Capitulo 39

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  Disipados los vapores del licor en el cerebro de doña Bernarda Cordero, después del paseo al Campo de Marte del día 19, acudiéronle los recuerdos a la mañana siguiente, sobre las palabras que de boca de Agustín había oído. De ellas se desprendía con claridad que existía un arreglo sobre el asunto del casamiento y corroboraban esta deducción las equívocas razones que había empleado Amador en aquella circunstancia. ¿Qué arreglo era aquél?, y ¿por qué se le dejaba ignorar sus cláusulas a ella, madre de la interesada?, fueron preguntas que surgieron de la mente de doña Bernarda tras larga meditación, avivando, como era consiguiente, su curiosidad y dando origen a un propósito firme de aclarar semejante enigma y de no permitir, como ella decía, «que la hagan a una tonta y quieran meterle el dedo en la boca».
Interrogó al efecto a su hijo, quien, deseoso de aplazar cuanto fuese dable la explicación de lo acaecido, contando con que el enojo de su madre disminuiría en proporción del tiempo que transcurriese, respondió con evasivas explicaciones que, lejos de adormecer sus sospechas, las aumentaron.
Reiteró varias veces doña Bernarda sus preguntas y, firme en sus propósitos, Amador contestó con nuevos subterfugios, tratando, sin embargo, de dejar traslucir con vaguedad la verdadera proporción del hecho. Y como pasasen algunos días sin que doña Bernarda renovase sus indagaciones, el mozo se persuadió que un sistema de gradual explicación era el más a propósito para enterar a su madre de lo ocurrido, sin que la magnitud del desengaño irritase su mal humor, como temía, con razón, sucediese, revelándola sin rodeos el engaño de que, por realizar su abortado plan, la había hecho víctima.
Pero no era doña Bernarda Cordero de las que podían satisfacer su curiosidad con incompletas explicaciones, de manera que, lejos de contentarse con lo que Amador la contestaba, resolvió dar un golpe, a su entender maestro, que, al par que la impondría de todo, serviría eficazmente para la total conclusión de aquel asunto.
Cubierta con su mantón salió un día de su casa, a principios de octubre, resuelta a tener una entrevista con el padre del que ella reputaba su yerno. Había discurrido sobre aquel paso durante varios días y meditado también con detención acerca de las palabras que emplearía en la entrevista y de la energía con que se hallaba dispuesta a rechazar toda proposición de avenimiento que no tuviese por base la unión de los esposos reconocida por toda la familia de don Dámaso, que, como rico, debía hospedarlos en su casa y darles, como ella decía, «casa y mesa puesta».
Don Dámaso le ofreció asiento y doña Bernarda entabló pronto la conversación.
-Vengo, pues, señor -dijo-, al asuntito que usted sabe.
-A la verdad, señora -contestó don Dámaso-, no sé de qué asunto me habla usted.
-¡Vaya!, ya no sabe, ¿de qué ha de ser, pues? Del asuntito aquel, pues.
-Tenga usted la bondad de explicarse.
-Dígame, señor, ¿que se le ha olvidado que su hijito está casado con mi hija?
-Señora -dijo con sorpresa don Dámaso-, mucho me extraña que venga usted a hablarme de este asunto.
-Y entonces, pues, ¿quién quiere que le hable? ¿No soy la madre? ¡Las cosas suyas! Yo no más he de ser, pues.
Como se ve, doña Bernarda desplegaba desde el principio de la conversación la energía y claridad con que tenía resuelto dar término al negocio.
-No estamos ahora en que usted sea la madre, nadie lo niega -replicó don Dámaso, algo incómodo con las preguntas y exclamaciones de su interlocutora-. Me extraña que usted parezca ignorar que todo está arreglado ya y que no hay más que hablar sobre la materia.
-¡Y diei , pues! Lo mismo digo yo; si todo está arreglado, que se junten, pues. ¿Pa qué estamos embromando?
-¿Quiénes quiere usted que se junten?
-Esos niños. ¡Mire qué gracia! Agustín con mi hija, ¿quiénes han de ser?
-Pero, señora, parece que usted no quiere entender; le repito que todo está arreglado.
-Bueno, pues, lo mismo me dice Amador; pero lo que yo quiero saber es qué clase de arreglo es ése.
-¡Cómo! ¿No lo sabe usted?
-Y si lo supiese, ¿ pa qué se lo preguntaba?
-Su hijo de usted, su mismo hijo, ha confesado que el matrimonio había sido una farsa.
-¡Cómo es eso! Y yo, ¿que no lo vi? ¡A Dios, pues, al todo también! ¿Que soy tonta? ¿Y el cura que los casó?
-El cura no era cura, era un amigo de su hijo de usted.
-¿Quién dice eso?
-El mismo Amador.
-¡Que está loco! ¡Yo se lo había de oír!
-El hecho es que él lo ha confesado.
-¿A quién?
-A mí.
Don Dámaso, al contestar, se dirigió a su escritorio y mostró a doña Bernarda la carta de Amador.
-Vea usted -le dijo-, aquí tiene usted una carta de su hijo en la que refiere la verdad de lo ocurrido.
-A ver qué dice la carta -respondió doña Bernarda, que, no sabiendo leer, no quería confesarlo.
-Aquí la tiene usted -dijo don Dámaso, mostrando el papel.
Don Dámaso leyó la carta de Amador, desde la fecha hasta la firma.
Aquella súbita revelación dejó aterrada a doña Bernarda. Las confusas respuestas que en distintas ocasiones había recibido de su hijo no le habían dado la menor sospecha de la verdad. Figurábase siempre que el arreglo a que Amador aludía era un convenio ajustado para aplazar el reconocimiento del matrimonio por parte de la familia de Agustín. La carta, cuya lectura acababa de oír, echaba por tierra todas sus esperanzas y descorría ante sus ojos el velo que ocultaba el cuadro de su vergüenza. Su carácter irritable quedó exasperado con aquella ocurrencia y sólo pensó en regresar a su casa para descargar sobre sus hijos todo el peso de su cólera.
-Si esto hay -dijo temblando de indignación-, me la han de pagar.
Despidióse de don Dámaso y con paso ligero se dirigió a su casa.
Durante el tiempo que doña Bernarda empleó en formar la resolución de ver a don Dámaso, que, como hemos visto, ejecutó a principios de octubre, ningún incidente digno de mencionarse había ocurrido entre los demás personajes que figuran en nuestra narración.
Felices y apacibles corrían los días para Matilde y Rafael San Luis, que, entregados a los devaneos de un amor que nada contrariaba, esperaban con ánimo tranquilo el día prefijado de la unión. Nuevas seguridades que don Fidel tenía recibidas sobre el segundo arriendo del Roble le hacían aceptar las repetidas visitas del enamorado amante de su hija con la más afectuosa benevolencia, mientras que doña Francisca se entregaba a sus lecturas favoritas y tenía largas y románticas conversaciones con su futuro yerno, quien la acompañaba, con la complacencia del hombre feliz, en las correrías al país de los sueños de que doña Francisca gustaba para descansar de la vida prosaica de la capital.
No respiraban en la grata atmósfera de la felicidad en que se mecían Matilde y su familia las hijas de doña Bernarda Cordero, a quien hemos visto salir llena de indignación de su entrevista con don Dámaso.
Adelaida gemía en silencio, combatida por el despecho de la noticia, que pronto se había difundido en Santiago, sobre el casamiento de Rafael San Luis.
Nadie debe extrañarse que llegase a oídos de Adelaida Molina la nueva del enlace proyectado de su antiguo amante. En nuestra buena capital, toda especie circula con rapidez asombrosa y pasa de boca en boca recorriendo los diversos círculos y jerarquías de nuestra sociedad. Además, Adelaida pertenecía a una clase social que aspira siempre a las consideraciones de que la clase superior disfruta, y que por esto vive impuesta de sus alteraciones, que se complace en comentar, y de sus debilidades, que critica con placer. No es extraño, pues, que la voz pública, tan sonora en sociedades que se ocupan de intereses pequeños las más veces, como la de Santiago, llevase a los oídos de Adelaida que Rafael San Luis iba a dejar el estado en el que podía ofrecerle una reparación de su falta.
Al lado de Adelaida suspiraba su hermana en la melancolía de su amor solitario.
Poseía Edelmira uno de esos corazones para los cuales la ausencia es un estimulante. En los días que Martín había dejado de visitar su casa, su amor había crecido como las flores de nuestros cerros, que, solitarias, no reciben más riego que el de las aguas del cielo. Lo que fecundaba su amor era sólo su imaginación exaltada por su característico sentimentalismo.
También vino después a darle nuevo pábulo la observación que el oficial había hecho en el teatro. La belleza y majestad de Leonor la habían anonadado. Parecíale imposible que un hombre pudiese verla sin amarla, y Martín vivía en su propia casa. El joven cobraba entonces a sus ojos las proporciones gigantescas del hombre amado por otra mujer; el adagio sobre la fruta del cercado ajeno está realizándose todos los días, aun en los amores más ideales y platónicos.
A los pesares de consumir su fuego en las meditaciones melancólicas del aislamiento, juntábanse en Edelmira los que una pasión que le era odiosa le causaba diariamente.
Ricardo Castaños soportaba sus desdenes con admirable constancia y era apoyado en sus pretensiones por doña Bernarda y por Amador, que le miraban como un excelente partido. Los hombres no podemos tal vez apreciar ese hastío que causa a la mujer la perseverancia de los amantes importunos, porque hay fibras en el corazón de la mujer de cuya sensibilidad carecen las nuestras que pudieran comparárselas en lo moral.
Aquella obstinación del joven Castaños era para Edelmira un suplicio atroz desde que habían resonado en su alma los conciertos con que el corazón celebra la alborada de sus primeros amores. Para buscar un alivio a sus pesares, Edelmira apeló a un medio que acaso muchas niñas de ardiente imaginación habrán practicado en la soledad de sus corazones. Escribía cartas a Martín, que jamás enviaba, pero que poderosamente contribuían a alimentar su ilusión. En esas cartas brillaban celajes de pasión en medio de las nubes de una fraseología imitada de los folletines más románticos, que habían dejado profundos recuerdos en su imaginación. Todas estas Calipsos, en la ausencia del amante, tienen mil encantadores recursos para sustentarse con recuerdos y fingidas venturas.
Edelmira escribió muchas cartas antes de hallar insípido este amoroso pasatiempo, que no llegó a dejar de satisfacerla hasta bastante tiempo después de los primeros días de octubre a que hemos llegado en esta historia.
Muy lejos se hallaba Martín Rivas de figurarse que era el objeto de una pasión semejante. El interés con que Edelmira le reconvino por su ausencia, en su corta conversación con ella en el Campo de Marte, aumentó su aprecio y amistad por aquella niña, sin hacerle sospechar, sino muy vagamente, que bajo esa apariencia de amigable solicitud se ocultaba otro más poderoso sentimiento. Martín no llevó sus reflexiones en este caso más allá de esta suposición: «Si yo le hiciese la corte, tal vez me amaría».
Vivía en exceso preocupado de su propio amor para adivinar el de otra persona a quien poco había visto en los últimos días. La conducta de Leonor influía en que esa preocupación no decayese en el desaliento, porque en las conversaciones subsiguientes a la que oímos en el anterior capítulo le había dejado siempre vislumbrar una esperanza, que a las veces rechazaba Martín como un delirio y que en otras ocasiones revestía de las formas de la realidad.
No obedecía Leonor con tal conducta a las veleidades de la coquetería, ni al propósito estudiado de aumentar con el aguijón de las dudas la pasión de Rivas. Era en sus reticencias, y a veces en sus poco significativas palabras, tan sincera como si hubiese declarado con franqueza su amor. La situación en que se encontraba con respecto a Martín era nueva y excepcional para ella. Acostumbrada a lo que puede llamarse el miramiento social, rodeada de galanes ricos y elegantes, celebrada por su belleza como la más digna de aspirar a los más brillantes partidos, Leonor, para declarar en voz alta su amor a Martín, tenía que vencer ideas arraigadas desde la niñez en su espíritu y se hallaba en la necesidad de medir la importancia del hombre que había conquistado su corazón antes de arrostrar las preocupaciones y quebrantar los usos de la sociedad en que vivía. De aquí sus frecuentes conversaciones con Rivas y las vacilaciones con que a veces pronunciaba palabras de esperanza, que ella juzgaba significativas, y que sólo servían para perpetuar las dudas en que el joven vivía desde algún tiempo. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora