Capitulo 58

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  Dejamos a la columna revolucionaria en marcha para el cuartel de artillería, bajando hacia la Alameda por la calle del Estado.
San Luis marchaba al frente de su tropa, cuyas filas se habían engrosado notablemente en aquel tránsito, bien que muchos de los que llegaban carecían de armas de fuego.
Martín, sereno como si marchase en una parada, se empeñaba en conservar el orden entre los suyos, exhortándolos a observar la formación militar.
La gente, apiñada ya en la Alameda y en las veredas de la calle, victoreaba a los revolucionarios, que desembocaron en el mejor orden y contando con un triunfo fácil en el cuartel de artillería.
Pero antes de llegar a éste, divisaron los revolucionarios varios piquetes del batallón de línea Chacabuco, apostados en diversos puntos del vecino cerro de Santa Lucía. Dominando éste con sus fuertes el cuartel que se proyectaba atacar, era preciso desalojar primero a los del Chacabuco de sus posiciones, a fin de prevenir un ataque por ese lado. Lanzáronse con esta mira los revolucionarios a escalar el cerro; pero los de aquel punto, en vez de oponer resistencia, abandonaron sus posiciones y bajaron precipitadamente hacia la Cañada por el lado del fuerte del sur, entrando con celeridad en el cuartel de artillería, que les abrió sus puertas y aumentó con este nuevo refuerzo el reducido número de los defensores del cuartel.
A pesar de su ligereza, la tropa revolucionaria no pudo frustrar el éxito de aquel rápido movimiento y llegó a las inmediaciones del cuartel cuando la puerta de éste se cerraba sobre los soldados del Chacabuco.
El jefe revolucionario dio entonces la orden de atacar el cuartel, y la tropa se puso en movimiento, dando principio al ataque en medio del clamoreo del pueblo, cuya mayor parte observaba impasible aquella escena, absteniéndose de tomar parte en ella, acaso por falta de armas y jefes, sin los cuales nuestras masas casi nunca se deciden por la iniciativa, por esperar la voz de loscaballeros , que, a pesar de las propagandas igualitarias, miran siempre como a sus naturales superiores.
Rafael San Luis dirigió su gente al costado del cuartel, mientras que por el frente embestían los del Valdivia. El combate se hizo entonces general, bien que los sitiados economizaban sus tiros por no tener puntos adecuados para dirigirlos con certeza. Mientras que la tropa veterana hacía un nutrido fuego sobre puertas y ventanas, los de San Luis y demás jefes populares arrojaban piedras sobre los techos y trabajaban por derribar la puerta principal, abriendo un forado cerca del umbral. En medio del más vivo fuego, una partida de hombres capitaneada por Martín Rivas logró echar al suelo una de las puertas que daban sobre la calle de las Recogidas.
-¡Adelante muchachos! -gritó Martín, blandiendo la espada en una mano y en la otra una pistola.
Y esto diciendo, trató de penetrar en el cuartel seguido de los suyos; pero los recibió tan mortífero fuego de adentro, que casi todos los que seguían a Rivas volvieron la espalda. En vano los alentó éste con el ejemplo y la palabra, pues en ese momento se oyeron los primeros disparos de una pieza de artillería que un capitán de los sitiados había puesto en la calle de atravieso. Un vivísimo tiroteo trabóse entonces, atronando los ámbitos de la población el ruido incesante de la fusilería y los repetidos tiros de cañón que barrían la calle diezmando las filas revolucionarias.
El ruido de estas descargas era el que había hecho bajar del balcón a las familias de don Dámaso y de don Fidel. En el momento en que Leonor invocaba la piedad del cielo para Martín, éste, como los antiguos caballeros, se lanzaba a lo más crudo de la pelea, llevando en su pecho la imagen y en sus labios el nombre de Leonor.
A pesar de su denuedo, veíanse ya en gran aprieto los sitiados con el fuego sostenido y el bravo empuje de los sitiadores, cuando apareció por la bocacalle de las Agustinas una columna con «el coronel García a la cabeza», dice la relación citada. Esta columna, compuesta de la guardia nacional que los del Gobierno habían podido reunir, avanzó llenando la calle y se vio a poco tomada entre dos fuegos por un destacamento del Valdivia, que el jefe revolucionario envió a atacar por su retaguardia, y el resto de los amotinados, que rompieron sus fuegos al mismo tiempo contra su frente. El estruendo del combate fue terrible en aquellos instantes y rivalizaban en temerario coraje los revolucionarios con los jefes y oficiales de los del Gobierno, que veían por todas partes llover sobre ellos una granizada de balas.
Rivas y San Luis parecían querer también rivalizar en arrojo y sangre fría, pues, no contentos con animar a los suyos, apoderándose cada cual de un fusil, dejaron colgar la espada de la cintura e hicieron fuego como soldados sobre el enemigo. Las voces de los jefes, ahogadas por el ruido de las detonaciones, se confundían con los lamentos de los que caían heridos y las imprecaciones de los que retrocedían después de avanzar, repetidas por las mortíferas descargas del enemigo.
En lo más reñido del combate, una bala derribó al coronel Urriola, jefe de los revolucionarios, el que cayó diciendo: «¡Me han engañado!». Palabras que ha recogido la historia como una prueba de que los revolucionarios no contaban con la obstinada resistencia que encontraron.
La noticia de la muerte del jefe cundió luego por las filas de los sublevados, y pronto su influjo moral hízose sentir en el combate, pues, calmando el fuego y pasando de agresores a agredidos, se replegaron todos hacia la Cañada, frente a la puerta principal del cuartel atacado. Reunidos en una masa compacta, los revolucionarios rompieron allí de nuevo casi con más ardor que antes sus fuegos, haciéndose la lucha más encarnizada en esos momentos, pues se abrió la puerta del cuartel para dar paso a dos piezas de artillería que lanzaron un vivo fuego contra los enemigos.
En un grupo colocado en la bocacalle de San Isidro, Martín y Rafael descargaban sus tiros, secundados por su gente, sobre la tropa que acababa de salir del cuartel, y hacían que los que no tenían armas se sirviesen de las de aquellos que caían.
Aquél fue sin duda el momento más crudo de tan encarnizado combate. Los beligerantes, colocados a pocos pasos los unos de los otros, desafiándose con el gesto y la voz, podían dirigir con certeza sus tiros y hasta ver el efecto de ellos sobre los contrarios. El ruido era atronador y los hombres caían de ambos lados en horrorosa abundancia. Los curiosos, que desde el alba llenaban los alrededores, se habían dispersado ante tan peligroso espectáculo para dejar disputarse la victoria a los combatientes, que, con encarnizada enemistad, parecían haber olvidado que cada tiro regaba el suelo chileno con la generosa sangre de alguno de sus hijos. Temerario arrojo en presencia del peligro, porfiada tenacidad para la defensa y el ataque simultáneos, ardor incontrastable a la par de heroica sangre fría, fueron prendas del carácter nacional que brillaron en ambos campos en aquel supremo instante. Las dos piezas de artillería, sobre las cuales Rivas, San Luis y los suyos hacían un fuego mortífero desde la bocacalle de San Isidro, disminuían poco a poco la frecuencia de sus disparos, porque la granizada de balas que sobre ellas caían había puesto fuera de combate a dos oficiales que sucesivamente las habían mandado y a la mayor parte de la tropa que las servía. El jefe del cuartel había reemplazado en el mando de esas piezas a los dos oficiales gravemente heridos al pie de ellas y de los cuales uno era su propio hijo. Pero a la llegada del jefe, una furiosa descarga derribó a casi todos los artilleros que aún quedaban en pie, y avanzando los revolucionarios tras el humo de esa descarga, lograron apoderarse de los dos cañones que la muerte dejaba sin defensores. Martín y Rafael llegaron juntos y fueron de los primeros que pusieron sus manos sobre las piezas que tantos estragos habían causado en las filas de los suyos.
-¡Victoria! ¡Victoria! -gritó San Luis.
Y esta voz la repitieron todos arrastrando los cañones al punto que ellos ocupaban. Mas no bien había cesado el clamoreo de los que clamaban victoria, cuando la puerta principal del cuartel se abrió de nuevo y una horrible descarga de fusilería envió sobre los revolucionarios una nube de balas que hizo entre ellos espantosa matanza.
San Luis se asió con fuerza del brazo de Martín, que se hallaba a su lado, y gritó a los suyos:
-¡Fuego! ¡El enemigo está en agonía!
Palabras que el ruido de nuevas descargas ahogaron, mientras que el joven que acababa de pronunciarlas echó sus dos brazos al cuello de Rivas diciéndole:
-Me han herido y no puedo tenerme en pie.
Martín le tomó de la cintura, sacóle de las filas de los combatientes y, llevándole junto a una puerta de un cuarto, hízola saltar de un puntapié y entró en la pieza arrastrando a Rafael, cuya ropa estaba ya bañada en sangre.
Dos mujeres y un viejo había en el cuarto en que Martín acababa de entrar llevando a San Luis.
-Señora, aquí hay un joven a quien usted puede prestar algún servicio -dijo Rivas a la que parecía de más edad.
Las dos mujeres, el viejo y Martín quitaron la levita a Rafael y le hallaron el pecho atravesado por dos balas. Su respiración hacía brotar torrentes de sangre de las dos heridas.
San Luis tomó las manos de su amigo.
-No me muevas -le dijo-, será imposible sanarme y siento que voy a vivir muy poco.
Los ojos de Rivas, en los que momentos antes brillaba el belicoso fuego que ardía en su pecho, se llenaron de lágrimas.
-¡Tú también estás herido! -exclamó San Luis, viendo que una mano de Martín se teñía poco a poco en sangre.
-No sé -dijo éste-, nada he sentido.
La misma descarga que había herido a San Luis había también lanzado una de sus balas sobre el brazo derecho de Martín.
-La victoria es casi segura -añadió Rafael, hablando por momentos con mayor dificultad-. ¿Oyes las descargas? El fuego del cuartel se va apagando.
Cada palabra que así pronunciaba parecía costarle un gran esfuerzo y su voz se extinguía por grados, mientras que la sangre del pecho brotaba a pesar del empeño con que Martín y los que allí había querían contenerla con paños y vendas improvisadas.
Después de una pausa, durante la cual San Luis parecía querer adivinar con el oído lo que sucedía en el lugar de la refriega, estrechó con febril ardor las manos de Martín, y haciendo un esfuerzo para levantarse:
-Despídeme -le dijo con voz enternecida- de mi pobre tía; si ves a Adelaida, dile que me perdone; y tú no me olvides, Martín, porque...
El esfuerzo que hizo para concluir su frase pareció apurar el último soplo de vida que le quedaba, porque las palabras se helaron en sus labios y su cabeza cayó sobre la pobre almohada que le habían puesto las mujeres.
-¡Muerto! ¡Muerto! -exclamó Martín, estrechándolo entre sus brazos y llorando como un niño-. ¡Pobre Rafael!
Dio por algunos instantes libre curso a sus lágrimas, y alzándose de repente, besó varias veces la frente y las mejillas, ya pálidas, de San Luis; prometió a las mujeres que serían bien recompensadas si entregaban el cadáver en casa de don Pedro San Luis, y salió de la pieza exclamando:
-¡Yo te vengaré!
Brillaban en ese instante con sombrío resplandor sus ojos y con la diestra apretaba convulsivamente la espada que desenvainó al salir.
Cuando Martín llegó al lugar del combate, reinaba allí la mayor confusión. La fuerza revolucionaria se desorganizaba en esos momentos. Uno de los oficiales del Chacabuco, hecho prisionero en la guardia del principal, aprovechándose del desorden que le rodeaba, emprendió la fuga hacia el cuartel de artillería y varios soldados siguieron su ejemplo, comunicándose el contagio a los demás que allí había. Con esto el fuego de los revolucionarios cesó poco a poco, y cuando Rivas llegó al frente del cuartel, todos entraban creyéndose victoriosos y caían allí en poder de los sitiados.
Martín entró también con la misma ilusión y se encontró en el zaguán con Amador Molina, que habiéndose ocultado durante la refriega, gritaba en ese instante en favor del Gobierno y contra los revolucionarios que al principio había querido apoyar.
Un joven de los que habían militado con Rivas se acercó a él.
-Estamos perdidos -le dijo-, la tropa nos abandona y es preciso huir.
En ese mismo momento Amador gritaba:
-Ricardo, aquí hay dos revolucionarios.
-¡Cobarde! -le dijo Martín, tomándole del pescuezo-, te tengo lástima y te perdono.
Y al decir esto le dio un fuerte empellón que estrelló a Amador contra la pared.
-Huyamos, es una necedad dejarnos prender -dijo a Martín el joven que acababa de hablarle.
Y le arrastró fuera del cuartel, a cuya puerta principiaban a agolparse los curiosos.
Martín se resistió algunos momentos, durante los cuales Amador había huido al patio llamando al oficial de policía, que con alguna tropa de su mando formaba parte de la división de los cívicos que habían auxiliado al cuartel.
Cuando Rivas se decidió a retirarse, Amador corrió hacia el zaguán con Ricardo Castaños y algunos soldados.
-Vamos, vamos -dijo el joven a Martín-, no les demos el gusto de que nos tomen prisioneros.
-Adiós -le dijo Martín, estrechándole la mano.
Y emprendió la fuga con dirección a casa de don Dámaso Encina, mientras que Amador y Ricardo le buscaban entre las personas que llegaban al zaguán.
Esta circunstancia le permitió tomar alguna delantera sobre sus perseguidores, que salieron a la calle cuando él se halló ya a una cuadra distante del cuartel.
-Vamos a buscarle a casa de don Dámaso -dijo Amador al oficial-, y si no lo hallamos allí, lo hemos de buscar por toda la ciudad. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora