Capitulo 35

178 5 0
                                    

  Guardó Amador, como guardaría una reliquia un devoto, el documento que le hacía dueño de mil pesos, y se dirigió al cuarto de Adelaida.
-Todo está arreglado -le dijo, refiriéndole la entrevista que acababa de tener con Martín con todos sus pormenores, excepto lo referente al vale que tenía en el bolsillo.
Mil pesos era para el hijo de doña Bernarda una suma enorme. La facilidad con que la ganaba, lejos de satisfacer su ambición, la despertó más poderosa, sugiriéndole la siguiente reflexión que hizo en voz alta:
-Si no nos hubiesen vendido, otro gallo nos cantaría. Se me pone que Edelmira es la que se lo ha contado todo a Martín.
Adelaida no respondió. Hallábase contenta con el pacífico desenlace de una intriga de cuya participación se había pronto arrepentido, y le importaban poco las suposiciones de Amador, que miraba el asunto por su aspecto pecuniario.
-Nadie puede haber sido sino esa tonta de Edelmira -prosiguió Amador-; hay me la pagará.
-Tú te encargarás de contarle a mi madre lo que ha sucedido -le dijo Adelaida.
-Es preciso dejar que pasen algunos días; se lo diremos después del Dieciocho. Ahora la cosa está muy fresca y se enojaría mucho.
De este modo convinieron Amador y Adelaida en no turbar la alegría que esperaban gozar en los días de la patria. Conocedores del violento carácter de la madre, suponían, con razón, que la noticia verdadera de lo acaecido irritaría su enojo y les privaría tal vez de las diversiones que Amador esperaba procurarse con el dinero que iba a recibir.
-Si yo se lo cuento ahora -dijo Amador-, se enojará conmigo; pero con ustedes no sólo se enojará, sino que las encierra en el Dieciocho y no las deja salir a ninguna parte.
Sólo pueden apreciar la importancia de este argumento los que sepan el apego de todas nuestras clases sociales por las fiestas cívicas que solemnizan el aniversario de nuestra independencia. No ver el Dieciocho (ésta es la expresión más genuina en esta materia) es un suplicio para cualquiera persona joven en Chile, y sobre todo en Santiago, donde el aparato y pompa que se da a esta solemnidad atrae la presencia de muchos habitantes de otros pueblos vecinos.
Pero, de los personajes de la presente historia, el que menos se preocupaba de la proximidad del gran día, y mucho sí de adelantar su negocio sobre la hacienda del Roble, era don Fidel Elías. Resuelto a aceptar las propuestas que por medio de don Simón Arenal había recibido, y no contento con la mediación de tercero, don Fidel hizo una visita a don Pedro San Luis y entró en tan franca explicación con él sobre el negocio que al cabo de poco rato daba la promesa de que su hija se casaría con Rafael el mismo día en que se firmase el nuevo arriendo del Roble.
-Usted encontrará muy natural también -le dijo don Pedro- que mi sobrino vuelva a visitar en casa de usted.
-¡Cómo no! Ya sabe usted que sólo por consejos extraños me privé del placer de recibir a su sobrino. Cuando quiera presentarse en mi casa, será perfectamente recibido -contestó don Fidel.
-Muy luego -repuso don Pedro- iré yo a pagar a usted esta visita y me acompañará Rafael.
A esa hora, en casa de don Dámaso, Agustín esperaba con impaciencia la vuelta de Rivas.
Leonor entró en el cuarto de su hermano y se suscitó la conversación sobre el asunto del casamiento que preocupaba a toda la familia. Agustín, que había ya recobrado una parte de su locuacidad, refirió a su hermana los pormenores del suceso.
-Y la otra hermana, ¿qué tal es? -preguntó Leonor.
-Muy buena moza -contestó Agustín.
-¿No me dijiste que una de ellas gustaba de Martín?
-Sí, pues, ésa: Edelmira -dijo Agustín, que en su agradecimiento por los favores que Rivas le estaba prestando, no vaciló en dar por cierto lo que en su espíritu era sólo una sospecha.
Leonor se quedó pensativa.
-Ahí está Martín -exclamó el elegante, divisando a Rivas que atravesaba el patio en dirección al escritorio de don Dámaso.
Llamóle Agustín y Rivas entró en la pieza.
Leonor y Agustín le preguntaron al mismo tiempo.
-¿Cómo le fue?
-Perfectamente -contestó Martín-; traigo una carta que calmará todas las inquietudes.
Al decir esto, presentó a Leonor la carta de Amador Molina.
-¿La puedo leer yo? -preguntó la niña-. ¿No es reservada para mí? Digo esto -añadió mirando a su hermano- porque este caballero es tan reservado conmigo.
-A ver, lee la carta, hermanita -exclamó Agustín-, yo quemo de impaciencia.
-Parece que te va volviendo el francés -le dijo riéndose Leonor.
-Es que la noticia de Martín me da transportes inoídos de alegría -dijo el elegante abrazándola.
Leonor dio lectura a la carta, mientras que a cada párrafo Agustín exclamaba:
-¡Oh, perfecto, perfecto!
-Me has dicho que este mozo es ordinario -dijo la niña, después de leer la firma-, pero esta carta está muy bien escrita.
-Pues, hijita -replicó Agustín-, no sé cómo eso es hecho , porque Amador puede llamarse un siutique pur sang .
-Entonces le han dictado la carta -repuso Leonor, riéndose de la frase de Agustín; y mirando a Rivas con malicia, añadió-. ¿Habrá sido tal vez la señorita Edelmira?
-¡Oh, ah! -exclamó Agustín, cuya alegría había aumentado con la lectura de la carta-, o es mademoiselle Edelmira, o alguien que se le acerque, ¿no es esto, Martín?
-Amador escribió en presencia mía -contestó Martín, poniéndose encarnado.
- Eso no hace nada -dijo Agustín-, lo principal es que yo redevengo garçon .
-Bien se te conoce en el lenguaje -le dijo Leonor.
La carta fue llevada por Leonor y Agustín a don Dámaso, que hablaba con doña Engracia, mientras que Diamela hacía cabriolas en la alfombra. Al oír su lectura, el rostro de don Dámaso se iluminó de alegría; cada frase produjo en su semblante el mismo efecto del sol cuando, por la mañana, extiende poco a poco sus rayos en la dormida pradera.
Doña Engracia, para expresar su emoción, se había apoderado de Diamela, a quien estrechaba con fuerza a cada movimiento aprobativo de la cabeza de su marido.
-Papá -observó Leonor-, y creo que la carta ha sido dictada por Martín. ¿No la encuentra usted bien escrita?
-Tienes razón. Vea usted, bien dice la Francisca, que es aficionada a leer: el estilo es el hombre, según no sé quién; uno acabado en on... En fin, poco importa, gracias a Martín todo está arreglado; si este mozo es para todo. Mira, Leonor, tú debías hacerle aceptar algún regalo; a mí nunca me quiere admitir nada.
-Ahí veremos -contestó la niña-, no me parece fácil.
Agustín fue llamado entonces de orden de don Dámaso, y recibió una severa reprimenda por su calaverada.
-Qué quiere usted, papá -dijo el joven algo confundido-, es preciso que juventud se pase .
-Bien está, pero que se pase de otro modo -replicó don Dámaso, con la gravedad de un barba de comedia-. Lo mejor -añadió en voz baja, acercándose a doña Engracia- será que pensemos seriamente en casarlo; la propuesta de Fidel llega muy a tiempo.
La señora dio un fuerte apretón a Diamela para expresar el sentimiento de toda madre al ver pasar a un hijo al bando de Himeneo.
En la noche buscó Martín en balde una de aquellas conversaciones al son del piano, que a un tiempo formaban su delicia y su martirio; pero Leonor tocó sin llamarle, y Emilio Mendoza sirvió para volver la hoja de la pieza.
En un momento en que Agustín se había sentado junto a Rivas, llamó a su hermana, que se retiraba del piano.
-Ven a ayudarme a alegrar a Martín -le dijo-, está de una tristeza navrante .
-Sin duda -respondió Leonor- principia a sentir el peso de la promesa que hizo, tal vez irreflexivamente.
-¿Qué promesa, señorita? -preguntó Rivas.
-La de retirarse de casa de las señoritas Molina -dijo Leonor con altivez y acentuando con la voz la palabra que ponemos con cursiva.
-La promesa me la hice a mí mismo, y podría, sin faltar a nadie, quebrantarla -replicó Martín picado.
-No lo creo, ¡tiene usted propósitos tan sostenidos! -dijo la niña.
-¿Qué propósitos son ésos? -exclamó Agustín-. Veamos, que yo sepa , todo lo de este amigo me interesa ahora.
-El de no amar a nadie, por ejemplo -contestó Leonor.
- ¿Verdad, querido? -preguntó el elegante.
-Y, sin embargo, parece que con la señorita Molina iba flaqueando su voluntad -repuso Leonor con acento burlón, antes que Rivas pudiese contestar a la pregunta de Agustín.
Y con estas palabras, la niña volvió la espalda y fue a sentarse al lado de su madre.
-Esta Leonor es pétillante de malicia -dijo Agustín al ver retirarse a su hermana.
«¡Es cruel!», se dijo para sí Martín con profundo abatimiento, y se retiró del salón.
En esa misma noche tuvo lugar la visita de Rafael a casa de Matilde, en compañía de don Pedro.
Los amantes recobraron, en sabrosa conversación, los días que habían estado sin verse. Don Fidel hizo al sobrino de don Pedro una acogida tanto más cordial cuanto mayor era el beneficio que esperaba del negocio del Roble, y doña Francisca tuvo con Rafael algunos momentos de conversación en los que pudo dar rienda suelta a su romanticismo, alimentado por la lectura de Jorge Sand.
-La mujer de la moderna civilización -le dijo bajo la influencia de las teorías del autor favorito- no es menos esclava que en tiempo del paganismo. Siendo una flor que sólo se vivifica al contacto de los rayos del amor -añadió con entusiasmo-, el hombre ha abusado de su fuerza para coartar hasta la libertad de su corazón. Usted comprenderá por qué con su constancia ha dado pruebas de poseer un alma superior a las metalizadas con que diariamente nos rozamos.
Y San Luis, que bogaba a velas desplegadas en el mar de las ilusiones y del amor, tomó a lo serio aquella frase y continuó la conversación en el mismo tono romántico de su interlocutora.
-No estará de más -decía en otro punto del salón el tío de San Luis a don Fidel- que esperemos siquiera un mes antes de verificar este enlace; mientras tanto, yo me ocuparé de la suerte de Rafael, que debe trabajar con mi hijo.
Así quedó arreglado que el matrimonio tendría lugar a mediados del entrante mes de octubre, mientras que los jóvenes olvidaban el mundo jurándose un amor indefinido.
Después de la salida de las visitas, cayó doña Francisca en plena realidad al oír los proyectos de su marido sobre nuevos trabajos que pensaba emprender en el Roble, contando con el nuevo arriendo. Pasar de las teorías sobre la emancipación de la mujer al cómputo de las fanegas de trigo que daría tal o cual potrero, era un contraste demasiado notable para su poética imaginación, que, como ordinariamente acontece a las de su sexo, abrazaba con vehemencia intolerante las ideas de su autor favorito. Contentóse, entonces, con recomendar entre dos bostezos a don Fidel la visita que debía hacer a su hermano, y se retiró con su hija.
Al día siguiente llegó don Fidel a casa de don Dámaso, en circunstancias que éste y su familia salían de almorzar.
-Tío, encantado de verle -dijo Agustín saludando a don Fidel.
Éste llamó aparte a don Dámaso, y después de algunos rodeos le participó el objeto de su visita, que desbarataba los planes de su cuñado, el que persistía en su idea de establecer a Agustín.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora