Capitulo 18

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  Dijimos que Rafael San Luis ocupaba con una tía suya la casa de la calle de la Ceniza. Esta tía, a quien la falta de dinero y de hermosura habían dejado soltera, concentró poco a poco todos sus afectos en Rafael cuando le vio huérfano y abandonado de la suerte. Uniendo una pequeña suma que poseía con ocho mil pesos que su sobrino había recibido de la testamentaría de su padre, después de cubiertos los créditos al tiempo de su muerte, doña Clara San Luis consagró sus desvelos a Rafael, a quien llevó a vivir a su lado. Sin más ocupaciones que la asistencia a la misa y a las novenas de su devoción, la señora siguió sobre el rostro de Rafael la historia de sus pesares, con la perspicacia de una persona que se encuentra ya libre de personales preocupaciones en la vida. Sin solicitar jamás las confidencias del joven, supo seguirle paso a paso en su desaliento, atreviéndose cuando más a aventurar algún consejo cristiano sobre la necesidad de la resignación y de la virtud.
En los mismos días en que tenían lugar las escenas que llevamos referidas, doña Clara se hallaba profundamente ocupada en buscar a Rafael alguna ocupación que le alejase de Santiago, en donde veía que descuidaba sus estudios para entregarse a los pasatiempos de ocio y de disipación en que San Luis había buscado el olvido de sus pesares.
En la mañana del 21, cuando Rafael dormía aún después de referir su historia a Martín, doña Clara salió de la casa envuelta en su mantón y se dirigió a la de su hermano don Pedro San Luis, que vivía en una de las principales calles de Santiago.
Don Pedro, como San Luis había dicho a Rivas, era rico. Poseía no lejos de Santiago dos haciendas que los quebrantos de su salud le habían obligado a poner en arriendo. Su familia se componía sólo de su mujer y un hijo, llamado Demetrio, que a la sazón contaba quince años.
Al dirigirse doña Clara a casa de su hermano, le había ocurrido una idea con la que esperaba realizar su propósito de mejorar la suerte de su sobrino.
Don Pedro tenía un verdadero afecto por los suyos y se hallaba siempre dispuesto a servirles.
Recibió a su hermana con cariño y la llevó a su cuarto de escritorio cuando doña Clara le dijo que venía para hablar de asuntos importantes.
-¿Cómo está Rafael? -le preguntó cuando vio a su hermana bien acomodada sobre una poltrona.
-Bueno, y vengo a hablarte de él; ya sabes que es mi regalón.
-Demasiado tal vez -observó don Pedro-, y es una lástima, porque es un muchacho capaz.
-¿No es verdad? Pero, hijo, su tristeza es cada vez mayor y poco a poco va descuidando todos sus estudios.
-Malo, tú debías aconsejarle.
-Traigo otro proyecto que depende de ti.
-¿De mí? A ver cuál es.
-A fuerza de pensar -dijo doña Clara-, he visto que lo que más convendría a este muchacho sería el alejarse de Santiago y consagrarse al campo, donde la esperanza de mejorar de fortuna y la vida activa del trabajo le harán olvidar esa melancolía que le consume.
-Tienes razón, ¿quieres que le busque un arriendo?
-Mejor que eso. Tú deseas, según varias veces me has dicho, ocupar a tu hijo también en trabajos de campo, ¿no es verdad?
-Es preciso, pues, hija; este niño no tiene salud para estudiar y es necesario que vaya conociendo los fundos que han de ser suyos.
-Pues entonces, ¿por qué no lo pones a trabajar en una de tus haciendas en compañía con Rafael?
-Bien pensado -exclamó don Pedro, a quien la idea de dejar solo a su hijo en el campo preocupaba desde largo tiempo-. ¿Sabes si Rafael quiere salir de aquí?
-Nada le he preguntado; pero eso lo veremos después. ¿Cuándo concluye el arriendo del Roble?
-En mayo del año entrante, y ayer he tenido aquí a don Simón Arenal, que viene a nombre de su compadre don Fidel para que le prometa prolongar el arriendo por otros nueve años.
-¿Y...?
-Nada contesté, porque necesitaba pensar sobre si convendría enviar allí a mi Demetrio.
-Entonces -dijo con alegría la señora-, vas a responder que no puedes.
-Será lo mejor, si Rafael quiere abandonar su carrera de abogado, para la cual estudia.
-Yo lo aconsejaré; es preciso que acepte, porque creo que por los estudios ya no hay esperanza.
Doña Clara volvió a su casa llena de alegría y participó sus nuevos proyectos a su sobrino. Rafael pidió algunos días para reflexionar.
Al día siguiente, después de la clase, salió del colegio con Martín. Éste se hallaba aún bajo las impresiones de su entrevista con Leonor.
Pensó revelar a San Luis su conversación con la niña, pero un instinto de delicadeza le hizo desistir de esta idea, porque no se hallaba facultado por Leonor para revelarla.
San Luis le dijo, para romper el silencio en que Rivas permanecía, haciendo esta reflexión:
-Me proponen un proyecto, Martín, sobre el cual deseo me des tu opinión.
-¿Qué proyecto?
-El de un arriendo en el campo.
-¿Y promete alguna ganancia?
-Bastante.
-¿Tienes tú afición a los estudios?
-Muy poca ya.
-Entonces, acepta.
-Voy a explicarte los antecedentes, pues son ellos los que me hacen vacilar. ¿Sabes quién es el arrendatario actual de la hacienda, y que desea continuar en el arriendo? Don Fidel, el padre de Matilde.
-¡Ah!, eso cambia un tanto la cuestión; a ver, explícate más.
-Don Fidel no ha sido siempre el hombre ministerial hasta la más porfiada intolerancia que tú conoces -dijo Rafael-. Antes de hacerse apóstata en política, como tantos de los antiguos pipiolos a cuyo partido pertenecía, don Fidel hacía la guerra al principio conservador, que por desgracia durará aún muchos años en Chile. Sus principios le habían ligado estrechamente con los de la misma comunión política en general; pero muy particularmente con mi padre y mi tío, que, habiéndose consagrado al campo e invertido sus ganancias en bienes raíces, no ha perdido, como mi padre en el comercio, el fruto de largos trabajos en dos o tres especulaciones erradas. Cuando mi tío Pedro compró casa en Santiago para venir a curarse, llovieron los empeños para el arriendo de su hacienda del Roble. Naturalmente, la preferencia debía obtenerla el amigo y correligionario político, don Fidel, que solicitó el arriendo. Para don Fidel el negocio era más ventajoso también que para los demás, porque posee al lado del Roble un pequeño fundo de cien cuadras, perfectamente regado y con buenas alfalfas, que es el pasto de que carece la hacienda de mi tío, que, en cambio, es muy buena para siembras y para crianza. Al tiempo de reducir el negocio a escritura, se presentó una dificultad, y fue ésta la falta de un fiador. Don Dámaso no se había establecido aún en Santiago, y los demás amigos de don Fidel no se hallaban en situación de prestarle ese servicio. Mi tío exigió el fiador porque el Roble había sido comprado casi todo con el dote de su mujer, y no quería, ni aun por amistad, dejar de revestir el arriendo de las garantías necesarias. En estas circunstancias, don Fidel recibió la oferta de don Simón Arenal como la de un ángel salvador. Don Simón le conocía poco; pero llevaba un fin al ofrecerle su fianza con tanta generosidad, y ese fin era el de satisfacer una ambición política.
»Don Fidel, con efecto, ejerció y ejerce aún gran influencia entre los electores del departamento en que se encuentra su fundo, y don Simón quiso conquistar esa influencia para hacerse elegir Diputado. Acaso me preguntarás, qué interés puede tener un hombre rico como don Simón en ser Diputado. Ese interés se explica sabiendo que don Simón es de familia obscura, enriquecido recientemente, y que necesita ocupar puestos honrosos para relacionarse con la sociedad a que aspiran llegar los caballeros improvisados , que es un tipo bastante común entre nosotros y al que él pertenece. Desde entonces don Fidel y don Simón estrecharon íntimamente su amistad; se hicieron compadres, se relacionó don Simón con las mejores familias de Santiago, y don Fidel pasó, mediante aquella y otras fianzas, de liberal a conservador, porque don Simón se había plegado desde el principio a este partido, con la experiencia que le daban sus años para saber que en política no medra entre nosotros el que no busca su apoyo al lado de la autoridad. Mi tío vio poco a poco que perdía un amigo en su arrendatario, pero el contrato estaba firmado y no había lugar a ningún reclamo. Ahora, estando para expirar el término del arriendo, don Fidel quiere continuar a toda costa, porque han llegado días muy florecientes para la agricultura con el nuevo mercado de California, y envía a su compadre don Simón para obtener un nuevo arriendo de mi tío. Éste me propone el Roble con un hijo suyo, a quien, naturalmente, facilitará capitales para la especulación. He aquí, pues, el negocio.
-Creo que debes aceptarlo -dijo Martín.
-He pedido algunos días para responder -repuso San Luis-, y vas a ver mi debilidad: este plazo lo he solicitado porque no puedo abandonar completamente la esperanza de que Matilde me ame.
-¿Y qué ganas con esto, cuando siempre eres pobre? -preguntó Rivas, que vencía con dificultad las tentaciones que le daban de informar a su amigo de sus sospechas vehementes sobre este punto.
-Es cierto, soy todavía pobre -contestó San Luis-; pero si ella me amase, podría tal vez obtener su mano cediendo el arriendo a su padre, lo que para él es una cuestión importantísima. Recomendándome de este modo a sus ojos, él y yo olvidaríamos lo pasado; Matilde sería el lazo de unión entre las dos familias, y yo, con el apoyo de mi tío, emprendería cualquier otro trabajo en compañía con su hijo.
Martín pensó que tal vez su última conversación con Leonor decidiría sobre la suerte de su amigo, pues no podía suponer que las repetidas preguntas que sobre él le había hecho la niña hubiesen sido por mera curiosidad.
-Tienes razón -dijo a San Luis-; pero en lugar de pedir un plazo indeterminado, creo que debes exponer tu plan a tu tío y hablarle con entera franqueza. Así, este asunto se arreglará mejor que esperando indeterminadamente.
Al dar este consejo, se proponía Martín en su interior participar a la hija de don Dámaso lo que acontecía si ella le llamaba de nuevo para hablarle de Rafael.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora