Capitulo 61

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  Martín fue conducido al cuartel de policía y encerrado en una estrecha prisión, a cuya puerta se colocó un centinela.
Cuatro paredes mal blanqueadas, un techo entablado con gruesas tablas de álamo, una ventana sin bastidores y cerrada por una tosca reja de hierro, he aquí todo lo que se ofreció a la vista de Rivas en la pieza que iba a servirle de prisión. No había allí ni un solo mueble.
El joven se sentó sobre los ladrillos, apoyó la espalda a la pared y cruzó los brazos sobre el pecho. En esta actitud, bajó la frente, cual si el peso de las ideas que a su cerebro se agolpaban le impidiese mantenerla erguida como al entrar en el calabozo.
Los acontecimientos más recientes de aquel agitado día ocuparon primero su atención. La belleza de Leonor, su apasionado lenguaje, su interés cariñoso, la profunda tristeza de la última mirada, brillaron a un tiempo en la memoria de Rivas, hicieron latir su corazón y poblaron la desnuda prisión con las rosadas y lucientes imágenes que, como de un foco luminoso, irradian del alma enamorada.
Al ver la apasionada expresión del rostro de Martín, cuyos ojos vagaban en el espacio, hubiérase dicho que aquel joven, encerrado en un miserable cuarto, soñaba con la conquista de un imperio.
Mas pronto la imaginación inquieta pidió a la memoria otros recuerdos y huyó aquella alegría de las facciones del prisionero; llenóse de suspiros su pecho y, como ahogado por el pesar, se puso de pie y se acercó a la ventana. Sus labios dejaron escaparse con profundo pesar estas palabras:
-¡Pobre Rafael!
Y las lágrimas se agolparon a sus ojos, y los suspiros que llenaban su pecho se convirtieron en doloridos sollozos.
-¡Tan noble y tan valiente! ¡Pobre Rafael! -repitió con amargo pesar.
Lloró así largo rato, hasta que las lágrimas se agotaron dejando sus ojos escaldados; y entonces vino la reflexión del hombre, la resignación estoica del valiente, la serena conformidad del que ha consagrado su vida a una causa que cree justa.
«Tal vez ha sido más feliz que yo -se decía-, más vale morir combatiendo que fusilado».
Ni un solo músculo de su semblante se contrajo ante aquella idea, ni cambiaron de color sus mejillas. Su enérgico corazón miró de frente el peligro, burlando la máxima, generalmente verdadera, de que ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente. Rivas poseía ese valor tranquilo que no necesita de testigos ni de admiradores y que encuentra su fuerza tal vez en algún privilegio peculiar de la organización nerviosa del individuo.
Pero a la caída de la tarde y cuando su espíritu había recorrido no sólo las escenas del día, sino las de su vida entera; cuando un rayo de sol, después de atravesar diagonalmente la pieza, llegó a convertirse en un punto que también se borró, Martín sintió frío en el cuerpo y un amargo sentimiento en el alma; había llegado fatalmente al campo de las hipótesis a que llega todo el que se ve bajo el peso de alguna desgracia, y se decía: «Si yo hubiese sido menos orgulloso, habría sabido antes que Leonor me amaba y no estaría ahora aquí, sino a su lado».
Como se ve, en pocas horas la imaginación de Rivas había recorrido todas las fases que podía presentarle la situación en que se encontraba. Mas, ya lo dijimos, era valiente, y sin esfuerzo volvió a sentarse con tranquilidad en el lugar que había elegido primero, y cansado de pensar, buscó el olvido en el sueño.
Pocos momentos después, y cuando Rivas, cediendo al cansancio que le agobiaba, había principiado a quedarse dormido, el ruido de la puerta que se abrió con estrépito le sacó de su sopor.
Un soldado entró trayéndole, en una gran bandeja, algunas fuentes de comida. Tras él entró otro con una cama que el primero hizo colocar en un rincón del cuarto, dejando él mismo la bandeja sobre la ventana.
Después de esto, se acercó a Martín con aire de misterio.
-Lea ese papelito y conteste luego -le dijo dejando caer un papel doblado en varios dobleces.
Y se alejó, poniéndose a arreglar la cama, mientras que Martín, lleno de asombro, leía lo siguiente:
«Mi papá ha conseguido que podamos enviarle diariamente la comida. Le remito una cama y en la almohada van papel y lápiz para que pueda contestarme. He logrado que Agustín, venciendo sus temores, se gane al soldado que le lleva la comida. Ánimo, pues, yo velo por usted. Espero que surta buen efecto un empeño que he interpuesto para poder llegar hasta usted. Esta esperanza me da valor; pero aun cuando usted no me vea, no crea por eso que deja de pertenecerle entero el corazón de
»Leonor Encina».
Martín contestó, palpitante de alegría, lo que sigue:
«Si un corazón amante puede pagar los sacrificios que usted hace por mí, usted sabe que el mío le pertenece. Esta mañana, los peligros, la muerte en mi rededor; después, su dulce voz, Leonor, abriéndome las puertas del paraíso; más tarde la prisión, la soledad, y luego, de nuevo esa voz poblando de mágicos cuadros las tristes paredes de un calabozo. ¡Ah, Leonor, todo esto me abisma y turba mi razón! En medio de este caos, lo único que brilla para mí, sereno y sin nubes, es un punto resplandeciente: ¡usted me ama!
»Ya tal vez ha llegado a noticias de usted la muerte de Rafael. Murió como valiente, y era un noble corazón que el viento de la desgracia había marchitado. Mi felicidad inmensa, el amor de usted, no bastan en este momento para secar las lágrimas con que lloro; perdóneme, Leonor, esta confesión. Si el más feliz de los amantes no puede hacer olvidar al amigo, juzgue usted por ese efecto el lugar que su amor debe ocupar en mi corazón».
-Vamos, vamos -le dijo acercándose el soldado-, ya no puedo esperar más.
Martín agregó a la ligera las señales del lugar en que había quedado el cadáver de su amigo, rogando a Leonor que transmitiese esta noticia a la familia de San Luis, y entregó su carta al soldado, dándole el poco dinero que tenía. Probó después, apenas, la comida y vio con cierto desprecio cerrarse de nuevo la puerta de su calabozo. ¡Con la carta que estrechaba sobre el corazón, despreciaba la rabia de sus enemigos y sentía fuerzas para perdonarlos!
La lectura de esa carta y las ilusiones que creaba en el espíritu de Martín le ayudaron a sobrellevar con paciencia la soledad hasta el día siguiente. Por el mismo conducto recibió una segunda carta de Leonor, en la que le descubría, en un lenguaje tierno y sencillo, los tesoros de un amor que Martín nunca se había atrevido a esperar.
En dos días más de esta correspondencia, Rivas había llegado a creer que los que llevaba de prisión habían sido los más felices de su vida.
Entretanto, la causa que contra él se seguía marchaba con la rapidez que, desde entonces hasta ahora, despliega la justicia chilena en los juicios políticos. Y como Martín, además de estar notoriamente convicto de su participación en los sucesos del 20 de abril, había confesado no sólo esa participación, sino que también en alta voz los principios liberales que profesaba, en el corto término de cuatro días la causa estaba rematada y el reo condenado a la pena de muerte.
Leonor recibió la noticia de esta sentencia poco después de haber leído una carta que su padre acababa de mostrarle, en la que se daba permiso para que don Dámaso y los de su familia pudiesen visitar a Martín de las seis a las siete de la tarde. La hora había pasado ya y era preciso esperar al día siguiente. La idea de la fatal sentencia tuvo por esto largo tiempo para someter a la niña a una horrorosa tortura. Durante la noche se vio asaltada por todos los temores que las reflexiones de su familia para persuadirla que aquella sentencia no se ejecutaría habían calmado en su ánimo en el día. Su amor, en tan duro trance, cobraba las proporciones de una inmensa pasión, y no podía pensar un momento en la muerte de Rivas sin hacerlo al mismo tiempo en la suya propia.
Después de esa noche de lágrimas, Leonor salió muy temprano de su pieza y entró en la de Agustín, que dormía profundamente.
A la voz de su hermana, el elegante se restregó los ojos.
-¡Qué matinal estás! -exclamó, viendo a Leonor de pie al lado de su cama-. ¡Y qué pálida, hermanita! -añadió-. Cualquiera diría que has velado toda la noche.
-Así ha sido -dijo la niña-. ¿Podía dormir con esa horrible sentencia?
-Cálmate, la sentencia no se ejecutará.
-¿Quién me responde de ello? -preguntó Leonor, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.
-Todos lo dicen.
-Eso no basta y por eso vengo a pedirte un servicio.
- Soy todo a ti, mi bella , ordena y obedezco.
-Es preciso que hoy me acompañes a ver a Martín.
-Eso no deja de tener sus dificultades, ¿cómo entramos?
-Con una carta que tiene mi papá. Tú se la pedirás diciéndole que vas a ver a Martín y te vas conmigo.
-Haces de mí lo que quieres.
Al dar las seis, en efecto, Leonor y Agustín presentaron la carta y fueron conducidos a la prisión de Martín.
El joven tenía sobre la ventana todas las cartas de Leonor, que se entretenía en leer una a una.
Al abrirse la puerta, Leonor le vio enderezarse y ocultar con ligereza las cartas. Al reconocer a la joven, Rivas corrió hacia la puerta y sus manos estrecharon la que ella le tendió.
-¡Peste! -exclamó Agustín, mirando en su derredor-. ¡No es por cierto el confortinglés lo que aquí reina! Mi pobre amigo -añadió, abrazando a Rivas-, esto esdegutante , mi palabra de honor .
Martín se sonrió con tristeza y olvidó todos sus cuidados en los ojos que Leonor fijaba en él llenos de lágrimas.
-Es la única silla que he podido conseguir -dijo pasando a Leonor una mala silla de paja.
La niña se sentó y volvió la cara para enjugar las lágrimas.
-Vamos, hermanita -le dijo Agustín enternecido también-, tengamos más valor; la reflexión es lo que nos distingue de los irracionales.
Martín no pudo reprimir una franca carcajada al oír la sentenciosa máxima que Agustín emitía con voz lastimosa.
Leonor miró a su amante llena de orgullo.
-Las cosas deben tomarse como vienen -dijo Rivas, no queriendo dejarse contagiar por la tristeza de los dos hermanos.
-¡Pero esa sentencia...! -exclamó Leonor.
-La esperaba desde el primer día y no me ha conmovido -respondió el prisionero con modesta voz-. Lo que ha hecho sí palpitar mi corazón -añadió en voz baja al oído de Leonor- ha sido lo que no esperaba: sus cartas.
Al través de las lágrimas que humedecían los párpados de la niña, brilló en sus ojos un rayo de pasión al oír estas palabras.
Fuese intencional o distraídamente, Agustín se acababa de parar en la puerta del calabozo, delante de la cual se paseaba el centinela.
Martín se apoderó de una mano de Leonor, mientras que ella seguía mirándole.
-La felicidad que siento al verme amado -le dijo- llena de tal modo mi pecho, que no deja lugar en él para los temores que pudiera inspirarme mi situación. Además -añadió con cierta alegría-, no sé qué presentimiento me dice que no puedo morir.
-Sin embargo -replicó Leonor-, es preciso pensar seriamente en la fuga.
-Muy difícil me parece.
-No tanto; vea usted el plan que he imaginado: vengo con Agustín mañana a esta hora y traigo puestos dos vestidos. Uno toma usted y sale en mi lugar con Agustín.
-¡Y usted! -preguntó Rivas con admiración al ver brillar de entusiasmo los ojos de su querida.
-Yo -contestó ella- me quedo aquí. ¿Qué pueden hacerme cuando me descubran?
Martín hubiera querido arrojarse de rodillas para adorar como una divinidad a la que, como una cosa muy natural, le ofrecía el sacrificio de su honra por salvarle.
-¿Cree usted que yo consentiría en conservar mi vida a costa de su honor? -le dijo besándola con pasión la mano que estrechaba entre las suyas.
-Lo que yo quiero es que usted salga de aquí -contestó Leonor con agitación-. Es preciso, Martín, que no se forme usted ilusiones; en el Gobierno hay mucho encarnizamiento contra los que han tomado parte en la revolución. ¿Quién nos asegura que el Consejo de Estado le indulte a usted? Y en caso de indulto, ¿qué pena sustituirán a la de la muerte? Nada sabemos y todo esto me hace temblar.
-Caramba -dijo Agustín, que acababa de acercarse a ellos-, Leonor tiene razón. Esta casa tiene un aspecto muy triste; es preciso que trates de salir de aquí.
-Si tú tienes valor -dijo Leonor a su hermano-, Martín puede salir ahora mismo. Quédate en su lugar y él saldrá conmigo.
Agustín se puso muy pálido y no pudo disimular el temblor que conmovió su cuerpo ante la sola idea de correr aquel peligro.
-Le conocerán al salir, hermanita -dijo con voz apagada-, y luego, ¿quién me haría huir a mí?
-Tendrían que ponerte en libertad -replicó Leonor.
-Agustín tiene razón -dijo Rivas-, me conocerían al salir.
-Eso es claro como el día -observó el elegante, serenándose un poco y sacando su reloj, como deseoso de ver llegar la hora de irse.
-Si Agustín me trae mañana una buena lima y un par de pistolas, haré una tentativa -dijo Martín.
- Es convenido . No hay nada más que decir -exclamó Agustín volviendo a mirar el reloj, temeroso de que su hermana propusiese algún otro medio de evasión que le comprometiese.
En ese momento el carcelero anunció que era hora de salir, y Leonor y Agustín se despidieron de Rivas, prometiéndole lo que pedía para efectuar su tentativa de fuga el día siguiente. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora