Capitulo 62

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  Pero esa tentativa no pudo llevarse a efecto, porque la celeridad de los procedimientos judiciales había excedido toda previsión.
Cuando Leonor y Agustín se presentaron, solicitando ver a Rivas, en virtud del permiso que mostraban, recibieron esta lacónica contestación:
-No se puede.
-¿Por qué? -preguntó Leonor con inquietud.
-Porque está en capilla -contestó el que había dado la primera respuesta.
Leonor se apoyó en el brazo de Agustín para no caer, aterrada por el espanto que produjeron en su alma esas fúnebres palabras.
Agustín, temblando de miedo, llevó a Leonor a la calle, donde el carruaje los esperaba.
La niña se arrojó sobre un asiento de atrás, prorrumpiendo en desesperados sollozos.
-A casa -dijo Agustín al cochero.
El coche se puso en marcha.
Al cabo de pocos instantes, Leonor alzó la frente; hubiérase dicho que, al través de las lágrimas que inundaban sus ojos, brillaba en ellos un lejano rayo de esperanza.
-¡Todo no está perdido! -exclamó echándose en brazos de Agustín.
-Por supuesto, hermanita -dijo sin comprender lo que decía el elegante-, no te hagas pena , hermanita.
-¿Se te ha ocurrido algún medio de salvar a Martín? -preguntóle Leonor con una exaltación febril, engañada por el aire de seguridad con que su hermano había pronunciado las palabras que anteceden.
-¿A mí? Ninguno. Nunca se me ocurre nada -contestó con viveza el elegante, que temió que Leonor quisiese exigirle algún sacrificio.
-Pues a mí se me ha ocurrido una idea.
-¿A ver la idea?
-Llévame a casa de Edelmira Molina.
-¿Para qué?
-Allí lo sabrás.
-Pero, hermanita, me parece inconveniente que tú...
Leonor no le dejó acabar su frase, porque bajó uno de los vidrios de adelante del coche, y por allí dijo al cochero:
-Para.
Luego, dirigiéndose a su hermano, le dijo con voz imperativa:
-Dale las señas.
Agustín obedeció sin murmurar, y el coche tomó el camino que se le indicó.
-Es preciso que hablemos con Edelmira -dijo Leonor al cabo de algunos momentos de silencio.
-Pero yendo a casa de su madre no es el medio más seguro de conseguirlo -replicó Agustín.
-¿Por qué?
-Porque allí me conocen, y después de la historia que tú recordarás, me aborrecen cordialmente.
-Tienes razón -dijo Leonor, comprimiéndose la frente con las manos-. Pero es absolutamente indispensable que yo me vea hoy mismo con Edelmira. A ver -añadió con febril impaciencia-, piensa tú, discurre, ¡yo tengo ardiendo la cabeza, y se me turban las ideas!
La afligida niña ocultó su rostro y dejó caer la cabeza sobre el respaldo del coche. En su seno los sollozos se agolpaban como las olas al soplo de la tormenta.
-Yo discurriré -dijo el elegante-, pero no sigamos a casa de doña Bernarda, porque lo perdemos todo.
-A casa -gritó Leonor al cochero.
Luego se volvió hacia su hermano. Sus ojos despedían rayos de fuego, y la contracción de sus cejas anunciaba la energía que era capaz de desplegar.
-Volveremos a casa -dijo-, pero te advierto que antes de dos horas debes haberme facilitado una entrevista con Edelmira.
-Pero, hermanita, ¿cómo quieres que la saque yo de su casa?
-No sé; mas yo estoy resuelta a hablar hoy con ella, y si tú no me proporcionas la ocasión de hacerlo, iré yo sola a verla.
-No es conveniente que vayas toda sola -exclamó exasperado el elegante.
-Iré, iré -repitió Leonor con exaltación-, nadie podrá impedírmelo. ¿No ves que Martín está en capilla? ¿No ves que si le fusilan yo moriré también?
Nada pudo objetar Agustín a este grito del alma enérgica de su hermana, y se convenció de que para evitarle el dar algún paso desesperado debía hacer cuanto le fuese posible por cumplir sus deseos. El joven se acordó en ese momento de la ambición insaciable de dinero que constantemente dominaba a Amador.
-Hay un medio de que hables con Edelmira -dijo.
-¿Cuál? -preguntó la niña con avidez.
-El de dar algunos reales al hermano de la muchacha y él mismo te la traerá a casa.
En este momento el coche llegaba a inmediaciones de casa de don Dámaso.
-Te daré dinero -dijo Leonor cuando bajaban del coche-, espérame en tu cuarto.
Con efecto, al cabo de poco rato volvió Leonor con treinta onzas de oro que entregó a su hermano.
-Toma -le dijo-, confío en ti; tú no querrás verme llorar toda la vida, ¿no es verdad?
Al decir esto, estrechaba al elegante con cariñosos abrazos.
-¡Caramba! -exclamó Agustín-. Eres un Creso, hermanita. ¡Qué rica estás!
-Papá me acaba de dar ese dinero; le he explicado mi plan en pocas palabras.
-Entretanto, a mí nada me has explicado, de modo que yo ando a oscuras.
-Anda primero, después lo sabrás todo.
Agustín salió de la casa y Leonor se dejó caer de rodillas, implorando la protección del cielo por el buen éxito de su empresa. Al cabo de algunos momentos de fervorosa oración, se acercó al escritorio de Agustín, y principió a escribir una carta a Rivas, en la que refería sus proyectos, prodigándole las más ardientes protestas de aquel amor que, lentamente desarrollado en su pecho, había cobrado ya las proporciones de una pasión irresistible.
En esos mismos momentos Agustín llegó a casa de doña Bernarda. Al pisar el umbral de aquella puerta, todos los recuerdos de la escena del supuesto matrimonio, en las que le había tocado representar el papel de víctima, asaltaron su memoria e hicieron latir de miedo su corazón. Pero la convicción en que se hallaba, de que era preciso obedecer a Leonor, le dio entereza para golpear a la puerta del cuarto de Amador.
Éste abrió la puerta, y no sabiendo el objeto de la visita que le llegaba, contestó con un saludo incierto al saludo de Agustín.
-Deseo hablar con usted a solas -dijo el elegante.
-Aquí estamos solos -contestó Amador, haciéndole entrar y cerrando la puerta.
-Voy a usar con usted de toda franqueza -dijo Agustín sin sentarse.
-Así me gusta, no hay como la franqueza -exclamó Amador.
-¿Quiere usted ganar unos quinientos pesos?
-¡Quinientos pesos! ¡Qué pregunta! ¿Y a quién no le gusta la plata, pues? ¿ Pitausted? -dijo Amador, pasando en medio de sus exclamaciones un cigarrillo de papel al elegante.
-No, gracias, el servicio que reclamo de usted es muy simple.
-Hable no más, tengo buenas entendederas.
-Mi hermana desea hablar ahora mismo con su hermana Edelmira.
-¿Para qué?
-No sé; pero sospecho que sea para que ella intervenga con alguien en favor de Martín Rivas, que está condenado a muerte.
-Pobre Martín, yo lo hice agarrar preso, ahora me pesa; vea, llevaré a Edelmira, no por el interés de los quinientos, aunque estoy muy pobre, sino por hacer algo por Martín.
-¡Magnífico! Apenas llegue usted a casa con Edelmira, recibirá la suma.
-Ya le digo que, aunque estoy pobre como una cabra, no lo hago por interés.
-Lo creo bien; pero la plata nunca está de más.
-Así es, vea; a mí siempre me está de menos.
Despidiéronse, prometiendo Amador que en media hora más estaría con Edelmira en casa de don Dámaso.
Pocos momentos después que Agustín daba cuenta a Leonor del resultado de su entrevista, Amador y Edelmira llegaban a la casa.
Leonor condujo a Edelmira a su cuarto, dejando a su hermano en compañía de Amador.
Cuando las dos niñas se hallaron solas en una pieza, cuya puerta había cerrado Leonor, ambas se contemplaron con curiosidad, y en ambas se pintó la sorpresa desde la primera mirada.
Edelmira halló, en vez de la altanera expresión que antes había notado en la hermosa hija de don Dámaso, una dulzura tal en su mirada, que sintió por ella una irresistible simpatía.
Leonor vio que el rosado tinte de las mejillas de Edelmira había sido reemplazado por la palidez del sufrimiento; que la viveza de su mirar estaba apagada por la fuerza de una visible melancolía, y adivinó, con la penetración de la mujer enamorada, que Edelmira no había dejado de amar a Rivas.
Esta idea, que en otra circunstancia le habría desagradado, pareció animarla por el contrario.
-¿Sabe usted la situación en que se encuentra Martín? -le dijo, haciendo sentarse a Edelmira junto a ella.
-Sabía que estaba preso -contestó ésta-; pero ahora -añadió con voz turbada- mi hermano me dice que está condenado a muerte.
La que esto decía y la que escuchaba se miraron con los ojos llenos de lágrimas.
Leonor se arrojó en brazos de Edelmira exclamando:
-¡Usted es mi última esperanza! ¡Es preciso salvarlo!
El corazón de Edelmira se oprimió dolorosamente al oír aquellas palabras que encerraban la confesión del amor que Leonor había ocultado en su primera entrevista.
Leonor continuó con exaltación, y sin cuidarse de secar las gruesas lágrimas que corrían por sus mejillas:
-Yo he hecho hasta aquí cuanto he podido, y me lisonjeaba de que Martín sería indultado; parece que le temen mucho, cuando se niegan a perdonarle. Yo estoy cansada de imaginar medios de evasión, y aun cuando me hallo dispuesta a sacrificarme por él, nada acierto a combinar que sea realizable. Esta mañana, desesperada al oír la funesta noticia de que le han puesto en capilla, no sé por qué he pensado en usted; dígame que he tenido una buena inspiración. Usted me dijo, cuando estuvo aquí hace tiempo, que deseaba servir a Martín; la ocasión ha llegado de manifestarle su agradecimiento. Ya ve usted que es tan noble, tan valiente. ¡Y quieren matarlo!
Edelmira se sintió fuertemente conmovida al ver la desesperación con que Leonor pronunció aquellas palabras. La admirable belleza de Leonor en medio de tan acerba aflicción, lejos de causarle los celos que la hermosura de una rival despierta en el corazón de la mujer, pareció ejercer sobre Edelmira una especie de fascinación.
-Yo, señorita -dijo-, estoy dispuesta a hacer lo que usted me diga por salvar a Martín.
-¡Pero si a mí nada se me ocurre, por Dios! -exclamó Leonor comprimiéndose la frente con las manos-. Parece que las ideas se me escapan cuando creo haberlas concebido... A ver... ¿Por qué se me ocurrió que usted podría salvar a Martín...? ¡Ah! ¿No había un oficial de policía que quiso casarse con usted?
-Es cierto.
-Es joven, ¿no es verdad?
-Sí.
-Ese joven debe amarla todavía; usted es demasiado bella para que él haya dejado de amarla por un desaire, ¿no es así? Estoy segura de que él la ama. Pues bien, Martín está preso en su cuartel y usted puede comprometerle a que facilite su evasión. Ofrezca usted todo lo que sea necesario: dinero, empleos, mi padre ofrece cuanto le pidan. ¡No me niegue usted este servicio, se lo agradeceré eternamente!
-Señorita -dijo Edelmira-, voy a hacer cuanto pueda; si usted consigue que Amador me acompañe a ver a Ricardo, tal vez logremos salvar a Martín.
Leonor estrechó con frenesí a Edelmira, prodigándole los más tiernos cariños por aquella respuesta.
-Vamos a ver a su hermano -dijo después de esto-, pues no tenemos tiempo que perder.
Salieron de la pieza en que se encontraban y entraron en la de Agustín.
Amador apuraba la décima copa de un licor que le había ofrecido Agustín y fumaba tendido un habano prensado de enorme largo, con la gravedad de un magnate que tiene conciencia de su importancia.
Leonor explicó en pocas palabras el nuevo plan, y después de pedir a Amador que acompañase a Edelmira, con insinuantes palabras se acercó a preguntar a Agustín por el dinero que le había entregado.
El elegante puso con disimulo las treinta onzas en manos de Amador, cuyo rostro se iluminó con indecible alegría.
-Por salvar a Martín, que ha sido mi amigo -dijo-, haré lo que usted guste, señorita.
-Tú los acompañarás para traerme la respuesta -dijo Leonor a Agustín, llamándolo aparte-; y no te mires en gastos. Si el oficial pone dificultades, dile que papá se encarga de su porvenir; yo respondo de ello.
Abrazó después a Edelmira con la ternura de una hermana, y llevó su heroísmo hasta estrechar la mano de Amador, que despedía un olor a tabaco quemado insoportable.
-Mándeme con Agustín la noticia del resultado -dijo a Edelmira al atravesar el patio-; sólo espero en usted.
-Nada temas, hermanita -dijo Agustín-, aquí voy yo para arreglarlo todo; que la peste me ahogue si no sacamos a ese pobre Martín de la prisión.
Despidiéronse en la puerta de calle, y Leonor entró a su cuarto. Allí se dejó caer sobre un sofá, rendida de emoción y de zozobra. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora