Capitulo 32

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  Don Fidel Elías regresó a su casa felicitándose, como dijimos, de su actividad y maestría para conducir los negocios.
Entre nosotros es bastante conocido el tipo del hombre que dirige a este fin todos los pasos de su vida.
Para tales vivientes, todo lo que no es negocio es superfluo. Artes, historia, literatura, todo para ellos constituye un verdadero pasatiempo de ociosos. La política les merece atención por igual causa y adoptan la sociabilidad por cuanto las relaciones sirven para los negocios. Hay en esas cabezas un soberbio desdén por el que mira más allá de los intereses materiales, y encuentran en la lista de precios corrientes la más interesante columna de un periódico.
Entre estos sectarios de la religión del negocio se hallaba, como ha visto el lector, don Fidel Elías por los años de 1850; es decir, diez años ha. Y en diez años la propaganda y el ejemplo han hecho numerosos sectarios.
Don Fidel, ya lo dijimos, miraba como un buen negocio el casar a Matilde con Agustín Encina. Mas no por eso dejaba de interesarse vivamente en el otro negocio que tenía entre manos: el arriendo del Roble.
Dijéronle en su casa que don Simón Arenal había estado a buscarle, y sin dejar el sombrero, ni entrar en explicaciones con doña Francisca sobre su entrevista con don Dámaso, se dirigió lleno de curiosidad a casa de don Simón.
Doña Francisca le vio salir con el placer que muchas mujeres experimentan cada vez que se ven libres de sus maridos por algunas horas. Hay gran número de matrimonios en que el marido es una cruz que se lleva con paciencia, pero que se deja con alegría, y don Fidel era un marido cruz en toda la extensión de la palabra.
Doña Francisca leía a la sazón a Valentina , de Jorge Sand, y don Fidel, hombre de negocios, con toda la frialdad de tal, hacía una triste figura comparado con el ardiente y apasionado Benedicto. Por esta causa doña Francisca vio con gusto salir a su cruz y volvió con vehemencia a la lectura.
Don Fidel no se curaba de Jorge Sand más que de los pobres del hospicio, y así fue que salió sin ver los reflejos de romántico arrobamiento que brillaron en los ojos de su consorte; hasta más le importaba el negocio del Roble que estudiar las impresiones de su mujer.
Llegó a casa de don Simón con la respiración agitada y el ánimo inquieto por la duda.
Don Simón le ofreció asiento y un cigarro de hoja, asegurándole que eran de los mejores que salían de la cigarrería de Reyes, situada en la plazuela de San Agustín.
Con un cigarro se entablan entre nosotros la mayor parte de las conversaciones entre hombres y puede decirse que el cigarro es uno de los agentes de sociabilidad más acreditados y activos.
Don Fidel Elías encendió el suyo y esperó, no sin emoción, que su amigo le dijese el objeto de la visita que había estado a hacerle.
-¿Le dijeron que estuve en su casa? -fue la pregunta de don Simón.
-Sí, compadre -contestó don Fidel-, y apenas lo supe me vine derecho para acá.
-Fui a decirle que he cumplido su encargo.
-Ah, ¿estuvo usted con don Pedro San Luis?
-Anoche.
-¿Y qué dice de la hacienda?
-El hombre pone sus condiciones para hacer un nuevo arriendo.
-¿Qué condiciones?
-Una que es muy difícil se figure usted.
-¿Que es muy dura?
-Según como usted la considere.
-Vamos a ver, dígalo, compadre, hablando es como se hacen los negocios.
-Don Pedro me ha dicho que desea que su hijo principie a trabajar.
-Y ¿qué hay con eso?
-Que para que su hijo trabaje lo piensa asociar con su sobrino.
-¿Con Rafael San Luis?
-Sí.
-Hasta ahora no veo lo que tengo que hacer con eso.
-Que piensa dar en arriendo el Roble a su hijo y a su sobrino, en caso que usted no consienta en lo que Rafael le ha pedido.
-¿Qué le ha pedido?
-Que solicite para él la mano de Matilde.
Don Fidel no se hallaba preparado para recibir un ataque semejante. No halló qué decir. Sus facciones se contrajeron como las de un hombre que se entrega a una profunda reflexión.
-De veras que esto no me lo podía figurar -dijo.
-Ésa es su condición -repuso el compadre.
-¿Y si yo accediese a ella? -preguntó don Fidel, después de una ligera pausa.
-En ese caso arrendaría a usted el Roble y pondría a trabajar a su hijo y a su sobrino en otra hacienda.
-Y a usted, ¿qué le parece, compadre?
-¿A mí?, no sé; éste ya se hace un asunto de familia.
-Así es -dijo volviendo a sus cavilaciones don Fidel.
Ante todo, se dijo que el asunto merecía pensarse detenidamente, porque la propuesta de don Pedro no parecía desechable a primera vista. Hemos dicho que don Fidel tenía comprometida la mayor parte de su fortuna en la hacienda del Roble, y esta consideración obraba poderosamente en su ánimo para mirar como preferible el casamiento de Matilde con Rafael que con Agustín. Según todas las probabilidades, éste tendría fortuna, pero sólo a la muerte de su padre; y don Fidel calculó que don Dámaso, en perfecta salud como se hallaba, viviría largos años aún. Además, el apoyo que su cuñado podía prestarle era problemático y nunca tan ventajoso para sus negocios como un nuevo arriendo del Roble por nueve años.
-Usted sabe que Rafael estuvo ahora tiempo para casarse con Matilde -dijo al cabo de estas consideraciones.
-Así supe -respondió don Simón.
-La cosa se deshizo por mi cuñado -prosiguió don Fidel-. Rafael no tenía nada entonces, pero es un buen joven.
Don Simón aprobó con la cabeza.
-Si su tío le presta su apoyo, no es un mal partido -continuó don Fidel.
-Así parece.
-Lo mejor, compadre, será no tomar sobre esto una resolución precipitada; tiempo tenemos para pensarlo.
Varió entonces de conversación y permaneció media hora más con el compadre, dirigiéndose después a su casa.
Llegó en momentos en que doña Francisca leía el pasaje en que Benedicto se encuentra en la alcoba de Valentina. La llegada de don Fidel interrumpió su lectura cuando su corazón nadaba en pleno romanticismo.
Don Fidel refirió sus dos visitas de aquel día: su medio compromiso con don Dámaso y la inesperada condición que se le imponía para el arriendo del Roble.
De aquella relación descartó doña Francisca la prosa referente a los negocios con que don Fidel la había sazonado y formuló en su imaginación la parte poética que se desprendía de la constancia de Rafael San Luis. En el estado en que se encontraba su ánimo por la lectura de Valentina , bastaba esta circunstancia para decidirla por la propuesta de don Pedro.
-¡Ah! -exclamó-. ¡Mira lo que es un verdadero amor!
-Y trabajando en el campo -dijo don Fidel-, el mocito ese puede ser un partido.
-¡Eso sí que prueba un corazón bien organizado! -continuó ella con entusiasmo.
-Porque la otra hacienda de don Pedro es buen fundo -observó don Fidel, dispuesto a sufrir por primera vez las románticas divagaciones de su mujer, porque veía que ella era de su opinión en aquel negocio.
-¡Oh!, estoy segura que hará feliz a Matilde.
-Con tres mil vacas puede sacar todos los años una buena engorda.
-Creo que no hay que vacilar, hijo, es una felicidad para nosotros.
-Así me parece; es una hacienda en la que, por término medio, se cosechan de cinco a seis mil fanegas de trigo.
-Rafael, además, es un joven ilustrado.
-Sin contar con la leña y carbón, que dejan una buena entrada.
-Tú lo reduces todo a dinero -exclamó impaciente doña Francisca, horrorizada de la prolijidad con que su marido raciocinaba sobre intereses cuando se trataba de la felicidad de Matilde.
-Hija, lo demás es pura pamplina -contestó don Fidel, impacientándose también del entusiasmo romántico de su consorte-; cuando uno tiene mucha plata y tiene familia, debe ante todo fijarse en lo positivo. Yo digo esto porque conozco al mundo mejor que nadie, y a mí no se me va ninguna. ¿De qué nos serviría que Rafael fuese enamorado como un Abelardo si no tuviese con qué mantener a su familia?
-La plata no basta para la felicidad -dijo doña Francisca, alzando los ojos al cielo con vaporosa expresión.
-Que me den plata y me río de lo demás -replicó don Fidel-. Anda que vayan a mandar a la plaza con amor y buen corazón y con llevarse leyendo libros.
-Bueno, pues, hablemos de otra cosa; sobre esto tengo mis convicciones asentadas.
-Lo que yo tengo asentado es tu porfía -exclamó don Fidel, viendo que su mujer, en vez de convertirse a su doctrina, evitaba la discusión.
Doña Francisca miró su libro para resignarse con algún pensamiento poético.
-Es decir, que aceptamos lo que don Pedro propone -dijo don Fidel, después de una pausa, que empleó en calmar su mal humor.
-Haz lo que te parezca -contestó doña Francisca.
-Así lo entiendo, a mí no me puede dar nadie lecciones, porque sé muy bien lo que hago; el arriendo del Roble por otros nueve años nos conviene más que lo que tu hermano podría favorecernos.
-Pero tendrás que hablar con Dámaso, diciéndole lo que hay.
-Le diré que la constancia de Matilde me ha vencido y... en fin, no se me dejará de ocurrir algo.
Salió de la pieza y doña Francisca fue a buscar a su hija para anunciarle la feliz noticia.
Mientras que don Fidel se ocupaba de este modo de sus negocios, don Dámaso había informado a su mujer y a su hija del objeto con que su cuñado le había visto. Para don Dámaso la opinión de Leonor era de tanto peso como la de doña Engracia, que, como madre, principió por oponerse al casamiento de su hijo.
-¿Y tú, hijita, qué dices de esto? -preguntó el caballero a Leonor.
-Yo, papá -contestó ella-, creo que ustedes no deben precipitarse.
-¿No ves? Lo mismo digo yo -exclamó doña Engracia acariciando a Diamela, acción que ella empleaba para expresar cualquiera emoción que la agitara.
-¡Pero si dejamos soltero a este muchacho se va a hacer un derrochador de dinero insufrible! ¡Es lo único que ha aprendido en Europa! -dijo don Dámaso, que, como capitalista y antiguo comerciante, miraba las cosas bajo el punto de vista material.
-Trataremos de corregirle -contestó doña Engracia, acariciando la cabeza de Diamela.
-Eso es insignificante, somos bastante ricos -repuso Leonor dirigiendo a su padre su altanera mirada.
-En fin, él ha quedado de contestar mañana -replicó don Dámaso-; veremos, pues.
Don Dámaso salió a dar su paseo diario por el comercio, y la madre y la hija quedaron solas.
-Es preciso que hables con Agustín, hijita -dijo doña Engracia, que contaba más con el influjo de Leonor sobre toda la familia que con el suyo.
-Pierda cuidado, mamá -respondió la niña-, ese casamiento no se hará.
Doña Engracia abrazó a Diamela para manifestar su alegría y la perrita correspondió a sus caricias moviendo la cola en todas direcciones.
A la hora de comer la familia se encontraba reunida en la antesala. Martín, que llegaba en ese momento, fue llamado cuando iba a subir a su cuarto.
Agustín llegó pocos instantes después, en circunstancias que la familia se sentaba a la mesa. Sus ojos buscaron alguna esperanza en los de Rivas, pero éste se encontraba en presencia de Leonor y por consiguiente muy poco dispuesto a ocuparse de otra cosa.
Doña Engracia trató de romper la monotonía que emanaba de la preocupación general apelando a las gracias de Diamela. Pero Diamela se hizo en vano la muerta, mientras que su ama suponía que pasaban sobre ella carruajes y caballos punzándola con golpes incitativos del caso. Esta gracia, que se enseñaba a todos los perros chilenos en las casas, llamó muy poco la atención de Agustín, cuyo corazón fluctuaba entre los temores y la esperanza; y mucho menos la de Martín, que se hallaba, por el pensamiento, prosternado ante su ídolo, con esa reverencia del alma que sólo infunde el primer amor.
Al salir del comedor Agustín se acercó a Rivas, que siempre se quedaba atrás para dejar pasar a la familia.
-Vamos a mi cuarto -le dijo con un tono de actor que da una cita para revelar al protagonista el secreto de su nacimiento.
Agustín había perdido su pretenciosa naturalidad y sus desaliñadas frases con los últimos sufrimientos. Su espíritu estaba cubierto con los tintes sombríos del drama romántico y por esto empleaba aquel tono para llamar a Martín.
Éste le siguió al cuarto indicado y se sentó en la silla que Agustín le ofreció.
-¿Cómo le ha ido? -fue su primera pregunta, después de cerrar la puerta con llave.
-Muy bien -contestó Rivas-, en las parroquias que he recorrido y en la curia no existe ninguna partida de matrimonio. ¿Y usted ha encontrado algo?
-Nada tampoco -contestó Agustín con alegría.
-Mañana temprano tendré los certificados -dijo Martín.
-Y yo también.
-¿No ve usted? El matrimonio es nulo; lo que ahora importa es que el secreto no salga de la familia.
Agustín no pudo contenerse y dio a Rivas un fuerte abrazo, diciéndole:
-Usted es mi salvador, Martín.
Apenas había pronunciado estas palabras, se oyeron algunos golpes a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó Agustín.
La voz de Leonor contestó a esta pregunta del otro lado de la puerta.
-¿Le abrimos? -preguntó a Martín el elegante.
Rivas hizo con la cabeza un signo afirmativo. Su corazón había latido con violencia al oír la voz de la niña.
Agustín abrió la puerta y Leonor entró.
-Parece que están ustedes tratando de secretos muy importantes cuando están tan encerrados -dijo al ver a Martín, que se puso de pie y caminó hacia la puerta como para retirarse-. ¿Por qué se va usted? -le preguntó.
-Tal vez tiene usted algo que hablar con Agustín -contestó el joven.
-Es cierto, tengo algo que hablar con él, pero usted no está de más.
Leonor se sentó en un sofá, Agustín a su lado y Martín en una silla algo distante.
-Mi papá -dijo Leonor- nos lo ha contado todo antes de comer.
-¡Cómo todo! -exclamó Agustín.
-La visita del tío y sus intenciones.
-¿Sobre qué? -preguntó Agustín.
-¿No te ha hablado mi papá de casamiento?
-Sí.
-¿Con Matilde?
-Sí.
-A eso vino mi tío Fidel.
-Ah, ah, eso lo sabía -dijo Agustín.
-¿Qué piensas contestar?
-Que no puedo.
-Mi papá espera lo contrario.
-Por lo que yo le contesté hoy, ya lo creo; pero es que no podía hablar claro -dijo Agustín mirando a Rivas.
-¿Y ahora?
-Es decir, mañana será otra cosa.
-¿Por qué?
-Hermanita, en todo esto hay un secreto que no puedo confiarte.
-¿Un secreto?
-Lo único que puedo decirte es que me he encontrado en un gran peligro y estaba perdido si no me hubiese auxiliado Martín.
Leonor miró a aquel joven, a quien su padre elogiaba siempre y que aparecía ahora como el salvador de su hermano.
«Yo sabré ese secreto», se dijo al ver la ardiente y sumisa mirada con que Martín recibió la suya.
Siguió por algunos instantes la conversación, alentando a su hermano en la negativa con que debía contestar a su padre. Luego cambió insensiblemente de asunto y habló de música, de sus estudios en el piano y de las piezas más en boga, consultando a veces la opinión de Agustín y la de Rivas, y concluyó por estas palabras:
-Esta noche les tocaré un vals nuevo que tal vez ustedes no conocen.
Con esto quedó Martín citado para la noche, porque Leonor le había mirado sólo a él al decir estas palabras.
Con esta persuasión asistió en la noche a la tertulia de don Dámaso, en la que faltaban don Fidel y su familia, que habían juzgado prudente no presentarse aquella noche.
Pocos minutos después de la llegada de Martín se dirigió Leonor al piano y llamó al joven con la vista. Martín se acercó temblando. La disimulada cita que había recibido y la mirada con que la niña le llamaba a su lado bastaban para llenarle de turbación.
-Éste es el vals -le dijo Leonor, extendiendo sobre el atril una pieza de música.
Principió a tocarla, y Martín se quedó de pie, para volver la hoja.
-A lo que veo -le dijo Leonor, tocando los primeros compases-, usted ha venido a ser la providencia de la familia.
-¿Yo, señorita? -preguntó él con admiración-. ¿Por qué?
-Mi padre dice que para sus negocios usted es su brazo derecho.
-Es que se exagera los pequeños servicios que he podido hacerle.
-Además, sin usted, tal vez Matilde sería siempre desgraciada.
-En eso he tenido un papel muy insignificante para que usted me atribuya méritos de que carezco.
-Es verdad que usted fue al principio muy reservado.
-No era un secreto mío, sino de mi amigo.
-A quien supuso usted muy pronto que yo amaba.
-Suposición involuntaria, señorita, de la que pronto me desengañé.
-Hay más todavía: Agustín dice ahora que usted es su salvador.
-Otra exageración, señorita; he hecho muy poco por él en razón de lo que debo a su familia.
-No creo que sea tan poco, por lo que dice Agustín.
-Nunca haré lo suficiente considerando mi agradecimiento hacia su padre de usted.
-Agustín me ha dejado inquieta diciéndome que todo el peligro en que se ha encontrado no ha desaparecido todavía.
-Yo tengo mas esperanza que él, señorita.
-¿Es un asunto tan grave que no pueda confiarse? -preguntó Leonor empezando a impacientarse con las evasivas respuestas de Martín.
-Señorita, es un secreto que no me pertenece.
-Creía -replicó ella revistiéndose de su altanería- que le he dado a usted bastantes pruebas de confianza para que pudiese corresponderla.
-Lo haría con toda mi alma si pudiese.
-¡Es decir que sobre usted nadie tiene influencia ninguna! -exclamó Leonor con tono sarcástico.
-Usted la ejerce imperiosísima sobre mí, señorita -contestó Rivas, acompañando estas osadas palabras con una ardiente mirada.
Leonor no se dignó mirarle, sin embargo que sintió perfectamente el fuego de aquella mirada. Siguió durante algunos momentos tocando el vals sin hablar una sola palabra y dejó el piano cuando terminó.
En lo restante de la noche no tuvo para Rivas una sola mirada y conversó largo rato con Emilio Mendoza, que, al retirarse, se creía el preferido.
Leonor, al acostarse, se confesaba vencida por la obstinación con que Rivas había callado su secreto; pero en esa reflexión, hecha a solas y sin doblez ninguna, hallaba un motivo de admiración por aquel carácter leal y caballeroso que prefería arrostrar su desdén a traicionar la amistad. Ella tenía bastante elevación de espíritu para comprender la delicadeza de la reserva de Martín, y en su pecho prevalecía el aprecio a tal reserva sobre el deseo de esclavizar al joven, deseo que antes imperaba en su voluntad y le pedía su orgullo.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora