Capitulo 23

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  Rafael San Luis había pasado con tanta prontitud del profundo abatimiento en que vivía a la felicidad, que después de despedirse de Martín le parecía un sueño la inesperada noticia que acababa de traerle su amigo.
Su primer cuidado fue el de enviar a su tía para enterar a don Pedro de sus nuevos proyectos sobre la hacienda del Roble, con cuyo arriendo esperaba vencer las dificultades que le separaban de Matilde, ganándose la voluntad de don Fidel Elías.
Cuando se vio en su cuarto, rodeado de sus muebles, testigos de su constante dolor, cubrió de besos el retrato que guardaba de su querida y volvió la memoria hacia los pasados tiempos de su dicha, no sin una triste impresión al recordar las acciones de su vida desde que la suerte le había separado de Matilde. El remordimiento de haber sacrificado el honor de Adelaida Molina al consuelo de sus penas habló entonces más alto en su conciencia que en los días anteriores. La felicidad le volvió hacia la virtud así como la desesperación le hiciera quebrantar sus leyes. Sintió con vergüenza que no iría puro, como antes, a jurar amor a los pies de la que inmaculados le guardaba su corazón y su fe. Aquélla fue la primera idea que vino a enturbiar la onda cristalina de su alegría y también la que le sacó de la contemplación en que se hallaba sumergido, para hacerle sentir la necesidad de mayores emociones que le distrajesen de su enojoso recuerdo.
Ver a Matilde y oír de su boca las tiernas protestas de su amor santamente conservado fue lo que al momento ocupó su imaginación. Recordó con esto que la última frase de Leonor, que Rivas le había transmitido, le abría el camino para buscar los medios de llegar hasta Matilde. Sentóse a su mesa y principió a escribir con un ardor febril. Al cabo de una hora había roto dos cartas y escribía la siguiente, que fue la única que satisfizo su impaciencia:
«Un amigo me acaba de decir que usted me ama todavía. No puedo pintarle la felicidad que esta noticia me trae de repente; sería preciso que usted me oyese, porque una carta no bastaría para contener la historia de los pesares que la nueva esperanza desvanece. Si es verdad que usted me conserva ese amor, que ha sido hasta hoy mi única dicha y mi único pensamiento querido, déjeme oírlo de su voz. Esta súplica se la haría de rodillas si usted pudiese verme, porque si usted la desoye, creeré que me han engañado, y volver ahora a mi largo desconsuelo sería horrible para mí».
San Luis se contentó con esta carta porque era la única que se hallaba en armonía con la agitación de su espíritu. Las largas frases de amor que había confiado a las dos primeras le parecieron muy frías para pintar el estado de su alma bajo la violenta emoción que le agitaba. Después de cerrarla se dirigió a casa de don Fidel. Al llegar al umbral de aquella puerta que había atravesado por última vez con el corazón despedazado, temblaba como en la proximidad de un inmenso peligro.
Para entregar su carta no había imaginado otro medio que el inventado tal vez desde el origen de la escritura. La hora favorecía sus intenciones, porque la noche había llegado ya y el mal alumbrado de las calles le permitía acercarse a la casa sin temor de ser conocido. En el cuarto del zaguán preguntó por una criada antigua de doña Francisca, que había conocido durante sus visitas. Cuatro reales bastaron para que el criado que ocupaba la pieza del zaguán se prestase a llamar a la persona por quien Rafael preguntaba, y diez minutos después la carta se hallaba en manos de Matilde.
Llegada la hora en que don Fidel asistía con doña Francisca y su hija a casa de su cuñado, Matilde fingió un dolor de cabeza para quedarse, temiendo que en la tertulia de don Dámaso alguien pudiese leer en su semblante la turbación en que se hallaba después de leer la carta de San Luis.
A las ocho de la mañana del siguiente día, Leonor salía de una iglesia envuelta en su mantón y acompañada por una sirviente.
De la iglesia se dirigió a casa de su prima, que la recibió en la misma pieza en que habían estado el día anterior.
-¿Estás realmente enferma, como anoche me dijeron? -preguntó a Matilde, en cuyo rostro se veía la palidez que deja ordinariamente una noche de insomnio.
-Mira esta carta -fue la contestación de Matilde, que puso en manos de su prima la que Rafael le había dirigido.
-¿Y tu mamá? -preguntó Leonor, sentándose y sin mirar la carta.
-Está durmiendo.
Leonor echó hacia atrás el mantón que cubría su frente y empezó a leer. Después de terminar, alzó los ojos sobre su prima. Ésta permanecía de pie, frente a ella, y en la actitud de un culpable delante del juez.
-No habrás comprendido -le dijo Leonor- cómo San Luis te pide una entrevista después de nuestra conversación de ayer.
Matilde, en su turbación, no se había fijado en aquella circunstancia, y sólo entonces recordó que en su convenio con Leonor habían resuelto citar a Rafael para ese día.
-Es cierto -contestó.
-Al irme de aquí -repuso Leonor- cambié de plan. Me pareció más natural decir sólo la mitad de él y dejar que San Luis pidiese la cita. Esta carta manifiesta que no me engañé. ¿Has contestado?
-No, esperaba verte para hacerlo.
-¿Has cambiado de resolución desde anoche?
-Tampoco -dijo Matilde-. Es verdad que tengo miedo; pero me venceré. Ahora que Rafael me ha escrito, es imposible cambiar de determinación, porque si me negase creería que no le amo.
-Tienes razón. De modo que le contestarás ahora.
-¿Qué le diré?
-Lisa y llanamente lo que ayer convinimos. Es temprano y tu contestación llegará a tiempo. No olvides que es para las dos a más tardar. Yo estaré aquí con Agustín a la una.
Después de la salida de su prima, Matilde contestó en los términos que acababa de recomendarle, y envió su carta por el mismo conducto que había recibido la de Rafael.
Leonor llegó pronto a su casa y se dirigió a las piezas que ocupaba su hermano, a una de cuyas puertas dio tres ligeros golpes.
La voz de Agustín preguntó del interior:
-¿Quién es?
-¿No estás en pie? -preguntó Leonor.
-Entra, hermanita -dijo a la niña-. ¿Qué es esto tan de mañana? ¿Vienes de la iglesia?
Leonor dio una respuesta afirmativa a la última pregunta y se sentó en una poltrona de tafilete verde que le presentó el elegante.
-Y tú, ¿cómo estás tan temprano en pie? -preguntó la niña, quitándose el mantón.
Agustín había pasado mala noche con la felicidad, que a veces desvela tanto como el pesar.
-No sé -dijo-, desperté temprano.
-Anoche te recogiste tarde.
-Sí, me entretuve por ahí -contestó Agustín, que veía con placer una ocasión de recordar su visita de la noche anterior.
-¿Dónde estuviste? -preguntó Leonor, con aire de distracción.
-En casa de unas niñas.
-¿Había muchos jóvenes?
-Algunos; yo estuve con Martín.
-¡Con Martín! -dijo Leonor, admirada-. ¿En casa de qué niñas?
-¡Ah!, hermanita, eres muy curiosa; se cuenta el milagro sin nombrar al santo.
-No sabía que a nuestro alojado le gustase visitar -dijo Leonor, jugando con el libro de misa que tenía entre las manos.
-Como a todo hijo de vecino.
-¿Son bonitas las niñas?
-¡Oh, encantadoras!
El entusiasmo de esta respuesta produjo en Leonor una extraña sensación.
-¿Las conozco yo? -preguntó con curiosidad.
-No sé..., puede ser.
Agustín dio esta contestación porque, si bien se hallaba con deseos de contar que era amado, no quería, por otra parte, hacer sospechar a su hermana la baja esfera social en que había ido a buscar sus conquistas amorosas.
-De esas niñas -dijo Leonor-, alguna debe gustarte.
-La más bonita -contestó Agustín con orgullo.
-¿Y ella te quiere?
-No faltan pruebas para creerlo.
Leonor había hecho las preguntas anteriores para no llamar la atención de su hermano sobre esta otra:
-¿Y Martín... hace la corte a alguna de ellas?
-No sé precisamente; pero le he visto conversar mucho con una hermana de la mía.
Agustín dio a este posesivo toda la fatuidad que le inspiraba el recuerdo de la cita que había obtenido de Adelaida.
-¿Y es bonita también? -preguntó Leonor.
-Bonita, ¡cómo no!, aunque no tanto como la otra; pero es interesante.
La niña se quedó pensativa durante algunos momentos. Sentíase humillada por aquella revelación.
Era claro que Rivas había mentido al contarle, con pretendida modestia, su propósito de no amar; y que probablemente hablaba de amor con otra cuando ella le esperaba para confundirle con su desdén. Mientras hizo estas reflexiones, le ocurrió la idea de que su silencio podía despertar las sospechas de su hermano sobre la causa que lo motivaba, y determinó llamar su atención sobre el asunto que la llevaba allí.
-¡Ah! -exclamó al instante de pensar esto-, se me olvidaba que tengo que pedirte un servicio.
-¿Un servicio, hermanita? -dijo Agustín-, habla soy todo a ti .
-Quiero que me acompañes hoy a la Alameda entre la una y las dos de la tarde.
-¿Para qué? Hoy no es domingo.
-Después te diré; prométeme primero que me acompañarás.
-Te lo prometo, no tengo dificultad ninguna.
-Dime, Agustín, ¿tú estás verdaderamente enamorado de esa niña de que acabas de hablarme?
-¡Oh!, la amo de todo mi corazón .
-De modo que si no pudieses verla, lo sentirías mucho.
-Muchísimo; pero no creo que esto suceda.
-Eso no importa; supón que te separasen de ella.
-¡Caramba, no sería tan fácil!
-Ya lo sé; pero dalo por hecho.
-¡Ah!, ¿es una suposición? Bueno.
-Estando así, sin verla, ¿no agradecerías mucho a la persona que te proporcionase con ella una entrevista?
-¡Cómo no! ¡Se lo agradecería en el alma!
-Pues es lo mismo que tú vas a hacer acompañándome a la Alameda.
-¡Ah picarona!, tienes tus amorcillos, ¿eh?
-No, hijo, no soy yo -dijo con cierta tristeza Leonor.
-Entonces. ¿Quién es?
-Matilde.
-¡La primita! Y éste es ¿el cuántos? Porque cuando yo estaba en Europa, supe que tenía amores con Rafael San Luis, tú me escribiste que se iba a casar con otro y ahora quiere que la lleven a la Alameda para ver, sin duda, a un tercero. Fichtre! ¡Excuse usted de lo poco!
-No es para ver a un tercero; Matilde no ha amado nunca más que a Rafael San Luis.
-Y entonces, ¿cómo iba a casarse con Adriano?
-En gran parte por culpa de mi papá.
-¡De mi papá, hermanita! No comprendo.
-Porque tú no has sabido que mi papá fue el que aconsejó al tío Fidel para que despidiese a San Luis de su casa.
-¿Y por qué?
-Dicen que porque estaba pobre Rafael.
-No deja de ser una razón.
-Aunque lo fuese, mi padre no debió intervenir para causar la desgracia de un joven bueno.
-Es verdad.
-Y yo creo que nosotros cumplimos con un deber reparando su falta en lo que podamos.
-Así me parece, es justo.
-Matilde ama siempre a San Luis, y nunca amará a otro.
-Hace bien, yo estoy por la constancia.
Leonor explicó en seguida lo restante de su plan, dejando a su hermano muy convencido de la necesidad de apoyar a Matilde en sus amores.
Despidiéronse después de esta conversación, prometiendo Agustín no faltar a la hora convenida.
El elegante se hallaba en un día de indulgencia, con la alegría que le causaba la expectativa de la cita; así fue que no tuvo un momento de escrúpulo para favorecer los amores de Matilde. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora