Capitulo 38

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  La presencia de Leonor en el Campo de Marte sorprendió tanto más a los dos jóvenes cuanto que, por la mañana, había dicho en el almuerzo que sólo iría a la Alameda.
Tal había sido, con efecto, la intención de Leonor en la mañana de ese día. Después de su conversación con Rivas en el teatro y de reconocer que le había tratado con demasiada severidad, experimentó un deseo de encontrarse sola y de meditar sobre el estado de su corazón, estado propio de la nueva faz en que por grados iba penetrando su alma, esclava hasta entonces de las frívolas ocupaciones de la vida maquinal en que la mayor parte de las mujeres chilenas dejan pasar los más floridos años de su existencia. No creemos aventurada, después de meditarla, la expresión «maquinal» con que hemos calificado el género de vida de nuestras bellas compatriotas. Leonor, como casi todas ellas, sin más ilustración que la adquirida en los colegios, había encontrado que la principal preocupación de las de su sexo versaba sobre las prendas del traje y las estrechas miras de una vida casera y de círculo. Su natural altanería le inspiró, desde luego, el deseo de triunfar en esa arena y brilló por la elegancia como brillaba por su hermosura; fue la reina del buen tono y la heroína de algunas fiestas. Estos triunfos bastan para llenar la vida mientras que el corazón permanece indolente al excitante influjo de su verdadero destino. Pero hemos visto que el hastío había golpeado, aunque suavemente, a su alma, y hemos también seguido paso a paso las metamorfosis de su corazón desde que conoció a Martín. Había llegado Leonor al punto de pensar en el joven por la mañana después de haberlo hecho durante gran parte de la noche. Parecíale ya que su plan de avasallar a Martín era un juego cruel y encontraba capciosos argumentos para crear la necesidad de manifestarle arrepentimiento de sus sarcásticas palabras. En estas meditaciones, en las que el espíritu, como una araña colgada de su hilo, baja y sube repetidas veces, empleó Leonor una hora, después de haber dicho que no iría a la Pampilla.
Todo espíritu vigoroso es generalmente impaciente. Leonor pensó que esperar hasta la noche para ver a Martín y calmar su tristeza con alguna mirada o una palabra consoladora sería poner un siglo entre su deseo y la ejecución. En amor, toda dilación se mide por siglos; tan ambicioso es el corazón cuando se encuentra en el verdadero campo de su gloria, que encuentra miserables los términos ordinarios con que apreciamos el tiempo. Entonces Leonor decidió borrar ese siglo. Su determinación de ir al Campo de Marte fue para don Dámaso una orden, como lo era todo deseo de su hija. He aquí la causa natural por que Leonor llegó a ver a Martín y a su hermano cuando acababan de bajarse del caballo.
Al ver Leonor a Rivas conversando con Edelmira sintió en su corazón un hielo que jamás había experimentado. Con el firme propósito de despreciarle y de no pensar más en él, no se ocupó de otra cosa durante la vuelta a la Alameda. ¿Por qué Martín le parecía más interesante desde que otra mujer, joven y bonita, le amaba? Leonor no pudo explicarse este enigma, mientras desfilaban ante sus ojos los grupos de serios paseantes que van y vienen por la Alameda en la tarde del 19 de septiembre, las engalanadas mujeres con sus vestidos nuevos, las tropas que marchan al compás de música marcial por la calle del medio, y las tristes figuras de los cívicos de Renca y de Ñuñoa, con sus raídos y estrafalarios uniformes, por las calles laterales. Sus ideas se confundían como esas masas de seres humanos que pasaban delante de su vista. Sentíase triste por la primera vez de su vida, y regresó a su casa de mal humor.
En esa noche Martín no fue al teatro, y Leonor oyó con disgusto la justificación de su hermano, que explicó a don Dámaso la escena de la carreta. A pesar de una larga conversación que tuvo en el teatro con Matilde y Rafael sobre generalidades de amor, no pudo desterrar de su imaginación la idea de que Rivas, quebrantando su promesa, dejaba el teatro por la casa de doña Bernarda. Al acostarse había reflexionado tanto sobre el mismo asunto, que su orgullo no se rebelaba ante la idea de tener por rival a una muchacha de medio pelo; de modo que al día siguiente, habiendo oído a Agustín que Rivas iba a almorzar con Rafael San Luis, sintió helada la atmósfera del comedor, donde esperaba verle.
Martín había buscado un pretexto para ausentarse, porque no se atrevía a comparecer delante de Leonor después de lo ocurrido en la Pampilla.
-Leonor -dijo Agustín a Rivas cuando éste volvió de casa de Rafael- es la que menos cree en las disculpas que he dado; es preciso que tú la convenzas, porque lo que ella cree, lo cree también papá, y todavía está serio conmigo.
En la comida de ese día, Martín tuvo una verdadera sorpresa, que le dejó perplejo sobre lo que debía pensar durante algunos momentos. Ocasionó esta sorpresa el aire natural de afabilidad con que Leonor le saludó y dirigió varias veces la palabra. Al cabo de sus reflexiones concluyó Rivas por esta triste deducción, propia de un enamorado que no se cree correspondido: «Me mira con demasiado desprecio y no está de humor para burlarse de mí».
-Ahora es la ocasión de que me justifiques -le dijo Agustín al salir del comedor.
-Apenas me atrevo -contestó Rivas, que, deseando hablar con la niña, necesitaba que alguien le alentase a ello.
-Hazme ese favor -replicó el elegante-. Ella te mira bien; mira, esta mañana me preguntó que por qué no habías ido anoche al teatro.
Diciendo esto, Agustín llevó a su amigo al salón, en donde Leonor se había sentado a tocar el piano.
Hemos visto que Martín, a pesar de su timidez de enamorado, sentía despertarse su energía en presencia de las dificultades. En aquella ocasión cobró fuerzas al verse solo con Leonor, pues Agustín le dejó junto al piano y se acercó a hojear un libro a la mesa del medio.
-No le vi a usted anoche en el teatro -le dijo Leonor con una naturalidad que tranquilizó completamente al joven.
-Quedé algo cansado del paseo -contestó él.
Leonor le miró con malicia.
-Sin embargo -le dijo-, usted se bajó a descansar en la Pampilla, y había elegido un buen lugar.
-Me ha dicho Agustín que usted no parece dar mucho crédito a la explicación que hizo de los motivos que nos obligaron a dar ese paso.
-En lo que usted encontrará demasiada malicia, ¿no es verdad?
-O muy mala idea de nosotros.
-No, a usted le hago entera justicia, porque reconozco el mérito de su inventiva.
-¿Cómo así, señorita?
-Porque siendo la explicación dada por Agustín demasiado ingeniosa para que yo pueda atribuírsela, he debido naturalmente pensar que es de usted.
-Por más que este juicio sea honroso para mi capacidad, no puedo aceptarlo; Agustín no ha hecho más que referir la verdad de lo acaecido.
-Pero hay algo que yo vi que él no ha explicado.
-¿Qué cosa?
-Una conversación, con apariencias de muy tierna, que usted tenía con la señorita Edelmira.
-Ya que usted me hace el honor de recordar algo que me concierne, me permitirá contestarla con entera franqueza.
-¿Alguna confidencia? -preguntó Leonor con un aire indefinible de inquietud reprimida y de disimulada indiferencia.
-No, señorita, una explicación sobre lo que usted vio.
-Sé de antemano que la explicación será satisfactoria, puesto que reconozco su facilidad de inventiva.
-Puede usted calificarla después de oírme.
-A ver.
-Es cierto que hablaba ayer con interés cuando usted me vio al lado de Edelmira.
-¡Vaya, veo que usted va teniendo confianza en mí para contarme sus secretos! -dijo Leonor con extraño acento y sin mirar a Rivas.
Hubiérase dicho que aquellas palabras habían salido de su boca después de luchar con acelerados latidos de su corazón. Un hermoso prendedor de camafeo rodeado de perlas, que sujetaba su cuello de finos encajes, bajaba y subía como un esquife que se mece sobre las olas; tan visible era lo oprimido y afanoso de su respiración al pronunciar aquella exclamación.
-No es un secreto, señorita; lo que he querido contar a usted es, como le he dicho, una sencilla pero franca explicación.
-A ver, pues, ya le escucho.
-El interés que tenía y tendré siempre para hablar con esa niña nace, señorita, del aprecio verdadero que he concebido por su carácter.
-¡Cuidado, con mucho calor habla usted de ese aprecio!
-Soy apasionado en mis afectos, señorita.
-Por eso le digo cuidado; dicen que ese aprecio se cambia con facilidad en amor.
-No lo temo.
-¿Porque lo desea?
-Porque sé que no puedo amarla.
-Es usted muy presuntuoso, Martín -dijo Leonor con acento grave y mirándole risueña al mismo tiempo.
-¿Por qué, señorita?
-Porque fía demasiado en la fuerza de su voluntad.
-¡Bien quisiera poder contar con ella! -exclamó Rivas con sincero acento de pesar-. Viviendo por la voluntad, sería más feliz.
Leonor evitó seguir la conversación en ese terreno, como un picaflor que abandona la atractiva belleza de la rosa, de miedo a sus espinas, y se contenta con las más modestas flores que la rodean en un jardín.
-Veamos -le dijo- si usted es tan franco como dice.
-Póngame usted a prueba.
-Esa niña le ama a usted.
Al través de la sonrisa con que Leonor acompañó esa frase, había en su mirar un aire de angustia que sólo muy expertos ojos habrían adivinado.
-No lo creo, señorita -contestó Martín con tono resuelto.
-Sea usted sincero; Agustín me lo ha dicho.
-Lo ignoro completamente, y con temor de dar a usted pobre idea de mi modestia, le diré que lo sentiría si así fuese.
-¿Por qué?
-Por lo que usted me ha tachado de presuntuoso; porque no podría amarla.
-Ah, usted aspira más alto y la cree de oscura condición.
-Eso no. Yo me hallo en el caso de abogar por la independencia del corazón. Ante el amor, no deben valer nada las jerarquías sociales.
-Entonces la causa que usted tiene para no amar a esa niña es un misterio.
-No, señorita, no es un misterio.
Volvió Leonor a abandonar por ese lado la conversación, porque le ocurría la pregunta escabrosa que explicase la causa de que hablaban: «¿Entonces, está usted enamorado de otra?».
Pero ella no preguntó eso, sino que, como lo había hecho un momento antes, hizo lo que podría llamarse una vuelta.
-Anoche -dijo al joven- estuve algo terca con usted.
-Mucho he estudiado, señorita -dijo Rivas con tristeza-, el modo de no desagradar a usted cuando tengo el honor de hablarla, y confieso que he sido casi siempre desgraciado.
-¡Se ha fijado usted en esto! -dijo con estudiada admiración la niña.
-Son incidentes de mucha importancia para mí, señorita -contestó con voz conmovida Martín.
El prendedor de camafeo volvió a mecerse como el esquife sobre las olas.
Al mismo tiempo, Leonor se turbó en una nota del vals que sabía de memoria y clavó los ojos en el papel de música que tenía a la vista.
-Tiene usted la memoria demasiado feliz -dijo después de repetir varias veces la nota en que había tropezado.
-No es la memoria, señorita, es el constante temor de desagradarla.
-¡Por Dios!, ¿me cree usted muy de mal genio? -exclamó Leonor aparentando sorpresa para ocultar su turbación.
-Sólo desconfío de mí, señorita.
-Le repetiré lo que creo haberle dicho antes, no veo motivos para esa desconfianza. Si realmente me hubiese desagradado, ¿no evitaría toda conversación con usted?
Estas palabras fueron acompañadas con los últimos golpes del vals, que Leonor tocó antes que les hubiese llegado su turno. Sus manos temblaban al cerrar el piano, y sin decir nada más se acercó a la mesa junto a la cual Agustín seguía hojeando el libro.
Más turbado que ella, permanecía Martín en el mismo punto que ocupaba durante la conversación. Parecióle que un rayo de luz había iluminado de súbito su mente para dejarle en la más completa oscuridad después. Al interpretar en pro de su amor las sencillas palabras que acababa de oír, su corazón se oprimió espantado como en presencia de un abismo y tuvo vergüenza de su tenacidad. ¡Ella estaba allí, majestuosa y altanera como siempre, hermosa hasta el idealismo, rica, admirada de todos!
«¡Qué locura!», se dijo con frío en el pecho, oprimido por los violentos embates de su corazón.
Agustín se acercó a Leonor.
-Espero que Martín te habrá convencido, hermanita -le dijo estrechando cariñosamente con ambas manos la cintura de la niña.
-¿De qué? -preguntó Leonor, poniéndose encarnada.
Parece que aquella pregunta coincidía de una manera casual con lo que en ese momento la preocupaba.
-De que fue imposible resistir y tuvimos que descender del caballo -repuso Agustín.
-Ah, sí, enteramente -contestó la niña saliendo del salón.
-Me alegro -dijo Agustín a Rivas-. Ella convencerá a papá y nos arreglaremos del todo con él.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora