Capitulo 48

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  Sin considerarse enteramente feliz durante aquel tiempo, Rivas había engañado su impaciencia y alentado a veces su energía con su decidida contracción al estudio y a los trabajos de escritorio de don Dámaso. Con gran placer anunció a su familia a principios de diciembre el feliz resultado de sus exámenes, que le dejaban libre hasta el año siguiente, anunciando a su madre que por razones de economía le era forzoso renunciar al viaje que durante las vacaciones podría emprender para ir a verla.
Pero, además de esta causa, su amor era lo más poderoso que le fijaba en Santiago, pues le parecía que la ausencia le haría perder hasta la posibilidad de ser amado, que Leonor le dejaba entrever de cuando en cuando.
Hemos visto cómo esta niña había ido poco a poco acostumbrando su orgullo al amor de un hombre que ocupaba una posición social tan inferior a la de los que con mayores exigencias cada día solicitaban su mano. Vencido ese orgullo, quedábale todavía la desconfianza, hija de ese mismo orgullo, que le infundía temores sobre el amor de Martín, de cuya sinceridad dudaba a veces, porque no podía explicarse bien la timidez del joven, a quien veía en todos los demás actos de su vida desplegar serenidad y decisión. De aquí su reserva, que se avenía mal con la franqueza y resolución que la caracterizaban; de aquí también su designio de no avanzar demasiado en la senda por que marchaba, hasta no tener datos irrecusables acerca del amor de Rivas. Sin comprender la delicadeza del joven, que jamás se había aventurado a sacar partido de las diversas ocasiones en que hubiera podido declarársele, Leonor se contentaba con conversaciones como las que conocemos y con hablar continuamente de su amor a Matilde Elías. Matilde recibía las confidencias de la que había sido depositaria de sus esperanzas, y lo era ahora de su desdicha, sin desalentarla jamás con el pesar de su desengaño, queriendo pagar de algún modo a Martín los ligeros servicios que le debía.
Todos en la familia habían admirado el valor con que Matilde sobrellevó el peso del golpe que había destruido tan rápida como inopinadamente su felicidad. Algunas palabras de ella, dichas a Leonor, explicaban la entereza que nadie había esperado en la débil y tímida criatura, a quien el menor sentimiento hasta entonces abatía.
-Si hubiese conservado aprecio por Rafael, nada me habría consolado; pero, perdonándole su engaño, no lloro su pérdida, sino mi amor que se muere.
Llevaba, en efecto, en su corazón un luto de su amor y el perdón del que lo había desgarrado.
-Martín -decía otras veces a Leonor- tiene un corazón recto que aborrece el engaño; él mismo condena la conducta de Rafael. Si alguna vez te dice que te ama, puedes creerle más que el juramento de cualquier otro.
Con la llegada del verano se hacían los preparativos para salir al campo en casa de don Dámaso. Habíase convenido que Matilde acompañaría a su prima durante la permanencia de la familia de Leonor en una hacienda de su padre, vecina a una costa bastante visitada por la gente de Santiago en la estación de baños.
Esto daba ocasión para que Martín escribiese a San Luis una larga carta, hablándole de sus alegres expectativas, con motivo de este paseo.
«Habrá una pieza para nuestros trabajos, me ha dicho don Dámaso -le escribía-, y en las horas restantes podré verla. Tal vez recorreremos juntos algunos lugares que, si no son pintorescos, yo tengo en mi imaginación con qué engalanarlos. Y luego, mi querido amigo, en esos días de confianza y de tranquilidad, cuando Leonor, entregada a sí misma, tenga esos arranques de locura infantil que tuvo en nuestro paseo al Campo de Marte, ¿no crees que pueda presentarse una ocasión de decirle cuánto la amo, de hablarle del culto que le profeso desde tanto tiempo? Todo esto, mira, me desvanece, y apenas puedo contener los latidos del corazón, al que con tanto ahínco he querido, pero en vano, enseñar a dominarse; ella lo manda y mis lecciones se pierden en el ruido de su pasión».
El destino, sin embargo, reservaba muy duras pruebas al que tan alegres proyectos se entretenía en formar.
Dijimos que el día prefijado por doña Bernarda para el casamiento de Edelmira con Ricardo Castaños era el 15 de diciembre.
El 14 resolvió Edelmira acudir a todo su valor, y se arrojó a los pies de su madre, pidiéndole, en nombre del cielo, que no la obligase a dar su mano a quien no podía amar.
-¡Miren si será lesa! -exclamó doña Bernarda, levantando las manos al cielo-. Allá quisieran todas tu suerte. ¡No te digo, pues! Vean qué desgracia, ¡la quieren casar con un capitán de policía y a la señora le parece poco! Haremos, pues, que enviude algún comandante para que te lo traigan.
-Pero, mamita, yo no puedo ser feliz con ese hombre -dijo la angustiada niña.
-Sí, pues, como eres adivina, sabes que no vas a ser feliz; quieres saber más que tu madre. Si no lo quieres, lo has de querer después; para eso será tu marido. Yo no he de salir a la calle a buscar con quién casarte, ni has de estar toda la vida viviendo a mis costillas, que algún alivio le han de dar a una sus hijas. Yo tampoco quería al difunto Molina cuando nos casamos, y harto que lo quise después, y no quiero que me hables más de esto, y yo mando aquí.
En vano buscó Edelmira el apoyo de Amador, porque éste se negó a interceder en su favor.
-Mi madre lo quiere -le respondió-, y no hay santo que la apee de lo que se le mete en la cabeza. Déjate de lesuras, ¿qué más quieres que un capitán?
La terquedad de los de su familia hizo de nuevo pensar a Edelmira en el único sostén con que podía contar. Volvió la vista hacia Rivas.
«Si todos me abandonan -pensó tomando una pluma-, él me salvará».
Era presa Edelmira en aquel momento de los agitados vaivenes de la desesperación; parecíale verse ya conducida al altar por Ricardo, bajo la mirada imperiosa de doña Bernarda, y diciendo adiós para siempre a la paz del alma y a su casto amor a Martín. Ese cuadro había sido su pesadilla durante cerca de dos meses, pero ahora tomaba ya las formas de la realidad, y nadie se ofrecía para poder huir de los que la ataban a su horrible destino.
Bajo estas impresiones escribió a Martín, refiriéndole las inútiles súplicas que había hecho a su madre y a su hermano. Le pintaba su desesperación con la elocuencia de la verdad y, recordando sus repetidas ofertas de servirla, le pedía su apoyo para poner en ejecución un plan que había imaginado y que era el único que podía salvarla. Su plan se reducía a huir de la casa materna y asilarse en la de la tía de Renca, que había hospedado a su hermana cuando había tenido que ocultar sus amores a doña Bernarda.
«Esa tía -continuaba la carta de Edelmira- tiene gran poder con mi madre, y le ha prestado muchos servicios, sobre todo de dinero, porque tiene en Renca una chacra bastante grande, así es que mi madre no le niega nada. Hubiera podido pedir a mi tía que viniese a Santiago, pero, además que no quiere venir nunca, porque enviudó aquí y quería mucho a su marido, mi madre le habría hablado, mientras que, viendo la resolución que tomo y el paso que doy, ella me defenderá. Como es mucho más joven que mi madre, se ha criado con nosotras como hermana, y nos quiere mucho; estoy segura que me recibirá muy bien».
A estas explicaciones agregaba Edelmira las protestas de una resolución irrevocable, y pedía a Martín que le proporcionase un carruaje para el día siguiente a las siete de la mañana, hora en que, so pretexto de confesarse, iría a la iglesia de Santa Ana con la criada de su casa.
Recibió Martín esta carta al día siguiente de haber escrito a San Luis, hablándole de sus proyectos de viaje al campo con la familia de don Dámaso. Después de suplicar a Edelmira que pesase bien la resolución que le anunciaba, le decía en su contestación:
«Si usted persiste, mañana el carruaje estará pronto a la hora y en el lugar que usted me indica. Permítame, entonces, que no la deje a usted abandonada a merced de un cochero y que la acompañe a casa de su tía. Será para mí una felicidad el prestarle este servicio. Usted puede salir de la iglesia a la hora convenida y me encontrará allí; tome usted para esto las precauciones que crea convenientes y sobre todo no me prive de la satisfacción de acompañarla».
Edelmira besó esta carta, cuando estuvo sola en la noche, y se guardó de comunicar a nadie sus designios. A fin de hacer con más libertad sus preparativos de viaje, esperó que Adelaida y todos los de su casa estuviesen entregados al sueño. En esos preparativos, su primer cuidado fue el de arreglar en un paquete, atado con una cinta, las cartas de Rivas, que formaban su tesoro.
Después se acostó a meditar en su suerte y esperar la hora del día siguiente en que debía dirigirse a la iglesia. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora