Capitulo 22

232 6 0
                                    

  Rivas y Agustín entraron a casa de doña Bernarda en circunstancias que la señora preparaba la mesa de juego y llamaba a dos amigos de Amador, que con éste y el oficial de policía rodeaban a las niñas.
-Vaya, hijitos -decía doña Bernarda-, no estén hablando zonceras y vengan a echar una manita.
Los dos amigos de Amador acudieron al llamado de la dueña de casa, que recibió a los que llegaban en ese momento con el naipe en la mano.
Doña Bernarda quiso adelantarse a recibirles.
-No se incomode usted, señora, por nosotros -le dijo Agustín-, continúe siempre.
-No, hijito, no es incomodidad -contestóle doña Bernarda.
-Quiero decir a usted que no se moleste -replicó el joven Encina con graciosa sonrisa.
-¡Ah!, si no le había entendido al francesito de agua dulce -exclamó con alegre carcajada doña Bernarda-. ¿Quieren ustedes echar una manita?
-Más tarde, señora -contestó Agustín-, vamos a saludar a estas señoritas.
Las niñas, que se hallaban en la pieza vecina, fueron llamadas por la madre.
-Traigan la vela para acá -les dijo-, y estaremos todos juntos.
Adelaida y Edelmira obedecieron aquella orden, y el oficial de policía las siguió con la palmatoria.
-Así me gustan los militares subordinados -fueron las palabras con que doña Bernarda alabó la galantería de Ricardo Castaños, que colocó la palmatoria sobre una mesa y se sentó al lado de Edelmira.
Agustín vio que en aquella pieza era difícil sostener una conversación animada con Adelaida sin ser oído, y empezó a hacer alabanzas del canto de Amador.
-¡Oh, yo soy loco por el canto! -dijo al joven Molina, que tomó inmediatamente la guitarra.
-¿Qué tonada le gusta más? -preguntó éste.
-La que usted ame más, todas me placen -contestó Agustín.
Amador afinó la guitarra, mientras que Agustín entablaba su conversación, y entonó luego algunos versos, acompañándose con la música monótona de nuestras antiguas tonadas:

Yo no me pienso matar
Por quien por mí no se muere;
Querer a quien me quisiere
y al que no me quiera, ¡andar!

Agustín, aprovechándose del ruido, decía con apasionado acento a Adelaida:
-Yo necesito una prueba de su amor.
-¿Y usted qué prueba me da? -preguntó ella.
-¿Yo? La que usted demande.
-Si usted me quisiese, como dice -replicó la niña-, se contentaría con mi palabra y no me pediría más pruebas.
-Es que nunca puedo hablar con usted con libertad -repuso Agustín-, y por eso insisto en lo que la pedía le otra noche.
-¿La otra noche? ¿Qué cosa? No me acuerdo.
-Una cita.
-¡Ay, por Dios! Eso es mucho pedir.
-¿Por qué? -preguntó Agustín con la más rendida entonación de voz.
-Si le doy una cita, ¿quién puede perder en ella? Soy yo, ¿no es verdad?
-¿No me cree usted bastante caballero?
-Al contrario, demasiado.
-¿Y por qué demasiado?
-Porque nunca se casaría conmigo; diga la verdad.
Adelaida, al decir estas palabras, fijó en el joven una mirada penetrante. Era la primera vez que entraba en discusión tan franca con Agustín.
Éste, confundido con semejante pregunta, vaciló un momento; pero, recurriendo luego a la clásica moral, cuyas teorías había desarrollado a Rivas en la tarde, respondió:
-Sí, ¿por qué duda usted?
Adelaida leyó en la vacilación la falsía de la respuesta; mas no dio señales de disgusto. Fingiendo, por el contrario, haber creído en ella, volvió a preguntar:
-¿No me engaña usted? ¿Me lo jura?
Agustín, lanzado en el campo de la mentira, no titubeó para responder al instante:
-Sí, se lo juro.
Y la ligereza con que lo dijo sirvió a Adelaida para confirmar la opinión que en la anterior respuesta le acababa de dar la incertidumbre del joven.
-¡Ah, si usted no mintiera! -exclamó con un acento de pasión que Agustín creyó sincero.
-Juro a usted que no miento -respondió el joven-; concédame usted la cita y hablaremos.
En ese momento concluía la tonada de Amador, y Adelaida le dijo con voz breve:
-Mañana a las doce de la noche; la puerta de calle estará abierta.
Agustín dio casi un salto sobre su silla; la alegría iluminó su rostro haciendo centellear sus ojos.
-Me rinde usted el más feliz de los mortales -exclamó apagando el sonido de su voz, que se confundió con las últimas vibraciones del canto.
-Retírese usted, porque mi madre nos mira -le dijo entre dientes Adelaida.
El elegante se dirigió hacia la mesa de juego, prodigando al mismo tiempo sus cumplimientos a Amador por la tonada que no había escuchado.
-A ver, francesito -le dijo doña Bernarda, que tallaba al monte-, haga una parada a la sota.
Martín, entretanto, había permanecido solo en su asiento. Por una propiedad común a los verdaderos enamorados, hallábase aislado en medio de las personas que le rodeaban, y al compás de las notas de la tonada de Amador, él cantaba su amor sin esperanzas, en versos incoherentes que sólo resonaban en su imaginación.
Cuando terminó el canto, sus ojos y los de Edelmira se encontraron.
La idea de buscar su consuelo en otro amor hirió de nuevo su mente. En la mirada de Edelmira había una tristeza que cuadraba con la que a él le afligía.
En ese instante, Amador llamó al oficial para que le diese su voto sobre una mistela hecha en la casa, y Ricardo Castaños no pudo negarse a tan honorífica consulta.
Rivas aprovechó aquella circunstancia para sentarse al lado de Edelmira.
-No esperaba verlo tan pronto por aquí -le dijo la niña.
-¿Por qué? -preguntó Martín.
-Porque la otra noche creo que no se divirtió usted mucho.
-Pero hablé algunos momentos con usted y ellos bastaron para darme deseos de volver.
Rivas dijo estas palabras para probar cómo serían recibidas, dominado por su idea de buscar un consuelo en un nuevo amor.
Edelmira le miró con aire de sorpresa y de sentimiento.
-¿Es usted como todos? -le preguntó.
-¿Por qué me hace usted esa pregunta?
-Porque me figuré que usted era distinto de los demás.
Rivas ignoraba la significación que dan generalmente las mujeres a frases como la última de Edelmira.
No pensó en que la admiración con que ella recibió su cumplimiento y lo que acababa de decirle podían perfectamente interpretarse como de feliz agüero para los nuevos amores a que aspiraba.
-¿Cómo me ha considerado usted entonces? -le preguntó.
-Sincero en sus palabras -contestó Edelmira-, e incapaz de jugar con cosas serias.
Aquella apelación sencilla a su honradez tuvo para el alma delicada y noble de Martín toda la fuerza de un amargo reproche. Vio al instante que iba a tomar un camino indigno de un hombre honrado, y la historia de Rafael trajo elocuentes a su memoria los remordimientos que su amigo le pintara en conversaciones posteriores a su primera confidencia.
-No crea usted -dijo- que haya mentido cuando le dije que el recuerdo de la conversación que tuve con usted me daba deseos de volver; es la verdad. El modo como usted me pintó el pesar que le causaba su posición en el mundo me inspiró una viva simpatía, porque encontré cierta analogía con mi propia situación.
-Me gusta más que usted me hable de este modo -repuso Edelmira- que como usted había principiado.
-Lo que acabo de decirle es sincero -replicó Martín.
-Sí, lo creo, y me gustará mucho si usted, algún día, tiene bastante confianza en mí para hablarme con la franqueza que yo lo hice la otra noche.
-Ya he principiado, puesto que le digo que encuentro analogía entre mi situación y la de usted.
Continuaron de este modo su conversación durante largo rato. Edelmira había encontrado en Martín el tipo del héroe que las mujeres aficionadas a la lectura de novelas se forjan en la juventud, y cedía a un temor muy natural cuando no quería oír de su boca los galanteos que oía diariamente de Ricardo Castaños y de los demás jóvenes que frecuentaban su casa. Hallaba una grata satisfacción en penetrar en el alma de Rivas por medio de la expansión de la amistad, recurso de que instintivamente hacen uso las almas sentimentales que tienen horror innato a las formas estudiadas del lenguaje amoroso.
Martín, que había ya condenado en su conciencia la idea de inspirar un amor al que no podía corresponder, halló por su parte mucha dulzura en la amistad romántica que le ofrecía Edelmira. En poco rato su simpatía por aquella niña ocupó un lugar considerable en su corazón. Hallaba en ella una sensibilidad exquisita, unida a un profundo desprecio a las gentes que se creían con derecho a su amor, cuando eran incapaces de comprender la delicadeza de sus sentimientos. En su desconsuelo había cierto perfume de poesía, que rara vez deja de encontrar un eco amigo en el corazón de un joven moralmente bien organizado; así fue que Martín, cautivado por la sensibilidad que descubría en Edelmira, llegó a un punto de su conversación en que dijo estas palabras:
-Le confesaré la verdad: amo y sin esperanza.
Esta franca confesión, con la que Rivas se ponía en la imposibilidad de dejarse tentar de nuevo por la idea de buscar un consuelo en el amor de Edelmira, oprimió dolorosamente el corazón de la niña. Parecióle que le arrancaban una esperanza, que su conversación con Martín iba revistiendo formas precisas. Al mismo tiempo, esas palabras despertaron en su pecho lo que una media confidencia no deja nunca de despertar en una mujer: la curiosidad.
-¿Será a alguna señorita rica y bonita? -preguntó.
-¡Es bellísima! -dijo Martín, con entusiasmo que no procuró disimular.
Esta contestación produjo una pausa, que fue interrumpida por Amador y el oficial, que entraron declarando que la mistela era de primera calidad.
Martín se levantó de su silla.
-Espero que usted no dejará de venir a verme -le dijo Edelmira.
-Teniendo ya una amiga como usted -contestó Rivas-, no necesitaré buscar compañero.
Todos rodearon en ese momento la mesa del juego y Amador tomó el naipe que dejaba doña Bernarda, contenta con haber ganado cien pesos.
El que perdía la mayor parte era Agustín Encina, que, entusiasmado con el buen éxito de sus amores, desafiaba a todos los circunstantes al juego después de haber perdido, para manifestar delante de Adelaida su desprendimiento del dinero.
Amador hizo traer una botella de la nueva mistela para fomentar la animación de Agustín y las libaciones corrieron parejas con las apuestas.
Sin duda el hijo de doña Bernarda conocía alguno de los métodos con que cierta clase de jugadores se apoderan del dinero de los demás, con más cortesía pero no más honradez que los salteadores de camino; porque parecía haber avasallado a la fortuna ganando cada vez cantidades que al cabo de un cuarto de hora habían agotado el dinero de Agustín.
-Juego sobre mi palabra -exclamó éste, apurando una copita de mistela, cuando se encontró sin plata.
-Como usted guste -contestó Amador-, pero yo abandonaría el partido en su lugar.
-¿Por qué? -preguntó el joven Encina.
-Porque está de mala suerte.
-Yo la compondré -contestó con orgullo el elegante, que miraba con desprecio a tan pobres adversarios.
Amador y otros de los que rodeaban la mesa cambiaron una mirada significativa.
-¿Cuánto apuesta? -preguntó el hijo de doña Bernarda, sacando dos cartas.
-Seis onzas al siete de oros -dijo Agustín.
Al cabo de una hora había perdido mil pesos, que en media hora más se doblaron. Martín intervino entonces, y puso término al juego.
-Traiga usted papel y le firmaré un documento -dijo Agustín a Amador.
El documento fue otorgado por dos mil pesos. Agustín lo habría firmado por cuatro, porque en aquel instante recibía de Adelaida una mirada de amorosa admiración.
Al salir de casa de doña Bernarda, el joven Encina, entusiasmado con su conquista y con los vapores de la mistela, contaba, en su jerga peculiar, a Martín, la manera irresistible que había empleado para reducir el corazón de Adelaida.
Después de la salida de las visitas, quedaron en la pieza, al lado de la mesa de juego, doña Bernarda, Adelaida y Amador.
Edelmira se retiró después de oír de boca de su madre algunas amonestaciones sobre la necesidad en que está toda muchacha de buscarse un buen marido.
Cuando Amador se vio solo con su madre y su hermana mayor, cerró la puerta por la cual acababa de pasar Edelmira.
-¿Qué hubo? -preguntó después de esto, dirigiéndose a Adelaida.
-Para mañana en la noche -contestó ella.
-¡Ah, ah! -exclamó doña Bernarda-, ¿el francés de agua dulce pidió la cita?
-No es la primera vez -dijo Adelaida.
-Estos ricos -repuso Amador- quieren andar engañando muchachas; éste lo pagará caro.
-Entonces, mañana traes a tu amigo -añadió doña Bernarda.
-De juro, pues -respondió Amador.
-¿Y si no quiere? -preguntó la madre.
-No le dé cuidado, mamita -contestó Amador, tomando una vela para retirarse.
Luego añadió, acercándose a ella:
-No se le olvide no más lo que le dijimos.
-¿Que soy tonta para que se me vaya a olvidar? -contestó ella-.Verís si yo sé hacer las cosas.
En el momento en que Amador se retiraba, se oyó un ligero ruido tras la puerta que éste había cerrado al principiar aquella conversación.
-Será la tonta de la Edelmira que estará oyendo -exclamó doña Bernarda.
-¿Qué importa que nos oiga? -dijo Amador-. Mañana ha de saber lo que pase.
La madre pareció satisfecha con la respuesta, y dio las buenas noches a sus hijos.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora