Capitulo 16

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  Con el atentado del 19 contra la Sociedad de la Igualdad, la política ocupaba la atención de todas las tertulias, en las que se sucedían las más acaloradas discusiones.
Así acontecía en casa de don Dámaso Encina, en donde se encontraban reunidas las personas que de costumbre frecuentaban la tertulia. Era la noche del 21 de agosto y la conversación rodaba sobre los rumores propalados desde la víspera sobre que Santiago sería declarado en estado de sitio.
-El Gobierno debía tomar esta medida cuanto antes -dijo don Fidel Elías, el padre de Matilde.
-Sería una ridiculez -replicó su mujer.
-Francisca -contestó exaltado don Fidel-, ¿hasta cuándo te repetiré, hija, que las mujeres no entienden de política?
-Me parece que la de Chile no es tan obscura para que no pueda entenderla -replicó la señora.
-Vea, comadre -le dijo don Simón, que era padrino de Matilde-, mi compadre tiene razón: usted no puede entender lo que es estado de sitio, porque es necesario para eso haber estudiado la Constitución.
Este caballero, considerado como un hombre de capacidad en la familia, por lo dogmático de sus frases y la elocuencia de su silencio, decidía en general sobre las discusiones frecuentes que doña Francisca trataba con su marido.
-Por supuesto -repuso don Fidel-, y la Constitución es la carta fundamental, de modo que sin ella no puede haber razón de fundamento.
Don Dámaso, mientras tanto, no se atrevía a salir en defensa de su hermana, porque sus amigos le habían hecho inclinarse al Gobierno con el temor de una revolución.
-Tú podías defenderme -le dijo doña Francisca-; ¡ah!, bien dice Jorge Sand que la mujer es una esclava.
-Pero, hija, si hay temor de revolución, yo creo que sería prudente...
-Don Jorge Sand puede decir lo que le parezca -repuso don Fidel, consultando la aprobación de su compadre-; pero lo cierto del caso es que, sin estado de sitio, los liberales se nos vienen encima. ¿No es así, compadre?
-Parece, por lo que ustedes les temen -exclamó doña Francisca-, que esos pobres liberales fueran como los bárbaros del Norte de la Edad Media.
-Peores son que las siete plagas de Egipto -dijo con tono doctoral don Simón.
-Yo no sé a la verdad lo que temería más -exclamó don Fidel-, si a los liberales o a los bárbaros araucanos, porque la Francisca se está equivocando cuando dice que son del Norte.
-He dicho que son los bárbaros de la Edad Media -replicó la señora, enfadada con la petulante ignorancia de su marido.
-No, no -dijo don Fidel-, yo no hablo de edades, y entre los araucanos habrá viejos y niños como entre los liberales; pero todos son buenos pillos; y si yo fuese Gobierno les plantaría el estado de sitio.
-El estado de sitio es la base de la tranquilidad doméstica, amigo don Dámaso -dijo don Simón, viendo que el dueño de casa no se decidía francamente.
-Eso sí, yo estoy por los gobiernos que nos aseguren la tranquilidad -dijo don Dámaso.
-Pero, señor -exclamó Clemente Valencia, mordiendo su bastón de puño dorado-, nos quieren dar la tranquilidad a palos.
-A golpes de bastones -dijo Agustín.
-Así debe ser -replicó Emilio Mendoza, que, como dijimos, pertenecía a los autoritarios-: es preciso que el Gobierno se muestre enérgico.
-Y si no, mañana atropellan la Constitución -dijo don Fidel.
-Pero yo creo que la Constitución no habla de palos -observó doña Francisca, que no podía resistir a la tentación de replicar a su marido.
-¡Mujer, mujer! -exclamó don Fidel-, ya te he dicho que...
-Pero, compadre -dijo don Simón interrumpiéndole-, la Constitución tiene sus leyes suplementarias, y una de ellas es la ordenanza militar, y la ordenanza habla de palos.
-¿No ves? ¿Qué te decía yo? -repuso don Fidel-. ¿Has leído la ordenanza?
-Pero la ordenanza es para los militares -objetó doña Francisca.
-Todo conato de oposición a la autoridad -dijo en tono dogmático don Simón- debe ser considerado como delito militar; porque para resistir a la autoridad tienen necesidad de armas, y en este caso los que resisten están constituidos en militares.
-¿No ves? -dijo don Fidel, pasmado con la lógica de su compadre.
Doña Francisca se volvió hacia doña Engracia, que acariciaba a Diamela.
-Disputar con estos políticos es para acalorarse no más -le dijo.
-Así es, hija, ya están principiando los calores -contestó doña Engracia, que, como antes dijimos, padecía de sofocaciones.
-Digo que estas disputas acaloran -replicó doña Francisca, maldiciendo en su interior contra la estupidez de su cuñada.
-Y yo, pues, hija -añadió ésta-, que sin disputar paso el día con la cabeza caliente y los pies como nieve.
Doña Francisca se puso, para calmarse, a hojear el álbum de Leonor.
Ésta se había retirado con Matilde a un rincón de la pieza cuando Martín dejaba su sombrero en la vecina, llamada dormitorio en nuestro lenguaje familiar.
Agustín se adelantó hacia Rivas inmediatamente que le vio aparecer.
-No diga usted nada de lo de anoche -le dijo, antes que Martín entrase al salón-, en casa no saben que no nos recogimos.
Al mismo tiempo Leonor decía a Matilde:
-Esta noche veré si puedo vencer su discreción para que me dé más noticias de Rafael.
Una circunstancia muy natural vino a favorecer pronto el proyecto de Leonor, porque un criado entró trayendo unos cortes de vestido que doña Engracia había mandado buscar a una tienda. A la vista de los vestidos, doña Francisca perdió su mal humor y dejó de pensar en política, para entrar con su cuñada en una larga disertación de modas, mientras que don Dámaso y sus amigos discutían con calor sobre los destinos de la patria con esa argumentación de gran número de los políticos chilenos, y de la cual llevamos apuntadas algunas muestras. Además, Agustín, cansado de la política, se sentó al lado de Matilde para hablarle de París, y los otros jóvenes siguieron la discusión, porque no se atrevieron a atravesar la sala para ir a mezclarse en el grupo de las niñas.
Al anunciar Leonor a su prima que hablaría con Rivas, no solamente lo hacía para explicar a ésta lo que iba a hacer, sino que buscaba también algo que la disculpase a sus propios ojos de lo que su conciencia calificaba de debilidad.
La ausencia de Martín y su propósito de ensayar sus fuerzas contra un hombre que un instante había llamado su atención eran ideas cuyo predominio se negaba a confesarse ella misma; así es que buscó un pretexto que disculpase a su juicio el deseo que la arrastraba a hablar con el joven. Leonor, de este modo, daba el primer paso en esa escaramuza preliminar de la guerra amorosa, que tan poéticamente ha designado la conocida expresión de jugar con fuego . Su presuntuoso corazón quería triunfar en lo que había visto sucumbir a muchas de sus amigas, y entraba en la liza con el orgullo de su belleza por arma principal.
Martín buscó los ojos de Leonor y los halló fijos en él. Al dirigirse al salón de don Dámaso, venía también, como Leonor, buscando, aunque por causa distinta, una disculpa para la debilidad que le arrastraba a los pies de una niña que su amor revestía de divinidad. Esta disculpa se fundaba en el deseo de servir a su amigo, dando a Leonor sobre él más amplios informes que en su última conversación.
Vio que los ojos de la niña le ordenaban acercarse y fue a ocupar un asiento a su lado con la reverencia de un súbdito que llega a presentarse ante su soberano.
La emoción con que Martín se había acercado turbó a pesar el pecho de Leonor, que hizo un ligero movimiento impacientada con su corazón que aceleraba sus latidos contra los mandatos de su voluntad.
Este ligero movimiento persuadió a Martín de que se había equivocado al interpretar la mirada de la niña. Con esta persuasión habría querido hallarse a mil leguas de aquel lugar, y maldecía su torpeza, dejando conocer en el semblante la desesperación que le agitaba.
Por fin, cuando Leonor se creyó segura de sí misma, volvió la vista hacia Rivas, poniendo término al eterno instante en que el joven juraba huir para siempre de aquella casa.

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora