Capitulo 26

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  Agustín regresó con su hermana del paseo en que habían acompañado a Matilde, consultando a cada momento su reloj, cuyos punteros se le figuraba retardaban aquel día su marcha, que él medía con su impaciencia de ver llegar la noche.
Había convenido con Adelaida que, para alejar toda sospecha, no se presentaría a la visita ordinaria en casa de doña Bernarda, y que un postigo de una pequeña ventana con reja de palo, que daba a la calle, indicaría, estando abierto, que su querida le esperaba.
Aquel día Martín no se presentó a la hora de comer; había recibido una esquela de San Luis que lo llamaba para referirle sus emociones del paseo y hablarle de la felicidad que desbordaba de su corazón.
Agustín sostuvo la conversación en la mesa con gran prodigalidad de galicismos y frases afrancesadas, algunas de las cuales, según decía doña Engracia, la regalona Diamela comprendía, porque así lo indicaba el movimiento de sus orejas.
Don Dámaso, preocupado con sus indecisiones políticas, mezclaba algunas palabras a la conversación de su hijo, palabras que por su poca analogía con el asunto de aquélla habrían hecho pensar que estaba dormido o era sordo, y Leonor evocaba, sin pensarlo ni quererlo, la sentimental imagen de Martín, apoyado a la puerta y dirigiéndola aquella mirada que a un mismo tiempo había hecho experimentar a su corazón una sensación de calor y de frío inexplicable.
Después de comer, Agustín se retiró a su cuarto y fumó varios cigarros, para adormecer su impaciencia, siguiendo en las caprichosas formas que dibuja el humo al subir al techo el giro caprichoso también de sus esperanzas y devaneos.
A las nueve de la noche entró al salón de su familia despidiendo un olor de agua de colonia de lavanda y de varios bouquets favoritos de otras tantas princesas y duquesas europeas, que pronto llenó los ámbitos del salón, revelando la prolija escrupulosidad con que el elegante se había perfumado para el mejor éxito de su amorosa correría.
Para engañar su impaciencia se sentó al lado de Matilde, que pocos momentos antes había llegado con sus padres. El corazón de la hija de don Fidel había comunicado a su rostro la alegría con que palpitaba. En las mejillas de Matilde lucía ese color diáfano y brillante con que las emociones de un amor feliz iluminan el rostro de la mujer, que parece adquirir una nueva vida en su atmósfera vital del sentimiento. En tal disposición encontró Agustín a su prima y le fue fácil entablar con ella una conversación animada que pronto recayó sobre San Luis.
Don Fidel y doña Francisca, que desde distintos puntos observaban a su hija, notaron la animación con que Matilde hablaba, y supusieron al instante, presumiendo de gran experiencia, que entre aquellos dos jóvenes que con tanta viveza conversaban debían estarse iniciando los preliminares de una pasión.
Tal idea sugirió distintas reflexiones a los observadores padres de Matilde.
«¡Ah!, ¡ah!, yo no me equivoco nunca; bien había pensado yo que se habían de querer», pensaba don Fidel.
Doña Francisca decía, mirando a su hija:
«Después de todo, no deja de ser una felicidad la de poseer un alma vulgar, extraña a los estáticos arrobamientos de las almas privilegiadas que atraviesan el erial de la existencia sin encontrar otra capaz de comprender la delicadeza con que aspiran a realizar, etc., etc.».
Y ambos se imaginaban que la alegría que animaba el rostro de Matilde no podía provenir sino de las galanterías con que su primo debía estarla cortejando.
Martín entró en ese momento al salón. Traía en su pecho el peso de las confidencias de su amigo, que naturalmente le ponían en la precisión de envidiar una felicidad que le parecía imposible alcanzar para sí. La aspiración de ser amado, sueño constante de la juventud, cobraba en su alma proporciones inmensas que con incansable tenacidad le esclavizaba.
Leonor, que temía no verle presentarse aquella noche, lejos de confesarse la satisfacción que acababa de sentir al verle aparecer, encontró en su orgullo razones para considerar la visita del joven como una osadía, después de la escena de la mañana. El altivo corazón de aquella niña, mimada por la naturaleza y por sus padres, no quería persuadirse de que, en la lucha que había emprendido para jugar con sus propios sentimientos y burlar el decantado poder del amor, iba por grados perdiendo su altanera seguridad y dando cabida a ciertas emociones extrañas, cuyo dulce imperio le parecía una humillación de su dignidad.
Martín, después de saludar, se había sentado solo, no lejos del piano, y dirigía a hurtadillas sus ojos hacia el punto en que Leonor hablaba con Emilio Mendoza.
Desde su asiento no podía notar el cambio que se había hecho en el rostro de Leonor, que, agitada por los sentimientos que acabamos de describir, aparentó oír con gran interés las palabras de Mendoza, que apenas escuchaba momentos antes.
Al cabo de algunos minutos, Leonor pareció cansada de la afectada atención con que oía las palabras galantes del joven y cayó nuevamente en su distracción. Aprovechándose entonces de un instante en que Emilio Mendoza contestaba a una pregunta de doña Francisca, Leonor se dirigió al piano, en cuyo banquillo se sentó, dejando correr distraídamente sus dedos sobre las teclas.
Martín, en aquel momento, recordaba como una felicidad perdida la conversación que algunos días antes había tenido con Leonor en aquel mismo lugar. El corazón que ama sin esperanzas se ve obligado a poetizar las más insignificantes escenas pasadas, a falta de poder esperar en el presente ni en el porvenir. Por esto Rivas evocaba el recuerdo de aquella conversación, olvidándose voluntariamente del pesar que entonces le había dado.
-Martín, en ese libro que tiene a su lado está la pieza que busco; tenga la bondad de pasármelo.
Estas palabras, dichas por Leonor en tono muy natural, sacaron al joven de su meditación. Al tiempo de pasar el libro, su espíritu buscaba la intención de aquella orden con la inclinación de todo enamorado a imaginar un sentido oculto a todas las palabras que oye de la persona a quien ama. La frialdad con que Leonor le dio las gracias, poniéndose a hojear el libro, le persuadió que al pedírselo ella no había tenido otra intención que la de buscar una pieza. Martín, novicio en el amor, pensaba siempre lo contrario de lo que en su caso habría pensado alguno de los fatuos que pululan en los salones, figurándose que, para conquistar un corazón, no tienen más que, como el sultán usa de su pañuelo, arrojar una mirada a la víctima que pretenden avasallar.
Martín iba a retirarse cuando dijo Leonor sin dirigirse a él:
-Las hojas de este libro no se sujetan.
Y al mismo tiempo sostenía el libro con la mano izquierda, tocando algunas notas con la derecha.
-Si usted me permite -le dijo acercándose Martín-, yo puedo sujetar el libro.
Leonor, sin contestar, dejó a la mano del joven ocupar el lugar en que tenía la suya y empezó a tocar la introducción de un vals que le era familiar.
-¿Podrá usted volver la hoja solo? -le preguntó al cabo de algunos instantes.
-No, señorita -contestó Rivas, que temblaba de emoción-; esperaré que usted me indique el momento oportuno.
La conversación estaba ya principiada y era preciso seguirla. A lo menos así pensó Leonor, mientras que Rivas había olvidado todos sus pesares, entregándose a contemplar a la niña, que fijaba su vista alternativamente en el libro y en el piano.
-Hoy habrá visto usted a su amigo -dijo Leonor, cuando tuvo que mirar a Rivas para indicarle que era preciso volver la hoja.
-Sí, señorita -contestó Martín-; le he encontrado el hombre más feliz del mundo.
-De modo que usted le habrá compadecido -repuso Leonor, mirando fijamente al joven.
-¡Yo! ¿Y por qué, señorita? -exclamó éste admirado.
-Para ser consecuente con su teoría de huir del amor como de una desgracia.
-Mi teoría se refiere al amor sin esperanza.
-Ah, se me había olvidado. ¿Y ese amor puede existir?
Martín tuvo al momento la idea de citarse como un ejemplo de lo que Leonor aparentaba dudar; de pintarle con la elocuencia de una profunda melancolía los dolores que destrozan al alma que ama sin esperanza; de revelarle su adoración respetuosa y delirante con palabras que pintaran los tesoros de pasión que guardaba en su pecho para la que ignoraba poseer su absoluto dominio. Pero al momento también, anudó la voz en su garganta y heló el valor de que se sentía animado el recuerdo del glacial desdén con que Leonor había recibido sus palabras y su involuntaria mirada en la conversación de la mañana. Vióse de antemano escarnecido por su amor, se figuró con espanto la altanera y sarcástica mirada con que la niña recibiría sus palabras, y su alma se replegó palpitante a la reserva que su condición le imponía.
Estas reflexiones pasaron por su espíritu con tal rapidez, que sólo medió un instante muy breve entre la pregunta de Leonor y la respuesta que él dio.
-Se me figura que sí, señorita -contestó, tratando de dominar su emoción.
-¡Ah!, es decir, que usted no está seguro.
-Seguro no, señorita.
-En su amigo, sin embargo, tiene usted un ejemplo de que no debe considerarse como una desgracia.
-Rafael había sido amado antes, de modo que podía esperar volverlo a ser.
-Eso no; si él hubiese pensado como usted, habría tratado de olvidar, y es digno ahora de su felicidad porque ha tenido constancia.
-¿De qué serviría ser constante a un hombre que no se atreviese a confesar nunca su amor? -dijo Rivas, alentado por el raciocinio y la conclusión de Leonor.
-No sé -contestó ella-; por mi parte no comprendo en un hombre esa timidez.
-Señorita, se trata de su felicidad y tal vez de su vida -replicó con emoción Martín.
-¿No exponen los hombres muchas veces su vida por causas menos dignas?
-Es verdad; pero entonces combaten contra un enemigo, y en el caso de que hablamos tal vez pueden dar a su amor más precio que a su vida. Rafael, por ejemplo, del que hemos hablado, no creo que tiemble en presencia de un adversario, y no obstante jamás se habría atrevido a dirigirse a su prima de usted sin las felices circunstancias que los han reunido. Un amor verdadero, señorita, puede poner tímido como un niño al hombre más enérgico, y si ese amor es sin esperanza, le infundirá mayor timidez aún.
-Dicen que todo se aprende con la práctica -dijo Leonor con una ligera sonrisa-, y presumo que el modo de vencer esa timidez esté sujeto a la misma regla.
Martín no contestó, porque temía adivinar el objeto de aquella observación.
-¿No lo cree usted? -le preguntó Leonor.
-Difícil me parece -contestó él.
-Sin embargo, nada se pierde ensayándolo, y creo que usted está en camino de hacerlo.
-¡Yo! Jamás lo he pensado.
Leonor no se dignó replicar.
-Usted se olvida de volver la hoja -le dijo, después que había tocado todo el vals de memoria.
-Esperaba la señal -contestó Martín, turbado ante la fría mirada con que Leonor dijo aquellas palabras.
La niña, entretanto, había vuelto a principiar el vals.
-¿Y qué plan tiene ahora su amigo? -preguntó.
-En primer lugar -contestó Rivas-, no piensa más que en volver a ver a la señorita Matilde.
-El domingo pensamos salir a caballo al Campo de Marte; allí puede verla.
-Esta noticia me la agradecerá en el alma -dijo Rivas-, si usted me permite dársela.
Leonor cesó de tocar y abandonó el piano. Martín, que por falta de esperanza miraba todo por el lado del pesimismo, pensó que aquella conversación había sido sostenida por Leonor para llegar a decirle las últimas palabras, así como en una carta se pone muchas veces en la posdata el objeto que la ha dictado.
Agustín lo sacó de su meditación, viniendo a conversar con él hasta las once de la noche, hora a que ambos se retiraron.
Poco después se retiró también don Fidel Elías con su mujer y Matilde.
-¿Has visto -dijo en el camino a doña Francisca- lo que Agustín y Matilde han conversado? Que es lo que yo decía: ya se quieren, estoy seguro de ello, y mañana voy a hablar con Dámaso para que arreglemos el matrimonio.
-¿No sería mejor esperar hasta saber de cierto si se aman? -observó doña Francisca.
-¡Esperar! ¿Se te figura que un partido como Agustín se encuentra tan fácilmente? Si esperamos no faltará quien lo comprometa. ¡Quién sabe en dónde visita! No, señor, en estas cosas es preciso ser vivo. Mañana hablaré con Dámaso.
En ese mismo momento Agustín daba una nueva mano a su elegante traje y vaciaba en su ropa mezcladas gotas de las más afamadas esencias de olor para asistir a la cita.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora