Capitulo 21

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  En aquel mismo instante entraba Agustín Encina al cuarto de Rivas.
El elegante había estrechado su amistad con Martín desde la noche en que le vio en casa de doña Bernarda.
Un principio de egoísmo, que dirige la mayor parte de las acciones humanas, imperaba en el ánimo de Agustín al buscar la amistad de Rivas, a quien miraba con el desprecio del elegante santiaguino por el que viste mala ropa.
«Martín podrá acompañarme a casa de las Molina y servirme mucho», se decía Agustín.
Esta idea le indujo a vencer su orgullo de poderoso hasta tratar a Rivas con cierta familiaridad.
La expresión de servirme mucho , que Agustín había empleado al acercarse a Martín, necesita explicarse bajo el punto de vista social en que Encina la usaba al formular su reflexión.
Un joven visita una casa. El amor, esta estrella que guía los pasos de la juventud, le ha dirigido allí. La falta de animación que se nota en nuestras tertulias anuda la voz en la garganta del que tiene que confiar a los ojos la frase amorosa que el temor de ser oída por los profanos le impide pronunciar.
Pero el amor lleva el sello de la humanidad que le rinde su culto: tiene que desarrollarse y progresar. Las miradas que bastaron para alimentar lo que Stendhal llama «admiración simple» no alcanzan a satisfacer las exigencias del corazón, que llega pronto a lo que el mismo autor distingue con el nombre de «admiración tierna». Es preciso entonces oír la voz de la mujer querida y confiarle también las dulces cuitas del alma enamorada. Mas la conversación es general o fría en la tertulia, y no es fácil dirigir en privado la palabra a una de las niñas.
Entonces busca un amigo.
Éste puede entretener a la mamá con una charla más o menos insípida, o a las hermanas, que siempre tienen el oído más listo que la madre.
Y el enamorado puede entonces desarrollar a mansalva su elocuencia de frases cortadas y de suspensivos.
En este sentido pensó Agustín que Rivas podría servirle mucho en casa de doña Bernarda, en la que la vigilancia de la madre era tanto mayor, a pesar de su afición al juego, cuanto era también mayor el peligro de la situación, siendo el galán de su hija un mozo de familia acaudalada.
Agustín entró en el cuarto de Rivas entonando el estribillo de una canción francesa.
-¿Usted no ha vuelto a rendir visita a las Molina? -dijo a Martín, ofreciéndole un hermoso cigarro puro.
-No, no he vuelto -contestó Martín.
-¿Que no piensa usted returnar a la casa?
-Nada había pensado sobre esto.
-Son excelentes muchachas.
-Así me han parecido.
-Yo pienso ir esta noche a verlas. ¿Quiere usted acompañarme?
-Con mucho gusto.
-¿Qué le ha parecido Adelaida?
-Bastante bien, pero no tanto como a usted -dijo Martín sonriéndose.
-¿Le han dicho a usted que estoy enamorado de ella? -preguntó Agustín.
-Lo he conocido a primera vista.
-Pues, hombre, es la verdad; no hay ninguna niña de nuestros salones que me guste tanto como Adelaida.
-Malo -dijo Rivas.
-¿Por qué?
-Porque ese amor puede convertirse en pasión y hacerle cometer alguna locura.
-¿Qué llama usted locura? En París todos tienen esta clase de amores.
-Llamo locura, por ejemplo, que usted llegase a querer casarse con ella.
-¡Bah, querido, usted no conoce el mundo! Todas estas chicas saben que un joven como yo no se casa con ellas.
Martín hizo todas las reflexiones morales que le vinieron a la imaginación para combatir los principios parisienses del elegante, quien se contentó con decirle que no conocía el mundo.
-Lo que hay de cierto es que yo la amo -dijo Agustín para terminar la amonestación de Rivas-, y que solo o acompañado por usted seguiré visitándola. Sentiré, sí, que usted no me acompañe.
-Si usted quiere le acompañaré -respondió Martín.
Rivas dio esta respuesta recordando la pintura que San Luis le había hecho del carácter de Adelaida y de sus aspiraciones a casarse con algún hombre rico.
-Eso es, hombre -exclamó Agustín, contento de la respuesta-; es preciso ser complaciente con los amigos. Además, es necesario divertirse en algo, porque esta vida de Santiago es tan insípida. Conque ¿es convenido? Me voy a vestir y le encuentro a usted listo dentro de media hora.
-Bueno, estaré pronto -contestó Martín, pensando también que él tenía necesidad de distraer de algún modo su tristeza.
Martín hizo la siguiente reflexión después de la salida del hijo de don Dámaso:
«Cada vez siento aumentarse mi pasión a medida que la esperanza de ser amado se aleja. ¿No es mejor, como Rafael y Agustín, apagar en un amor fácil la sed del alma que devora la tranquilidad del espíritu?».
Esta idea se revolvía en su imaginación mientras él se preparaba para la visita que debía hacer con Agustín. La tendencia del amor a curar sus pesares con el principio de los semejantes despertaba en él su orgullo, humillado ante la altanera majestad de Leonor.
La vuelta de Agustín le sacó de su meditación. Venía vestido con una elegancia irreprochable.
En el camino tomó luego la palabra para hablar de sus amores, hasta que llegaron a casa de doña Bernarda.
En ese momento, Leonor se había sentado al piano y tocaba con entusiasmo. Hallábase contenta de haber manifestado a Rivas que podía encontrarse con él sin conmoverse y deseaba su llegada para aterrarle con su desdén. No podía olvidar las palabras del joven al confesarle su propósito de no amar. ¿No era éste un reto insolente arrojado a su hermosura y que nadie hasta entonces se había atrevido a hacerle?
Cansada de tocar se retiró del piano, y fue a sentarse pensativa en un sofá.
Cada ruido de pasos que se oía en el patio hacía latir con violencia su corazón; así es que recibía con un frío saludo a las personas que llegaban. La ausencia de su prima vino a aumentar la duración de aquella larga noche, en la que esperaba explicarle sus razones para no haber descubierto a Rivas todo el plan acordado en el día.
Perdida ya la esperanza de ver llegar a Martín, su irritación se aumentó con aquel ligero incidente que la privaba del placer de una victoria. Parecíale que Rivas cometía una falta imperdonable no presentándose a recibir la insultante indiferencia con que se preparaba a hacerle conocer el desprecio que le había inspirado su presuntuoso propósito de no amar.
Leonor creía de buena fe en aquel instante que ese propósito era usurpado contra los fueros de su belleza, que todos debían admirar.
Don Dámaso, por su parte, sin preocuparse de la impaciencia de su hija ni del sueño en que doña Engracia había caído, con Diamela en las faldas, se sostuvo durante toda la noche en abierta oposición al ministerio, contra don Fidel y don Simón, que le atacaron vigorosamente.
Al llegar don Fidel a su casa, en donde Matilde, pretextando un fuerte dolor de cabeza, había quedado con doña Francisca, encontró sola a su mujer y entregada a la lectura de Jorge Sand.
Don Fidel, después de argumentar en contra de la oposición, delante de su compadre y fiador, se preguntaba, al volver a su casa, si pasándose a la oposición podría obtener la prórroga del arriendo del Roble.
En presencia de doña Francisca siguió en voz alta sus reflexiones, que, girando en torno de las probabilidades que el caso presentaba, tomaron la forma que indican las siguientes palabras:
-La cosa sería acertar el golpe, porque si ahora me paso a la oposición, pierdo la fianza de mi compadre, que, como ya se encuentra figurando entre la gente decente, se echará para atrás conmigo. ¡Maldita política!
Doña Francisca, que bajo la impresión de su lectura se hallaba en disposición de reducirlo todo a teorías, exclamó para formular una:
-Mira, hijo, la política, como dice no sé qué autor, es un círculo inflamado que...
-Qué círculo, mujer, ni qué autor -replicó impaciente don Fidel-; si don Pedro me firmase un nuevo arriendo del Roble yo me reiría de todo el mundo.
Doña Francisca se contentó con levantar los ojos, como poniendo al cielo por testigo del prosaico corazón a que había unido el suyo. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora