Capitulo 51

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  Reinaba en el comedor un gran silencio cuando los dos jóvenes se sentaron. 

Don Dámaso saboreaba la sopa con un aire de gravedad afectado, y doña Engracia partía un pedazo de cocido para Diamela.
Leonor fijaba la vista en una de las ventanas de la pieza, de la que pendía una vasta cortina de reps sobre otra blanca de finísimo tejido.
Martín buscó en vano esa mirada, y creyó leer su sentencia en la frente de la niña, que se levantaba con singular altanería.
Sin embargo, aquel silencio era demasiado embarazoso para que pudiese durar mucho tiempo, y necesariamente debía interrumpirlo el más débil de carácter.
Don Dámaso dejó, poco a poco, la gravedad con que había contestado al saludo de Rivas, y se decidió al fin a dirigirle la palabra, ya que nadie rompía un silencio que le incomodaba.
-¿Ha estado usted de paseo? -le preguntó.
-Sí, señor -contestó Martín.
Ninguna otra pregunta se le ocurrió a don Dámaso, y volvió el silencio. Pero Agustín no era de los que podían estarse callados mucho rato, y le pareció que debía seguir el ejemplo de su padre.
-Aquí no hay lugares a propósito para partidas de campaña , como en París -dijo.
Y se engolfó en una descripción del lago de Enghien, del parque de Saint-Cloud y de varios puntos de los alrededores de París. Como los demás se encontraban poco dispuestos a interrumpirle, pudo continuar su disertación durante casi toda la comida, lanzando un nutrido fuego de galicismos y frases afrancesadas, con las que creía dar el colorido local a su descripción.
-Allí sí que puede uno divertirse -exclamó con entusiasmo al terminar-, y no aquí, donde los environes de Santiago son tan feos, sin parques, sin castillos y sin nada.
La comida concluyó sin que Leonor hubiese parecido notar la presencia de Martín en la mesa.
Al salir, doña Engracia dijo a su marido:
-Espero, pues, hijo, que hables con Martín, porque esto no puede quedarse así.
-Hay tiempo, hablaré esta noche -contestó don Dámaso, que, teniendo grandes miramientos por su digestión, se prevalía de este pretexto para no tener una seria explicación con Rivas acerca del asunto de Edelmira.
-Bueno, pues, pero no dejes de hacerlo; esta casa no es para escándalos -repuso doña Engracia, dando un apretón a Diamela, como para hacerla testigo de su recato.
La perrita contestó con un gruñido, y se retiraron de la antesala a que habían llegado.
Tras de sus padres venían Leonor y Agustín. Rivas salió el último del comedor y se retiró pronto a su habitación.
-¿Sabes que hay algo de cierto en lo de Martín? -dijo Agustín a Leonor cuando estuvieron solos.
-¿Quién te lo ha dicho? -preguntó la niña, que interiormente se lisonjeaba con que Martín desbarataría las acusaciones que pesaban sobre él.
-El mismo Martín -contestó el elegante.
-¡No ves! ¡Ni se atreve a negarlo! -exclamó Leonor, con una expresión de encono que por sí sola parecía hablar de venganza.
-Pero lo ha hecho de puro bueno.
-¿Sí, no? -dijo la niña con sardónica sonrisa.
-Figúrate que la vieja quería casar a esa pobre niña contra su voluntad.
-Y Martín, de puro bueno, como tú dices, se declaró su defensor, ¿no es esto? Muy mal inventada me parece la disculpa; ya pasó el tiempo de don Quijote.
-¡Peste, hermanita! -exclamó Agustín, que había heredado de su padre la facilidad para cambiar de opinión en cualquier asunto-, ¿sabes que me das qué pensar? Bien puedes tener razón.
-¡Y tú le habías creído! -añadió Leonor con expresión de rabia mal contenida-. ¡Vaya!, tienes una facilidad admirable para creerlo todo. A ver, ¿qué habrías hecho tú en su lugar? Habrías confesado una falta; porque ésa es una falta muy grande, ¡qué importa que la muchacha sea pobre, cuando es virtuosa!
-Todo lo que dices me parece verdadero como el Evangelio, mi bella , y yo no soy más que un inocente; Martín me ha hecho comulgar con una rueda de molino.
-Y muy grande.
-Enorme, ¡y yo que me la tragué sin hacer un solo gesto!
Agustín se retiró dando exclamaciones y Leonor entró a su cuarto. No quería confesarse que estaba furiosa, y para distraerse se puso a probarse un sombrero que había comprado para el campo. Mientras se miraba al espejo, dos grandes lágrimas corrían por sus frescas mejillas encendidas por el despecho.
En la noche, viendo don Dámaso que Martín no asistía al salón, e instigado por su mujer, le mandó llamar, y mientras todos conversaban en esa pieza, se quedó con Rivas en la antesala.
Al ver los semblantes de ambos, se hubiera creído que don Dámaso era el acusado, tal era la dificultad que parecía tener para dar principio al diálogo. Martín, sereno, sin afectación, esperaba que don Dámaso rompiese el silencio. Viendo, al cabo de algún intervalo, que esperaba en vano, y que don Dámaso buscaba mil maneras de disimular su turbación, se decidió a sacarle de aquel apuro.
-He hablado, señor, con Agustín -le dijo-, y sé por él la acusación que me han hecho ante usted.
-¡Ah, ah!, ya sabe usted, pues, hombre, me alegro; figúrese usted que se me presentan esos dos mozos y me dicen lo que usted sabrá; por supuesto que yo no he creído en tal cosa, pero aquí la señora...
-Antes que usted prosiga, señor -díjole Martín en una pausa en que parecía buscar alguna palabra-, debo decirle que esa acusación no es del todo infundada.
-¿Cómo dice? -preguntó don Dámaso, creyendo que había oído mal.
-Digo, señor, que la acusación que usted ha oído contra mí no es enteramente infundada. Tiene algo de cierto, aunque es natural que mis acusadores se equivoquen en mucho.
-Me deja usted perplejo -le dijo don Dámaso.
Martín le refirió lo mismo que antes de comer había contado a Agustín.
-Por mi parte -repuso don Dámaso-, bien se figurará usted que le disculpo; pero ya ve usted lo que es una casa donde hay familia. Aquí la señora es tan rígida, hombre, de todo se escandaliza; yo no, y sobre todo...
-Mucho le agradezco, señor, su indulgencia -contestó Martín-; mi conciencia está tan tranquila que casi no la necesito. Por lo poco que usted me dice, creo entender que la señora está alarmada, y no seré yo, que tantas atenciones y favores debo a usted, el que destruya la tranquilidad de su familia; comprendo lo que debo hacer, y mañana me permitirá usted dejar su casa para que el ánimo de la señora pueda tranquilizarse.
-¡Hombre, no se trata de eso! -exclamó don Dámaso-. Pero usted comprende mi embarazo, ¿no? La señora dirá que no es cierto, y luego...
-Jamás he dado motivo para que se ponga en duda mi veracidad -dijo el joven con dignidad.
-Por supuesto, y nadie duda... mas... hombre, ya conoce usted a la señora y...
Martín insistió en lo que había dicho, y don Dámaso se enredó en sus propias disculpas, sin decir nada de decisivo.
«Si se va, me hará mucha falta», pensaba mientras Martín dejaba su asiento y entraba en el salón, donde se encontraba reunida la tertulia ordinaria de la casa.
Leonor conversaba con Matilde, que venía desde poco tiempo a casa de su tío, después que se había roto su matrimonio.
Cuando Rivas entró en el salón, se notaba en su fisonomía muy diversa expresión de la que ordinariamente tenía en presencia de Leonor. El aspecto del joven indicaba una resolución firme e invariable, porque sin vacilar ni turbarse se dirigió al lugar que ocupaban las dos niñas, y su mirada era segura como su ademán.
Leonor se puso muy pálida al verle acercarse con ese aire de resolución y le dirigió una mirada glacial.
Pero esa mirada no intimidó a Rivas, que parecía dominado por una idea fija.
Esa idea se encerraba en una reflexión que, al separarse de don Dámaso, había formulado interiormente así: «Si ella no me cree, qué haremos; pero yo le hablaré».
Con tan firme designio se sentó al lado de Leonor, haciéndolo, empero, de manera que los demás no viesen nada de premeditado en aquel paso.
Leonor volvió la cabeza hacia su prima con insultante afectación; pero Martín no se desalentó con esto.
-Señorita -le dijo con segura voz-, deseo hablar con usted.
-¡Conmigo! -exclamó Leonor, en cuyo acento se notó, pero apenas, un ligero temblor-. ¿No habló usted ya con mi papá? -añadió, dando a su rostro la majestuosa arrogancia que tanto intimidaba a Martín.
-Por lo mismo que he hablado con él -replicó éste-, deseo ahora que usted me haga el favor de oírme.
-De veras que el tono en que usted me habla me asusta -díjole la joven, aparentando una admiración llena de indiferencia a la par que de desprecio.
-Tal vez estoy afectado, dispénseme usted; lo que me sucede ahora es tan trascendental para mi porvenir, que no es extraño me impresione.
-¿Qué le sucede? -preguntó Leonor, con una sonrisa que contrastaba con la seriedad del joven.
-Usted lo sabe, señorita.
-¡Ah, lo de la señorita Edelmira! No lo he creído.
-Agustín debe haberle dicho la verdad que me oyó hace poco.
-Sí, Agustín me refirió algo de un servicio que usted había querido hacer a esa señorita. Una mala disculpa, ¡invención de Agustín, al cabo!
-Señorita, eso que usted llama disculpa es la verdad.
-¿De veras? Dispénseme, creía que era una historia inventada por Agustín para hacerme reír.
-¿Cree usted entonces que no haya hombre capaz de hacer un servicio como ése?
-De todos modos, ya hay uno, y ése es usted, porque ahora que usted lo dice, debo creerlo.
-Me habla usted con un tono que desmiente sus palabras.
-¿Cree usted que me estoy tomando el trabajo de fingir? -le dijo Leonor, levantando con orgullo su bellísima frente.
-No creo que usted tenga necesidad de tomarse ése ni ningún otro trabajo conmigo -contestóle Rivas con entera dignidad-, pero querría divisar más seriedad en sus palabras, porque aprecio su juicio y la opinión que usted pueda tener de mí.
-Teniendo en tal aprecio mi opinión, debió usted haberme consultado para su rapto o su fuga, llámelo usted como quiera, y yo tal vez habría ingeniado un plan menos fácil de adivinar que el suyo.
Había tanto sarcasmo en la voz de Leonor, que Martín sintió los colores subírsele a las mejillas.
-Usted es cruel conmigo, señorita -le dijo con cierta aspereza-, me humilla demasiado. Si, como su mamá, cree usted que haciendo un servicio, que volvería a hacer si fuere preciso, he faltado a los miramientos que debo a la familia, ya que vengo a justificarme, podía usted emplear más indulgencia.
Estas palabras produjeron alguna impresión en el ánimo de Leonor, que había contado con que Rivas se defendería por medio de triviales descargos.
El joven continuó:
-Su mamá se ha limitado a darme a entender, por medio del señor don Dámaso, que debo salir de su casa. Cierto que no necesitaba de esta insinuación para hacerlo; me habría bastado haber incurrido en el desagrado de usted. Mas, como mi resolución está hecha ya sobre esto, no he querido alejarme sin referir a usted la verdad del hecho y justificarme en su opinión. Ahora usted me recibe con sarcasmos. ¿Por qué no me deja usted llevar la idea que siempre he tenido de su corazón? Me será más consolador recordarla con agradecimiento que con pesar, porque de todos modos tendré que recordarla siempre.
Leonor le miró conmovida; la melancólica voz del joven la impresionaba a su pesar.
-Mi papá se habrá explicado mal -le dijo con voz en que se traslucía más timidez que orgullo.
-No sé, ni lo averiguaré ya -repuso Martín-. Mi deseo principal es el justificarme a los ojos de usted.
-Ha hecho usted muy bien -le dijo ella-, esa niña era su amada y fue muy justo que usted la sirviese.
No pudo saber Martín si esas palabras eran o no sinceras, y vio que Leonor parecía dar con ellas por terminada la conversación.
-Tal vez algún día -le dijo- el tiempo me justifique.
-Y lo que deja usted al tiempo, ¿no puede hacerlo usted hoy mismo? -preguntóle Leonor mirándole fijamente.
-No puedo, señorita, tengo un secreto ajeno que respetar.
Todas sus sospechas acudieron entonces al espíritu de la niña, y creyó que aquélla era sólo una farsa bien representada por Martín.
-Secreto siempre de la amiga, ¿no es esto? Qué hacer, esperaremos la justificación del tiempo.
Había vuelto el sarcasmo a su voz, y el orgullo brillaba en su mirada.
-Yo me lisonjeaba con la idea de que usted me creería bajo mi palabra -le dijo.
-Así lo haré -contestó ella secamente.
«¿Cómo insistir? ¡Ella me desprecia!», fue lo que pensó Martín al oír aquella respuesta.
Además, Leonor, como para cortar la conversación, dirigió la palabra a Matilde, que en aquel momento hablaba con Agustín.
Hubiera querido arrojarse a los pies de Leonor y expirar allí, pidiendo al cielo que le justificase sin necesidad de tener que manchar su honor, sirviéndose de las cartas de Edelmira, que podían salvarle en parte.
Entretanto, Leonor seguía hablando con Matilde, y Rivas tuvo que decidirse a dejar su asiento.
Salió del salón, y al encontrarse solo en su cuarto se dejó caer sobre una silla llorando como un niño. Al cabo de un cuarto de hora recordó la carta de Edelmira, que sacó del bolsillo.
-¡Pobre niña! -dijo, volviendo a la comparación que siempre hacía entre su suerte y la de ella.
Al mismo tiempo recordó también que poco antes había pensado que las cartas de Edelmira podrían desvanecer las sospechas de Leonor, y sacándolas todas de un cajón de la mesa en que se había apoyado, las quemó a la luz de la vela, junto con la que había recibido aquel día.
Al verlas consumirse sintió una dulce satisfacción en su pecho, diciéndose: «Así me hallaré libre de tentaciones».
Y fijó la vista en la luz con la expresión de un hombre cuyo cerebro está turbado por uno de esos golpes morales que paralizan hasta el llanto, quitando casi del todo la conciencia de lo que se padece.
La noche aquella fue para Martín una noche de martirio. Para distraer su pesar empleó algún tiempo en el arreglo de su equipaje, que, no siendo muy voluminoso, estuvo luego preparado para la marcha. Concluidos los aprestos, pasó un largo rato apoyada la frente en los vidrios de una ventana que daba sobre el patio. Desde allí, ya que con la vista no podía divisar a Leonor, recorrió con la memoria los incidentes de su vida desde que, pobre, pero descuidado y lleno de esperanzas, había atravesado aquel patio. En esa elegía que casi todos hemos entonado a las esperanzas perdidas, se despidió Rivas de los dorados sueños con que el amor regala los años floridos de la juventud; pero, dotado por la naturaleza de sólida energía, lejos de abatirse con la perspectiva de su triste porvenir, encontró en su propio sufrimiento la fuerza que a muchos les falta en estos casos. Pensó en su madre y en su hermana, y recordó que les debía la consagración de sus fuerzas. Fortalecido con este recuerdo, se sentó a la mesa y escribió a don Dámaso una carta dándole las gracias por la generosidad con que le había hospedado, y otra a Rafael San Luis, en la que le refirió lo acaecido y su determinación de irse al lado de su familia hasta que se abriera nuevamente el Instituto Nacional, donde vendría a continuar sus estudios al año siguiente.
Después de escribir estas cartas le quedaba aún que contestar la de Edelmira. Largo rato reflexionó sobre esta contestación, porque si bien le parecía duro decirle la verdad, la rectitud de su alma le mandaba no fomentar una pasión a la que no podía corresponder. Por fin triunfó esa misma rectitud y escribió a Edelmira, participándole el estado de su corazón desde su llegada a Santiago. Aunque en esa carta no nombraba a Leonor, ese nombre podía adivinarse en cada una de sus páginas. Terminaba Rivas su carta a Edelmira sin hacer la menor alusión a los sucesos de aquel día, participándola su proyecto de ausentarse por dos meses de la capital.
A las seis de la mañana del día siguiente transportó Martín su equipaje a la posada en que al llegar a Santiago se había hospedado.
En seguida encargó al criado de don Dámaso la remisión de las cartas que durante la noche había escrito, remunerándole con generosidad a costa de sus economías, para asegurarse su puntualidad.
Buscó después y encontró luego un birlocho, que ya tenía ocupado un asiento, y a las diez de la mañana se puso en marcha para Valparaíso. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora