasos que su hermano don Pedro dio para encontrar el cadáver de mi desventurado amigo. Salí de esa casa con el corazón despedazado, después de visitar las habitaciones de Rafael, que su tía conserva tales como las dejamos en la noche del 19 de abril. Ésta es la única nube que empaña mi felicidad. La vigorosa hidalguía de Rafael, su noble y varonil corazón, vivirán eternamente en mi memoria; no puedo pensar, sin profundo sentimiento, en la pérdida de tan rica organización moral. La desgracia, que había dado a sus ojos la melancólica expresión que dominaba en su fisonomía, no tuvo fuerzas para abatir los nobles instintos de su alma. ¡Y almas como ésas no deben llevarse tan pronto al cielo las elevadas dotes que pueden fructificar en la tierra! En el corazón de ese amante desesperado, la voz de la libertad había hecho nacer otro mundo de amor, en el que pasaban, como lejanas sombras, las melancolías del primero. Mi cariño a la memoria de Rafael lo comprenderás en toda su extensión, querida hermana, cuando te diga que con Leonor hablo tanto de él como de nuestros proyectos de felicidad.
»Conociendo, por la pintura que tantas veces te he hecho, el carácter de Leonor, te explicarás cómo haya podido ella conseguir que sus padres y toda su familia aceptasen nuestra unión con inequívocas muestras de alegría. Así lo deseaba ella y así ha sido. Don Dámaso, después de obtener mi indulto con poderosos empeños, ha tenido que reconocer delante de su hija que él, al casarse, no estaba en muy superior condición a la mía.
»Doña Engracia se ha mostrado, como siempre, dócil a la voluntad de su hija; Agustín me trata como a un hermano, y todos los miembros de la familia siguen su ejemplo. Después de esto, ¿qué me queda que agregar? Pintarte mi felicidad sería imposible. Leonor parece haber guardado para mí solo un tesoro de dulzura y de sumisión de que nadie la creía capaz. Ella dice que quiere borrar de mi memoria la altanería con que me trató al principio. Hablándome del sacrificio de Edelmira, me dijo anoche: 'Yo sólo puedo admirarla, pero conozco que no habría tenido su generosidad. Usted que me ha hecho conocer el amor, me ha dado también a conocer el egoísmo'.
»En fin, mi querida Mercedes, si me dejase llevar del deseo, te describiría una a una las escenas en que oigo palabras llenas de una ternura indecible, de esas que sólo ustedes, las mujeres, saben decir cuando aman. Pero así, esta carta no terminaría nunca y el correo se marcha hoy.
»Transmite a mi madre el cariñoso abrazo que te envía tu amante hermano
»Martín».


Quince días después de enviar esta carta, escribió otra Rivas a su hermana, participándole su enlace con Leonor. Esa carta era menos expansiva que la anterior.
«Hubiera querido -le decía al terminar- ir yo en persona a traerlas a ustedes; pero es un punto sobre el cual Leonor ha hecho valer su antigua altivez. 'Irás', me ha dicho, 'pero conmigo'. No tarden, pues, en venirse; sólo ustedes me faltan para completar mi felicidad».
Don Dámaso Encina encomendó a Martín la dirección de sus asuntos, para entregarse, con más libertad de espíritu, a las fluctuaciones políticas que esperaba le diesen algún día el sillón de Senador. Pertenecía a la numerosa familia que una ingeniosa expresión califica con el nombre de tejedoreshonrados, en los cuales la falta de convicciones se condecora con el título acatado de moderación.   

FIN

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⏰ Última actualización: Apr 29, 2017 ⏰

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Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora