Capitulo 40

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Dejamos a doña Bernarda Cordero camino de su casa, después de oír de boca de don Dámaso la revelación del secreto que le ocultaba su hijo.
Durante la marcha, la irritación que esta noticia le había causado se aumentó, como era de figurarse. Destruía aquella revelación tan ambiciosas esperanzas, concebidas por causa de Amador, que, al verlas desvanecerse, su encono contra el que, engañándola, se las hiciera abrigar, crecía en proporción del prestigio que cualquiera esperanza adquiere cuando es perdida. Así fue que al entrar en su cuarto arrojó sobre una silla el mantón y llamó a su hija mayor con desabrida voz.
Adelaida se presentó al momento.
-¿Y tu hermano? -le preguntó doña Bernarda.
-En su cuarto estará -contestó la hija.
-Llámalo, tengo que hablar con ustedes.
Pocos instantes después llegaron a la pieza en que doña Bernarda esperaba Adelaida y Amador.
Doña Bernarda miró a su hijo con expresión de ira reconcentrada.
-Conque me has estado engañando, ¿no? -le dijo apoyando ambas manos en la cintura y con un singular movimiento de cabeza.
-¡Yo! ¿Por qué, pues? -contestó Amador, que, como todo el que vive con la conciencia vigilante por causa de alguna falta, sospechó al momento el significado de aquella pregunta, que le hizo palidecer.
-¡No sé, pues! Estaré tonta que hasta mis hijos me engañan. ¡Era lo que faltaba! Conque Adelaida está bien casada, ¿no?
-Pero, madre, ¿no le he estado diciendo estos días que ya todo estaba arreglado?
-¡Bonito el arreglo! ¡No hagáis otro y quedarais limpio! Arreglado, quedando nosotros como unos negros. ¿Con qué caras vamos a andar por la calle? Hasta los chiquillos nos señalarán con el dedo.
-¡Las cosas suyas! -dijo Amador confundido.
Doña Bernarda se exasperó con esta exclamación, que en su estado de irritabilidad creyó poco respetuosa. Ésta fue la señal para que, descargando sobre Amador y sobre Adelaida todo el peso de su furor, prorrumpiese en desatinadas maldiciones, horrorosos insultos y amenazas terribles, que la decencia nos impide transcribir. Adelaida, más tímida que Amador, creyó libertarse de aquella granizada de improperios que amenazaba degenerar en vías de hecho, dando con temblorosa voz esta disculpa:
-Yo no tuve la culpa, mamita.
A lo que Amador replicó en tono sarcástico:
-Sí, pues, la habré tenido yo. ¡No ve que era yo el que me iba a casar! Bueno, pues, yo no me ando con santos tapados.
-Y ¿quién es entonces? -exclamó doña Bernarda-. ¿No fuiste tú quien me vino a hablar del casamiento? ¿Para qué me engañaste? Algún interés tenías.
-¿Qué interés quiere que tuviese? ¡Esto sí que es bonito!
-¿Y cómo ésta dice que no tuvo la culpa? -preguntó doña Bernarda señalando a su hija.
-Sí, pues, porque ella lo dice ya fue cierto.
-En la carta dices que tú trajiste a un amigo vestido de padre.
-¿En qué carta?
-En la que escrebistes a don Dámaso.
-Así fue; pero yo no lo hice por mí, sino por Adelaida.
Doña Bernarda se volvió hacia ésta con la vista inflamada de cólera.
-Yo no tengo la culpa -repitió Adelaida en contestación a esa mirada.
-Eso es, pues, échame la culpa a mí ahora -dijo Amador picado y respondiendo a otra mirada de su madre.
Luego añadió:
-Si ella no tiene la culpa, pregúntele por qué lo hacía yo.
-A ver, responde, pues -dijo a Adelaida doña Bernarda.
-¿Por qué...? ¿Cómo sé yo? Tú me dijiste que me convenía.
-¡No ves! -exclamó doña Bernarda-, bien lo decía yo; tú solo tienes la culpa.
A su exclamación agregó la señora una nueva granizada de insultos dirigidos a su hijo, que sólo pudo hacerla interrumpirse con estas palabras:
-Averigüe bien primero lo que pasa en su casa y no me insulte sin razón.
Adelaida dirigió una mirada suplicante, que Amador no pudo ver porque sólo pensaba en calmar a su irritada madre.
-¿Qué pasa en mi casa? -preguntó ésta.
-Que le diga Adelaida si no fue por ella que yo lo hice. Nada le cuesta decir que no tiene la culpa; yo no tengo nada que tapar y ella sí que tiene.
Adelaida conoció el peligro en que estaba si su hermano seguía hablando y tomó la palabra para echar sobre ella toda la responsabilidad de lo acaecido; mas aquel recurso era tardío después que las sospechas de algún nuevo misterio entraron en el espíritu de la madre con lo que acababa de oír. En vano Adelaida juró que ella había incitado a su hermano sólo por el deseo de casarse con uncaballero , doña Bernarda repetía sólo por contestación esta pregunta:
-Sí, pero algo tienes que tapar cuando éste lo dice.
Hubieran se calmado las sospechas de doña Bernarda si Amador hubiese confirmado las aseveraciones de su hermana; pero se guardó bien de hacerlo, porque temía ver de nuevo descargarse sobre él la cólera de su madre.
Entretanto, como viese doña Bernarda que Adelaida repetía lo mismo y que Amador callaba, volvióse hacia éste y prorrumpió en amenazas si no le descubría la verdad.
-Si no me la confiesas -le dijo mostrándole los puños y en el mayor estado de exaltación-, te hago sentar plaza de soldado por incorregible; acuérdate que todavía no tienes veinticinco años.
Poco importaba a Amador semejante amenaza, que fácilmente podía burlar abandonando la casa materna. Mas para mantenerse en cualquiera otra parte era preciso ganar la subsistencia trabajando, y Amador era holgazán inveterado. Parecióle más fácil confesar la verdad, perdiendo a su hermana, que entrar en riña abierta con su madre, la que siempre proveía a sus necesidades, y a veces, a fuerza de economía, le sacaba de grandes apuros, pagando sus deudas. La relajación de sus costumbres le había privado de todo sentimiento noble desde temprano, por lo cual no pensó ni un instante en sacrificarse por Adelaida arrostrando solo la indignación de doña Bernarda. Las sugestiones de su egoísmo hablaron únicamente en su pecho, y sin vacilar refirió a su madre la consecuencia de los amores de Adelaida con Rafael San Luis, buscando al fin algunas palabras para atenuar el hecho.
Doña Bernarda palideció al oír la terrible revelación de Amador, y se arrojó furiosa sobre Adelaida, a quien arrastró por el cuarto, asiéndola de las hermosas trenzas de su pelo y dando gritos descompasados.
Acudieron a sus voces Edelmira y la criada, que con Amador interpusieron juntos sus esfuerzos para arrancar a Adelaida de manos de doña Bernarda.
A fin de impedir que los gritos de la madre y de la hija, unidos a los de los demás que por ella intercedían, llegasen a oídos de los que por la calle pasaban, la criada corrió al patio y cerró la puerta de calle. Mientras tanto, doña Bernarda desplegaba fuerzas extraordinarias para su sexo y edad, no sólo arrastrando a Adelaida, a quien el dolor arrancaba lastimeros quejidos, sino dando fuertes bofetones a Edelmira y Amador, que luchaban por arrancarle su víctima. Un frío espectador de aquel drama doméstico habría, tal vez, desatendido la voz de la compasión por lo grotesco del cuadro, cuyo principal personaje era doña Bernarda repartiendo furiosos manotones con la diestra, mientras que en la mano izquierda se había envuelto las largas trenzas de la infeliz muchacha. Pero como todo en la tierra, aquella escena debía tener un término, como en efecto lo tuvo, pues al enviar doña Bernarda una palmada a Edelmira, que con heroico arrojo le apretaba ambos brazos, la mano izquierda de doña Bernarda se soltó de las trenzas, y el impulso que a su derecha había dado fue tal, que no sólo arrojó sobre una silla a la compasiva Edelmira, sino que, falta de apoyo con la caída de ésta, fue a rodar doña Bernarda al medio de la pieza, quedando, con la exasperación en que se encontraba y el golpe que al caer recibió, sin movimiento ni sentido.
Levantáronla sus hijos, ayudando a esta operación la misma Adelaida, y la llevaron a su cama, en donde la criada le frotaba los pies, Amador le echaba agua en la cara y las niñas lloraban sin consuelo abrazadas la una de la otra.
Recobró por fin su espíritu la señora y vertió amargas lágrimas sobre la deshonra de Adelaida. Al exceso de agitación en que se había encontrado, sucedió el abatimiento que en lo físico y en lo moral van en pos de todo esfuerzo extraordinario, y se sintió tan molida al día siguiente que le fue más grato permanecer en el lecho para recobrarse. Todo el reconocimiento que abrigaba hacia Rafael San Luis por servicios que le debía se tornó en odio y deseo de venganza con la revelación de su conducta, y empleó el día en descubrir un medio de tomar una justa reparación de su afrenta. Mas, como sus meditaciones no le dieran un resultado satisfactorio, resolvió apelar a las vías de conciliación, que tal vez acarrearían la felicidad y la honra a su familia.
Satisfecha de su nueva resolución, dirigióse, algunos días después de la escena que le daba origen, a casa de Rafael San Luis.
Eran las diez de la mañana. Rafael se encontraba solo en su cuarto. La presencia inesperada de doña Bernarda le llenó de turbación y de funestos presentimientos en el alma; sin embargo, trató de dominarse y de recibirla con cariñosa urbanidad.
Parece que la señora ocultaba también por su parte los sentimientos que la ocupaban, para manifestar una tranquilidad que estaba muy lejos de experimentar en aquel momento. Sentóse con rostro risueño en la poltrona que con amable sonrisa le presentó Rafael, y, echando hacia atrás el mantón con que se cubría la cabeza, dijo en acento de reconvención amistosa:
-Ya usted se nos ha perdido de la casa, pues.
-No es por falta de amistad, créamelo, misiá Bernarda -contestón el joven.
-Algún motivo tiene. ¿No sabe, pues?, herradura que cascabelea , clavo le falta.
-¿Qué motivo puedo tener? Absolutamente ninguno, usted conoce mi amistad.
-Cómo no, y yo también le he querido harto. Vea, el otro día no más le estuve diciendo a Adelaida: «¿Qué es de don Rafael? ¿Que le han hecho algo que no viene?».
Rafael se fijó al momento en que doña Bernarda nombraba sólo a su hija mayor, y con esto aumentaron sus presentimientos de que aquella visita tenía otro objeto que la simple apariencia de amistad con que se anunciaba.
-Le doy a usted las gracias por su cariño -contestó.
-Bueno, pues, ¿y que no piensa volver a vernos? -preguntó doña Bernarda.
-Casi todas las noches las tengo ocupadas y, a pesar de mi deseo, no sé cuándo pueda ir -respondió Rafael, que quería descubrir cuanto antes el objeto de la visita.
-Sí, pues, así lo decíamos allá en casa: ¡cuándo ha de volver! Ya tiene otras amistades de gente rica y se avergonzará de venir a casa.
-¡Avergonzarme! Se engaña usted, misiá Bernarda.
-La prueba está, pues, en que no quiere volver -replicó la señora, con tono en que se advertía la falta de la afabilidad que había empleado al principio.
Rafael notó esa falta y se dejó llevar de su poco paciente carácter.
-No he dicho que no quiero volver -dijo-, sino que no puedo.
-Lo mismo tiene, el caso es que no vuelve y yo sé por qué.
En estas palabras el tono de descontento había aumentado.
-La causa es la que he dicho; no tengo tiempo.
-Por ahí andan diciendo que usted va a casarse.
-¿Lo ha oído usted?
-Ayer no más. ¿Y es cierto?
-Puede ser.
-¡No ve! ¿No se lo decía?
-Es un compromiso muy antiguo, data de antes que tuviese el gusto de conocer a usted.
-Antiguo será, pues, ¿qué le digo yo? Pero se le olvida que también por casa tiene compromiso.
Al pronunciar estas palabras, fijó resueltamente doña Bernarda su mirada en Rafael, mientras que en sus facciones se veía el sello de una resolución premeditada y firme.
El joven palideció al oírlas; aunque la sola presencia de doña Bernarda le daba vehementes sospechas de lo que la llevaba a su casa, no esperaba que tan sin rodeos se atreviese a atacarle.
-No sé a qué cosa se refiera usted -contestó, fingiendo no adivinar el sentido de lo que oía.
-Cómo no lo ha de saber, y mejor que yo también. Más vale que nos arreglemos como amigos.
-En fin, señora, ¿qué es lo que usted quiere? -exclamó Rafael con impaciencia.
-Que usted se case con mi hija, que por usted está deshonrada -contestó con energía doña Bernarda.
-Imposible -dijo el joven-, estoy comprometido a casarme con una señorita que...
Doña Bernarda le interrumpió furiosa:
-¿Y a nosotros qué nos tiene que sacar? Mi hija también es señorita y usted la engañó con palabras de casamiento; si usted fuese caballero debía cumplir su palabra.
En vano buscó Rafael argumentos y disculpas para paliar su falta; doña Bernarda replicó siempre con la contestación que acababa de dar.
-En fin -exclamó San Luis exasperado-, es absolutamente imposible que me case con su hija, y lo mejor que usted puede hacer por ella es aceptar la propuesta que voy a hacer.
-¿Qué propuesta? -preguntó la señora.
-Tengo doce mil pesos que heredé de mi padre; prometo reconocer a mi hijo y dar a Adelaida la mitad de esta suma.
-No es plata lo que yo pido -contestó doña Bernarda.
Y añadió a esto mil recriminaciones que Rafael tuvo que soportar con humildad, concluyendo con esta amenaza:
-No quiere casarse, ¿no? Pues yo me presentaré al juez, y veremos quién pierde; la desgracia de mi hija la saben ya muchos para que yo me pare en ella al presentarme. Usted quiere la guerra; se la daremos, no le dé cuidado.
Y salió de la pieza de Rafael, dejándole entregado a una mortal inquietud.
Rafael San Luis escribió a Martín, citándole para el portal que ahora llamamos portal viejo o Bellavista, para distinguirlo del de Tagle y del pasaje Bulnes.
Una hora después hallábanse los dos amigos reunidos en el lugar designado y tomaron el camino de la Alameda.
-Necesito de tu consejo para un asunto grave -dijo Rafael, apoyándose en el brazo de Rivas.
-¿Qué es lo que hay? -preguntó éste.
-En medio de la calma ha aparecido una nube que presagia tempestad; no te imaginarías nunca a quién he tenido de visita.
-¿A Adelaida Molina?
-¡A doña Bernarda! Lo sabe todo y quiere que me case con su hija.
-Tiene razón -dijo fríamente Martín.
-Ya lo sé -replicó incómodo Rafael-, y no te pedía tu opinión sobre eso.
-Adelante.
-No se me ocurre ningún medio de parar este golpe. He ofrecido la mitad de lo que tengo, y la maldita vieja no se contenta con seis mil pesos.
-En ese caso, haz lo que todavía puedes: ofrece los doce mil.
-No admitirá, no quiere oír hablar de nada si no consiento en casarme. Me parece inútil decirte que esto es imposible, pues no habría consentido en ello aun cuando no me hallase en vísperas de mi soñada felicidad.
Martín se quedó silencioso, pensando que aquella frase podría salvar a muchas infelices niñas expuestas a la seducción si pudieran oírla.
-¿Qué harías tú en mi caso? -preguntó Rafael.
-Discurriendo como acabas de hacerlo y puesto que doña Bernarda no quiere oír hablar más que de matrimonio, le quitaría la ocasión de pensar en ello.
-¿Cómo?
-Casándome pronto.
-Tienes razón; pero siempre queda un peligro.
-¿Cuál?
-Doña Bernarda me amenazó con presentarse al juzgado.
-¿Crees tú que se atreviese a hacerlo?
-Mucho lo temo; es mujer violenta y capaz de abrigar odios irreconciliables. Creo que por vengarse de mí no se arredraría ante la necesidad de propalar la deshonra de su hija.
-Queda un medio, aunque no seguro.
-¿A ver?
-Amador es codicioso.
-Más que un avaro de comedia.
-Le pagaremos unos quinientos pesos porque obtenga de su madre la promesa de desistir de su presentación.
-¿Podrías tú hablar con él?
-Con mucho gusto.
-Me harás con esto un gran servicio -exclamó Rafael reconocido-. ¡Tú sabes lo que he sufrido antes de verme como ahora a las puertas de la felicidad! ¡La amenaza de doña Bernarda me hace temblar! Si mi conciencia estuviese tranquila, no me sucedería esto; pero, como tú dices, la pobre señora tiene razón y de nada le sirve mi arrepentimiento.
-En fin, haremos lo que se pueda.
-Te debo ya el inmenso servicio de haberme devuelto a Matilde, y si consigues que doña Bernarda se calle, te la deberé de nuevo. ¡Cómo podré pagarte jamás!
-Hablemos de otra cosa. ¿No eres mi amigo?
-Bueno, hablemos de tus amores, ¿cómo siguen?
-Siempre mal -dijo Rivas con una sonrisa que no alcanzó a borrar la melancolía de su rostro.
-No creo que tan mal -replicó Rafael.
-¿Por qué? ¿Sabes tú algo? -preguntó con interés Martín.
-Matilde me dice que su prima habla de ti constantemente; éste es un buen presagio.
-Hablará de mí como de tantos otros.
-Ahí está la particularidad, habla sólo de ti. A ver, cuéntame, ¿qué hablas con Leonor? Yo tal vez sea más perspicaz que tú.
Provocado así a una confidencia, refirió Martín todas las conversaciones que había tenido con Leonor, especificando las menores ocurrencias y conservando hasta las palabras con la feliz memoria de los enamorados. Habló con calor de sus recientes esperanzas y con angustia de su desaliento; éste y aquéllas, merced a la elocuencia de un amor verdadero, aparecieron a Rafael como la luz de la luna, que en un cielo entoldado brilla de repente y desaparece después tras espesos nubarrones.
-Si no hay sobre qué fundar una certidumbre -le dijo al fin-, no falta en qué apoyar esperanzas; yo, en tu lugar, haría un acto de audacia para realizarlas.
-¿Cómo?
-Le escribiría.
-¡Nunca!, ¡nunca burlaría así la confianza de los que me dan tan generosa hospitalidad!
-Martín, amigo, no eres de este siglo.
Martín sólo contestó con un suspiro ahogado.
-¿Es decir que te resuelves a vivir en la duda? -repuso San Luis.
-Sí; además, te lo confieso, la majestad de Leonor me anonada. El valor que a veces he tenido para contestarle con alguna energía me abandona cuando no estoy con ella y mido la inmensa distancia que nos separa. ¡Me veo tan oscuro, tan pequeño al contemplarla!
-En fin, tú eres dueño de hacer lo que te parezca.
Los dos jóvenes se levantaron de un sofá de la Alameda en que se hallaban.
-¿Cuándo te ocuparás de mi asunto? -preguntó Rafael.
-Hoy mismo si puedo; voy a escribir a Amador. ¿Cuánto puedo ofrecerle?
-Tú arreglarás el asunto como mejor te sea posible; yo estoy dispuesto a sacrificar cuanto tengo.
Separáronse frente a la bocacalle del Estado, y se marcharon cada cual a su casa.
A esa hora hallábase en su cuarto Amador Molina con el oficial amante de Edelmira, que acababa de entrar.
-Amador, vengo a hablar contigo -había dicho después de saludar Ricardo Castaños.
-Aquí estoy, pues, hijo -contestó Amador-, ¿qué se ofrece?
-Tú sabes que yo quiero a tu hermana.
- Algo de tienda , amigo; todos somos aficionados, pues.
-Pero creo que ella no me quiere.
-¡Adiós! ¿Y qué mejor quería?
-A ti, ¿qué te parece?
-¡Qué me ha de parecer! Que te quiere y harto.
-¿Y cómo no lo dice?
-¿Que no conoces lo que son las mujeres? ¡Vaya, pareces niño! No hay una que no disimule.
-Entonces, ¿tú crees que se casaría conmigo?
-De juro, pues, hombre. Anda, encuentra una que no le guste casarse. No hay más que hablarles de casaca y se les ríe sola la cara.
-Y a tu madre, Amador, ¿qué le parecerá?
-Le ha de parecer bien no más. ¿A quién no le gusta casar a sus hijas? Hasta los ricos, pues, hombre.
-¿Entonces tú le puedes hablar por mí?
-Bueno, pues, hijo -contestó Amador, dando un abrazo a Ricardo.
-Yo soy corto de genio para esto -repuso el oficial-, y me acordé de ti; Amador me sacará de apuro, dije, y vine, pues.
-Bien hecho, esta noche mismo le hablo a mi madre, y pierde cuidado.
Pocos momentos después se separaron, ambos contentos. El oficial con la esperanza de unirse a la que de todo corazón amaba, y Amador con la idea de que la misión de que quedaba encargado le serviría para obtener el perdón de doña Bernarda, que, desde que había descubierto la verdad de su abortada intriga, sólo le hablaba para reñirle.
Hallábase entregado a estas reflexiones cuando oyó golpear a la puerta del cuarto y salió a ver quién golpeaba.
Un criado le entregó una carta; era de Martín Rivas, que le pedía que le esperase a la oración en el óvalo de la Alameda para hablar de un asunto que interesaba a toda la familia de doña Bernarda.
-¿Qué contesta le llevo? -preguntó el criado, cuando vio que Amador había terminado de leer la carta.
Contestó Amador por escrito que se encontraría puntualmente a la hora y en el lugar indicados.
Cuando se halló de nuevo y preocupado en adivinar el objeto con que Rivas le citaba, pensó en que era más prudente esperar, para cumplir con el encargo que Ricardo le había dejado, el haberse visto con Martín.
Poco antes de la hora convenida, acudió Amador al óvalo de la Alameda, adonde llegó Rivas algunos momentos después.
Sin rodeos habló Martín del objeto con que le llamaba y le ofreció doscientos pesos para que intercediese con doña Bernarda, a fin de hacerla desistir de su amenaza.
-¿Usted dice que Rafael ofreció seis mil pesos para mi hermana, y que mi madre no quiso? -preguntó Amador.
-Sí -contestó Rivas.
-Yo le diré, pues, mi madre es porfiada, y está furiosa conmigo por lo de la carta; con los mil pesos que me dieron no me pagan lo que tengo que aguantar.
-Habrá trescientos pesos para usted -dijo Martín.
-¿Y no ofrecen nada más para Adelaida y su niño?
-Ocho mil pesos; Rafael no puede dar más porque no tiene.
-Veremos, pues.
-¿Cuándo me dará usted la contestación?
-No sé, pues, ¡quién sabe cuándo conteste mi madre!
-Tan pronto como la tenga, me escribirá usted.
-Bueno.
Regresó Amador a su casa después de esta conversación y halló a su madre cosiendo con sus dos hijas.
-Mamita -le dijo al oído-, vaya para su cuarto, que tengo que hablar con usted.
-¿Qué hay? -preguntó doña Bernarda cuando estuvo sola con su hijo en el cuarto de dormir.
Amador principió justificándose de las cosas pasadas y asegurando que todo lo había hecho por el interés de la familia.
-No le había querido volver a hablar de esto -añadió-, hasta no tener alguna otra cosa buena que decirle.
-¿Entonces tienes algo bueno ahora? -preguntó doña Bernarda algo apaciguada.
-¡Cómo no, dejante que yo ando siempre pensando en la familia y usted todavía enojada conmigo!
-A ver, pues, ¿qué es lo que hay?
-¿No le gustaría casar a una de sus hijas?
-Qué pregunta.
-¿Qué tal le parece Ricardo?
-Bueno.
-Quiere casarse con Edelmira.
El semblante de doña Bernarda se llenó de alegría.
-Ricardo tiene buen sueldo y puede ascender -añadió Amador.
-Me parece muy bien -dijo la madre.
-Entonces usted hablará con Edelmira.
-Yo hablaré esta noche.
-Es preciso que se ponga tiesa , mamita, porque Ricardo dice que ella no lo quiere.
-Que venga a hacer la taimada conmigo -dijo en tono de amenaza doña Bernarda.
-Eso es, no dé soga , porque maridos como Ricardo no se ofrecen todos los días.
-Que haga la taimada no más, déjate estar.
-Hay también otra cosa.
-¿Cuál?
Refirióle Amador su reciente conversación con Martín y dijo que ofrecía hasta siete mil pesos para el hijo de Adelaida, con tal que doña Bernarda desistiese de su acusación.
-Ya sé que no conviene presentarme al juez -dijo doña Bernarda-; estuve a verme con un procurador que conozco, amigo del difunto Molina, y me dijo que no sacaría más que alimentos.
-Y, además -repuso Amador-, ¿para qué ir a hacer que esto ande por los tribunales, cuando los siete mil pesos es mejor?
Amador había hablado dos veces de siete mil pesos, en lugar de ocho que Martín le había facultado para ofrecer. Su cálculo era que, ofreciendo la primera cantidad, quedarían mil pesos a beneficio suyo, además de su gratificación de trescientos pesos.
-Reciben ustedes los siete mil pesos -añadió-, y nadie sabe para qué son.
-Poco importa que sepan -dijo doña Bernarda con tono sombrío-, la criada de aquí lo sabe.
-¿Quién dijo?
-Yo se lo pregunté, y ella se lo habrá contado quién sabe a cuántas; lo sabe también la que tiene el niño y lo sabrán todos. ¡Maldito futre, le ha de costar caro!
-Pero es mejor, mamita, que aseguremos primero la plata.
-Allá entiéndanse ustedes como puedan -replicó con desabrido acento la señora.
Y se retiró a buscar su costura, jurando entre dientes que Rafael tendría que arrepentirse toda la vida de lo que había hecho.
Amador contestó al día siguiente que su madre se comprometía a no presentarse al juez con tal que se diese a Adelaida la cantidad estipulada, valiéndose para dar esta respuesta de lo que doña Bernarda había dicho acerca de su consulta con su amigo el procurador. Grande fue su sorpresa cuando, en lugar de entregarle Rafael los ocho mil pesos de los que él esperaba reservarse mil, vio a Martín encargado de extender una escritura de donación a nombre de San Luis y depositar el dinero en una casa de comercio, con cargo de entregar a Adelaida los intereses.
Practicadas estas diligencias, fue Rivas a casa de Rafael a darle cuenta de ellas.
-A pesar de esto -le dijo-, no debes considerarte como libre de un nuevo ataque hasta que no estés casado.
-Así lo creo -contestó Rafael-, y por eso he conseguido con mi tío que obtenga reducción del plazo fijado por don Fidel. Espero estar casado dentro de dos semanas, a más tardar.

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora