Capitulo 49

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  A las seis y media de la mañana del siguiente día salió Edelmira de su casa con la criada y llegó poco después a Santa Ana.
En la plazuela de esta iglesia se veía un coche de posta, a cuyas varas había un caballo que tenía por la rienda un postillón montado en otro de la conocida raza de Cuyo, a que también pertenecía el de varas.
El postillón, haciendo de cuando en cuando sonar su rebenque , entonaba sotto voce una tonada popular con voz nasal y monótona.
Edelmira sintió un temblor involuntario al ver el carruaje en que debía efectuar su fuga, y sin advertirlo se detuvo un momento a contemplarlo.
Parece que el aspecto de Edelmira y de su criada despertó el humor galante del postillón, que interrumpió su tonada para decirles:
-¿Qué buscan esos luceros? Aquí me tienen para servirlas.
- Pa qué se apura si naide lo necesita -le contestó la criada.
Edelmira salió de su contemplación con aquellas palabras y dirigió sus pasos hacia la puerta del templo.
-Adiós -exclamó el postillón viéndolas marcharse-, se van y me dejan a obscuras, ¡tanto rigor con tan bonitos ojillos!
-Y él, tan fresco que lo han de ver -replicóle la criada, mientras que Edelmira, asustada con aquel diálogo, apretaba el paso.
Pocos pasos faltaban a la niña y su criada para llegar a las gradas de losa delante del frente de la iglesia, cuando se presentó Rivas, que sin duda desde algún punto vecino espiaba la llegada de Edelmira.
Ésta se puso lívida al divisarle tan cerca y se detuvo turbada.
Martín aparentó sorpresa de aquel encuentro, para evitar las sospechas de la criada, y exclamó:
-¿Usted por aquí, señorita, a estas horas?
Edelmira respondió con voz balbuciente y apartándose de la criada, a quien parecían no haber disgustado las galanterías del postillón, hacia el cual volvía la vista con frecuencia.
-¡Ya ve usted que soy puntual! -dijo Martín a Edelmira en voz baja-. ¿Está usted resuelta?
Edelmira miraba a su interlocutor como si hubiese olvidado en aquel instante el miedo que tenía y los pesares que habían enflaquecido su rostro.
-Muy resuelta -le contestó.
-¿Y me permite usted que la acompañe?
-¿Por qué va usted a incomodarse por mí? -le preguntó ella con acento triste.
-Eso corre de mi cuenta -replicó Martín-, y, como le dije en mi carta, no consentiré en dejarla a merced del cochero, a quien no conozco.
Esta observación sobre el cochero hizo gran fuerza en el ánimo de Edelmira, asustada ya con las galanterías que el postillón acababa de dirigirle.
-Además -añadió Rivas-, usted me ha dado derechos de amistad que me tomaré ahora la confianza de hacer efectivos; lejos de ser para mí una incomodidad el acompañarla, es un placer.
Edelmira oía con arrobamiento las cariñosas palabras del joven, en quien casi únicamente había pensado durante el último tiempo.
-¿No tiene usted bastante confianza en mí? -preguntó Rivas.
-¡Oh! -dijo ella-, en usted más que en nadie.
-Entonces voy a esperarla en el coche. Como usted ve, puedo perfectamente estar allí sin ser visto.
-Yo trataré de salir lo más pronto que pueda -contestó la niña dirigiéndose a la iglesia.
La criada no vio aquel movimiento de su ama, porque contestaba con bizarría al fuego de ojeadas del galante postillón.
Al ver pasar a Martín, siguió no muy contenta a Edelmira, que había entrado ya a la iglesia.
-Espéreme aquí -le dijo ésta señalándole un punto-, yo voy a buscar al confesor, luego vuelvo.
Martín, entretanto, había entrado al coche y esperaba.
Edelmira tendió su alfombra delante de un altar y se puso de rodillas en oración.
Después de pedir al Cielo, en ferviente plegaria, su protección y su amparo; después de pedirle valor para el paso decisivo que iba a dar, se levantó, recogió la alfombra y fue a colocarse junto a un confesionario, desde el cual podía ver a la criada que había quedado esperándola.
La criada se entretenía mirando los santos de los altares y ocupada, como lo está generalmente la gente de nuestro pueblo, en no pensar en nada.
Aprovechóse entonces Edelmira de la distracción de la criada para dejar el confesionario y dirigirse a la puerta de la iglesia, observándola siempre.
Las devotas que principiaban a llegar, vestidas todas de basquiña y mantón como Edelmira, favorecieron su salida con su movimiento de idas y venidas al través del templo, que miran la mayor parte de ellas como su casa.
Edelmira se halló en la plazuela con el corazón palpitante y el cuerpo tembloroso. Como la mirasen con curiosidad los que pasaban y las que entraban a la iglesia, juzgó que era más prudente obrar con resolución y se encaminó directamente al coche.
Abrióse la puerta de éste, subió Edelmira y Rivas dijo al postillón:
-Marcha.
Los caballos, oyendo sonar el rebenque, partieron a trote largo.
La criada de Edelmira, cansada ya de mirar los altares, miraba en ese momento al lego que andaba encendiendo algunas luces y pensaba que el postillón era más buen mozo que el lego.
Y parece que el postillón, que tan pronto había cautivado la preferencia de la criada, ayudado de la instintiva malicia de la gente de nuestro pueblo, hacía caritativas suposiciones sobre la pareja que conducía, porque, improvisando unavariante a una conocida canción, entonaba, acompañándose con el rebenque:

Me voy, pero voy contigo,
Te llevo en mi corazón;
Si quieres otro lugar,
Aquí en el coche cabimos dos.

Edelmira había ocultado el rostro entre las manos y pugnaba por contener los sollozos que se agolpaban a su garganta.
Martín esperó que pasase un tanto aquella explosión de un dolor que respetaba, y habló sólo cuando vio más tranquila a su compañera de viaje.
-Todavía es tiempo de volver -le dijo-, ordene usted, Edelmira, yo estoy a su disposición.
-No crea usted que me arrepiento -contestó la niña, enjugando las lágrimas de sus ojos-, lloro de verme obligada a salir de mi casa.
-Si usted tiene confianza en su tía -repuso Martín-, espero que todo se arreglará como usted lo desea.
-Como yo lo deseo, no -dijo Edelmira, fijando sus ojos en Rivas con singular expresión-; pero me libraré del casamiento.
-Lo demás puede venir después.
-¡Quién sabe!
Esta exclamación de desconsuelo fue acompañada de un suspiro.
-De manera que usted ama con pasión -dijo Rivas vivamente interesado en el amor de Edelmira, al que, como dijimos, hallaba analogía con el suyo.
El rostro de Edelmira se cubrió de encarnado.
-¿No se lo dije en mi carta, pues? -contestó bajando la vista.
-¿Y sin esperanza? -preguntó Martín.
En ese momento se oía más acentuada y clara la voz del postillón, que repetía, haciendo sonar el rebenque:

Si quieres otro lugar,
Aquí en el coche cabimos dos.
Cabimos dos, guayayai...

Y su voz se confundía con la de los frutilleros que a esas horas entraban a la capital a vender las muy celebradas frutillas de Renca.
Edelmira y Martín se habían quedado en silencio, oyendo la voz del alegre postillón.
-¿Se acuerda de haber oído esa canción? -preguntó la niña.
-A su hermano, la noche que tuve el gusto de conocer a usted -respondió Martín-; pero Amador no la engalanaba con ese último verso.
-Vaya, tiene usted muy buena memoria.
-¿Que usted había olvidado esta circunstancia?
-¡Oh!, no, me acuerdo mucho de esa noche. Más todavía, me acuerdo de todo lo que hablé con usted.
-Tal vez porque él no estaría -dijo sonriéndose Martín.
-¿Quién?
-El de que estábamos hablando.
-¡Ah!, no. Entonces no quería a nadie.
A pesar de la naturalidad de esta exclamación, había tal tristeza en la voz de Edelmira, que Rivas le dijo:
-Hasta ahora usted ha tenido confianza en mí, ¿se arrepiente usted de ello?
-¡Yo arrepentirme! No.
-Le dirijo esta pregunta porque querría poder servirla en todo.
-¿Qué más quiere hacer por mí? Bastante se ha incomodado ya.
-Más podría hacer, tal vez, si usted me nombrara al que ama.
-¡No, no -exclamó con viveza la niña-, nunca!
-¿Cree usted que le hago esta pregunta por curiosidad?
-No, pero...
-Vaya, no insistiré; pero créame que no ha sido curiosidad, sino la esperanza de poder servirla.
-Se lo creo, Martín. Dispénseme si no le contesto; pero es imposible ahora -dijo con sentido acento Edelmira; y luego añadió, dando a su voz ese tono de afabilidad que empleamos con una persona a quien tememos haber ofendido-. Se lo diré después, ¿no?
-Dígamelo sólo si cree que puede serle útil que yo lo sepa.
-Bueno.
-Pero podemos hablar de él sin nombrarle -repuso Martín, pensando que no podría haber ninguna conversación más agradable que aquélla para Edelmira.
-Eso sí -contestó ella con una sonrisa.
Hablaron entonces alegremente. Con los recuerdos de su amor, Edelmira parecía olvidada de la situación en que se hallaba, y pintó con sencilla elocuencia el nacimiento de esa pasión, sin explicar las causas, que ella misma ignoraba. Martín era buen juez para apreciar el mérito del cuadro que la niña le trazaba y encontró rasgos de admirable verdad, que le pusieron frente con sus numerosos recuerdos de soledad y de amor.
Así llegaron a casa de la tía, que, después de oír las explicaciones que le hizo Edelmira, prodigó a Martín delicadas atenciones.
-Si usted quiere hacer penitencia -le dijo-, quédese a almorzar con nosotras.
Rivas se prestó de buena gana y almorzó alegremente con Edelmira y su tía. En los platos que le presentaron, en la gran canasta de frutillas que esparcía su aromático olor por toda la pieza, en los muebles que la adornaban, en todo halló el joven un aspecto agreste que ensanchó su corazón. En esta disposición de ánimo aceptó la oferta que le hizo la viuda de un caballo ensillado para dar un paseo, en el que Martín empleó dos horas, galopando a veces, deteniéndose otras para mirar un cercado, cualquier paisaje en el que con la imaginación colocaba a Leonor, y él, a sus pies, olvidado del mundo, le hablaba de su amor estrechando sus lindas manos.
Al despedirse para volver a Santiago, Edelmira le acompañó hasta el coche.
-Mientras usted andaba a caballo, he cumplido mi promesa -le dijo dándole una carta-; aquí va el nombre que usted me preguntó en el camino.
Rivas tomó la carta y se despidió, sin advertir la turbación con que Edelmira se la había entregado.
-No, no la abra hasta que esté lejos -le dijo la niña cuando el coche iba a ponerse en marcha.
Rivas le hizo un nuevo saludo de despedida y partió.
El paseo que acababa de hacer a caballo y la satisfacción de haber prestado un servicio a Edelmira pusieron a Martín de muy buen humor. Reclinado en el coche, que caminaba con bastante rapidez, se entregó durante largo rato a las ideas que el proyectado viaje al campo con la familia de don Dámaso le ofrecía, y sólo pensó en abrir la carta de Edelmira cuando se encontraba bastante lejos de la casa en que la había dejado.
Esta carta decía lo siguiente:
«Martín:
»Ya conoce usted la historia de mi amor, pues nada le he ocultado, y verá por qué no me atreví en el camino a decirle el nombre del que amo cuando sepa que es el que he puesto al principiar esta carta.
»Edelmira Molina».
-¡Yo! -exclamó Rivas con admiración.
Luego, después de leer la carta por segunda vez, dijo con verdadero sentimiento:
-¡Pobre Edelmira!
Ya en lo restante del camino sólo pudo pensar en la revelación del papel que tenía entre las manos, y llegó a Santiago lleno de tristeza por haber sido, aunque involuntariamente, la causa de la difícil posición en que se encontraba Edelmira.
Dejó el coche en la Plaza de Armas y se encaminó a pie a casa de don Dámaso Encina.
Al tiempo de subir a su habitación, sintió la voz de Agustín que le llamaba desde su cuarto.
-Hombre -le dijo con viveza-, ¿de dónde vienes?
-He estado fuera de Santiago, ¿por qué me lo preguntas? -contestó Rivas con inquietud.
Agustín cerró la puerta de su cuarto, que daba al otro patio que comunicaba con las habitaciones interiores, y después, acercándose a Martín, le dijo con gran misterio:
-Voy a contarte lo que ha pasado.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora