Capitulo 52

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  A principios de enero del año siguiente, la familia de don Dámaso se encontraba en la hacienda de éste.
Como estaba convenido, Matilde había formado parte de la comitiva y ocupaba con Leonor un cuarto cuyas ventanas daban sobre el huerto de la casa.
Agustín y su padre salían diariamente a caballo por la mañana y se reunían con la familia a la hora de almorzar, después de lo cual se tocaba el piano, y Agustín, no encontrando nada mejor en que ocupar el tiempo, hacía la corte a su prima.
Doña Engracia veía con satisfacción las atenciones que su hijo dirigía a Matilde, a quien todos en la casa profesaban un verdadero cariño, y con no menos satisfacción aseguraba la señora que el temperamento del campo había sentado muy bien a Diamela.
Inquietábanla sí, no poco, los ataques a que en esa vida de campo estaba expuesta la virtud de Diamela, con las grandes cuadrillas de galanes que rodeaban a cada uno de los vaqueros que llegaban de los cerros a saludar al patrón.
Don Dámaso, por su parte, leía los periódicos que llegaban de Santiago, inclinándose ya al ministerio, ya a la oposición, según la impresión que cada artículo le producía, y al despachar su correspondencia hacía continuos recuerdos de Martín, que con tanta expedición sabía interpretar sus pensamientos y ahorrarle este trabajo.
La soledad y monotonía de aquella vida de campo, en la que transcurrían las semanas sin incidente alguno digno de apuntarse, había obrado de diverso modo en el alma de las dos primas, que, aunque viviendo en la mayor intimidad, guardaban cada cual sus secretos pensamientos.
Matilde había llorado su desengaño, como hemos visto ya, pero ese desengaño había destruido su aprecio a Rafael San Luis y, con la falta de estimación, el amor se había apagado en su pecho.
El tiempo y la ausencia de los lugares que habían presenciado su felicidad cicatrizaron poco a poco la herida de su alma, dejándole sólo esa melancolía que precede al completo consuelo de los pesares. En tal estado, las atenciones de Agustín, a quien abonaban su juventud, su alegría y su elegancia, hicieron que Matilde olvidase primero sus antiguos amores, se consolase después del violento golpe que a las puertas de la felicidad la había arrojado a la desdicha, y concluyese, por último, por cobrar gusto y afición a las animadas conversaciones con que su primo la entretenía.
El estado de ánimo de Leonor era completamente distinto. La que al principio parecía certidumbre acerca de la existencia de amores entre Martín y Edelmira, transformóse poco a poco en duda con el continuo meditar a que la soledad la condenaba. Volvieron entonces a la memoria los recuerdos de las pasadas conversaciones, de las miradas con que Martín le decía su amor, ya que de palabra no había osado hacerlo, y estos recuerdos dieron verosimilitud a los descargos con que el joven había explicado su conducta. Ingenioso como es siempre el espíritu en buscar razones en apoyo de lo que el corazón desea, el de Leonor apeló a la franqueza con que Rivas había confesado su participación en la fuga de Edelmira, para concluir de allí en favor de su causa, alegando que el que ha delinquido se parapeta para mayor seguridad en la completa negativa. De estas reflexiones nació, como era lógico, en Leonor el sentimiento de haberle tratado con tanta aspereza y contestado con amargos sarcasmos a la sinceridad de Martín. En la distancia todas estas ideas revistieron la memoria del joven con ventajosos colores, de modo que poco antes del regreso de la familia a Santiago, que tuvo lugar a fines de febrero, Martín, sin defenderse, había vuelto a conquistar su puesto en el corazón de Leonor, con la ventaja para él de que la niña acusaba entonces de necio al orgullo con que siempre había hecho helarse en los labios de Martín las palabras de amor que parecían próximas a desprenderse de ellos.
Víctimas de esta gradual reacción en favor de Rivas fueron varios de los galanes de Leonor, inclusos Emilio Mendoza y Clemente Valencia, que en aquella época llegaron de visita a la hacienda de don Dámaso. Hubiérase dicho que Leonor ponía empeño en conservar al amante ausente una escrupulosa fidelidad, que se alarmaba con declaraciones que antes recibía con risa desdeñosa, porque huía con esmero las ocasiones de encontrarse sola con cualquiera de esos jóvenes, y con frecuencia, cuando la alegría y la confianza reinaban en el salón, ella, retirada bajo los árboles del huerto, recorría con la memoria los días pasados en Santiago, y creía sentir presentimientos de que las escenas de entonces se renovarían.
Por aquel tiempo, Rafael San Luis escribía a Martín:
«Querido amigo:
»Después de dos meses de soledad y silencio, de meditación y lágrimas, soy lo mismo que antes: amo como siempre. He pedido al cielo que borre de mi pecho este amor; a las místicas contemplaciones, su olvido; a los bellos ejemplos de virtud que he presenciado, la fuerza de alma que mata al corazón; nada ha tenido la virtud que la fábula daba a las aguas del Leteo; no he podido olvidar. No diré como los fatalistas: 'Así estaba escrito', pero siempre me preguntaré con el alma sobrecogida de terror: '¿Es un castigo de Dios?'. Porque llevo en mi memoria, como el cilicio de los penitentes, el recuerdo de los días de dicha desvanecida y a todas horas su imagen, enamorada a veces para mi martirio, y repitiéndome en otras las crueles palabras con que me condenaba en su carta. En este estado, ¿qué hacer?
»La soledad del claustro, lejos de calmar el ardor de mi pecho, le ha dado pábulo; ni la oración ni el estudio han tenido para mí el bálsamo con que consuelan los pesares de otros; en esta atmósfera de hielo arde siempre con calor mi frente; este aire no basta a la ansiedad de mi pecho, y mi juventud y el dolor porfiado de mi alma me piden más espacio, más luz, más aire, otra vida, en fin, que agotando las fuerzas del cuerpo acabe también con la tesonera vigilancia de mi espíritu.
»Así como al entrar aquí no quise formar ninguna resolución violenta, así no he querido tampoco dejarme llevar del estado moral que te describo para abandonar mi retiro. Pienso ahora como pensaba al cabo sólo de un mes de reclusión, y sólo después de este segundo mes de prueba he determinado ya volver al lado de mi pobre tía, que, con la mejor buena fe del mundo, me creía ya lanzado en el camino de la religión.
»Saldré, pues, mañana de aquí y me ocuparé como pueda. Hay por ahora cierta ocupación que se aviene mejor con mi carácter y que tal vez será más eficaz para mitigar la intensidad de mi mal. Cuando volvamos a reunirnos, acaso tú también busques en ella un alivio a tus pesares que supongo te afligen. Vente, pues, y tal vez me sigas en la vía en que voy a lanzarme; si como antes lo hacíamos, no sembramos esperanzas en el campo del porvenir, troncharemos para consuelo las flores secas que nos ha dejado esa semilla. Para mí el sol de la felicidad principió a brillar con demasiado fulgor y agostó esas pobres flores; pero no olvides que no siempre debemos llorar; yo te mostraré una empresa a la que podemos consagrar el vigor de nuestras almas.
»Rafael San Luis».
Casi al mismo tiempo que esta carta, había llegado a manos de Rivas otra de Edelmira Molina, que decía lo siguiente:
«Querido amigo:
»No le ocultaré el pesar que me causó la carta en que usted me decía que amaba a otra sin nombrármela. Cualquiera que sea, le aseguro que ruego al cielo porque le pague con el amor que usted merece; y aunque he llorado mi desgracia, no me quejo, porque le debo a usted demasiado para que pueda tener en mira otra cosa que su felicidad. Lo que también pido a Dios es que me proporcione algún día la ocasión de probarle el desinterés de mi afecto, y poder hacerle algún servicio en cambio de los que usted me ha hecho con tanta delicadeza.
»Le escribo ésta desde la casa de mi tía, en donde usted me dejó, y voy a contarle cómo es que no he vuelto a la de mi mamita. Dos días después que usted me trajo, llegó Amador a buscarme, pero se opuso mi tía a que me fuese, y escribió a mi mamita diciendo que sólo volvería yo cuando ella prometiese que me dejaría en libertad de casarme o no, según yo quisiese, y aunque mi mamita le ha contestado que se hará como lo pide mi tía, ésta me ha dejado aquí para que la acompañe algún tiempo más.
»Me despido deseándole la más completa felicidad y diciéndole que siempre tendrá una amiga reconocida en su afectísima
»Edelmira Molina».
Estas dos cartas, y las explicaciones que las preceden, bastan para dar a conocer la situación de los principales personajes de esta historia en la época del regreso de Martín Rivas a la capital, a principios de marzo de 1851.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora