Capitulo 20

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  Mientras Leonor y el recuerdo de Rafael vencían los temores en el corazón de Matilde, don Fidel Elías regresaba a su casa bajo el peso de la noticia que acababa de transmitirle don Simón Arenal sobre el arriendo de la hacienda del Roble.
Entró pensativo al cuarto en que su mujer se entregaba la mayor parte del día a la lectura de sus novelistas y poetas favoritos. En aquel instante leía «El Sueño de Adán» en El Diablo Mundo , de Espronceda, y oyó la voz de su marido cuando el héroe pide a Salada un caballo, como lo pedía Ricardo III para reconquistar su reino. La presencia de don Fidel le sacó de su éxtasis poético para arrastrarla a la prosa de la vida.
-Me dice mi compadre Arenal -principió diciendo don Fidel- que el arriendo del Roble no está nada seguro.
Doña Francisca le miró sin comprender lo que oía. Además, estaba desde mucho tiempo acostumbrada a oír y no a dar su opinión en los asuntos que su marido dirigía, por lo cual ella sólo la daba en presencia de otros para manifestar su superioridad intelectual.
-Me acaba de decir don Simón -prosiguió él, creyendo que doña Francisca no le había oído- que don Pedro San Luis ha dicho que tiene que reflexionar antes de comprometerse a prolongar el arriendo de la hacienda.
-Esperemos, pues -contestó ella, deseosa de continuar su lectura.
-Bueno es decirlo -replicó don Fidel-, pero entretanto a mí me interesa mucho el saber una contestación definitiva, porque, si pierdo la hacienda, me puedo arruinar.
-Entonces, busquemos algunos empeños para don Pedro.
-Ya había pensado en ello; pero lo peor es esta maldita política, que me ha privado de su amistad cuando más la necesito.
-Ah, entonces te convences de que yo tengo razón -dijo animándose doña Francisca, al ver una oportunidad de desquitarse de las humillaciones a que su marido la condenaba en sociedad.
-Yo sé muy bien lo que hago y no soy niño para que me anden dando consejos -repuso con voz agria don Fidel-. Pero dejemos la hacienda para hablar de otra cosa. ¿Te parece que Agustín se decidirá por Matilde?
-No sé, quién sabe...
-Para contestar eso no se necesita mucha penetración -dijo impaciente don Fidel-. Yo te pregunto, porque un hombre ocupado como yo no tiene tiempo de andarse fijando en esas cosas que son buenas para las mujeres.
-Nada he visto que me haga pensar de otro modo -respondió doña Francisca, tomando con impaciencia el libro que acababa de dejar sobre una mesa.
-Porque siempre estás pensando en libros y en zonceras; mientras que yo sólo me ocupo del bienestar de la familia.
-Pero ¿cómo quieres que me ocupe por mi parte, cuando crees que nadie puede hacer las cosas como tú?
-Y ésa es la verdad; el hombre ha nacido para dirigir los negocios; pero como yo no tengo tiempo para todo, es preciso que tú trabajes por ese lado. Agustín es un buen partido que no debemos dejar escaparse y yo hablaré con Dámaso sobre este negocio, puesto que yo debo hacerlo todo en esta casa.
Doña Francisca abrió el libro y aparentó estar leyendo. Don Fidel tomó su sombrero y salió persuadido de que sólo él era capaz de dirigir de frente varios negocios a un tiempo, porque él calificaba entre los negocios, como la generalidad de los padres, el establecimiento de una hija.
Doña Francisca le vio salir sin extrañarse, porque se hallaba acostumbrada a terminar de este modo sus conversaciones con su marido.
Volvió después a «El Sueño de Adán», deplorando la falta de poesía del hombre con quien se hallaba unida por lazos indisolubles, y esta idea la hizo suspender la lectura para tornar su memoria a Jorge Sand, con quien se comparaba por su aversión a la coyunda matrimonial.
El coche de don Dámaso, entretanto, llevó a Leonor con gran velocidad a su casa a pesar del malísimo empedrado de nuestras calles, que sólo ahora ha llamado la atención de la autoridad local.
Leonor atravesó con paso ligero el patio de su casa y llegó a la puerta del cuarto-escritorio de su padre.
En el tránsito de casa de don Fidel a la suya había pensado ya el modo de desempeñar su comisión cerca de Martín. Su carácter le aconsejó una entera franqueza en este asunto. Así fue que, después de asegurarse de que Rivas estaba solo, entró en la pieza y se aproximó al escritorio en que aquél trabajaba.
Al verla, Martín se puso de pie. Su corazón latió con violencia y el color desapareció instantáneamente de sus mejillas.
-Siéntese usted -le dijo Leonor con cierto tono de superioridad.
-Permítame, señorita, permanecer de pie -contestó el joven, viendo que Leonor apoyaba una mano sobre la mesa y se quedaba inmóvil.
-Vengo con el mismo objeto de que antes le he hablado -repuso Leonor, acentuando estas palabras, cual si quisiese evitar a Rivas cualquiera otra explicación de aquel paso.
-Estoy a sus órdenes, señorita -respondió Martín, con el acento de orgullosa modestia que había llamado antes la atención de la niña.
-Se trata de su amigo San Luis, de cuyas confidencias me habló usted anoche. Él nombró a usted, por supuesto, la persona que ama.
-Es la señorita Matilde Elías, prima de usted.
-Rafael, según me dijo usted, la ama todavía.
-Es verdad.
-¿Cree usted que se alegraría de saber que Matilde le ha correspondido siempre?
-Creo que esta noticia le volvería la felicidad, señorita.
-Pues bien, usted puede decírselo; una nueva como ésta se recibe de un amigo con doble alegría, según me parece.
-Tendré un placer infinito en dársela -dijo Martín.
La sinceridad con que el joven pronunció aquellas palabras hizo conocer a Leonor que Rivas poseía un corazón capaz de abrigar una amistad verdadera. Esta observación templó un tanto el encono con que creía deber mirarle desde la noche anterior.
Parece que de vuelta a su casa Leonor había cambiado un tanto acerca del plan combinado con su prima, porque hizo ademán de retirarse.
-Una palabra, señorita -dijo Martín-; Rafael se ha creído engañado; ¿creerá ahora lo que voy a decirle?
-No sé, y me parece que si le interesa, él puede buscar los medios de averiguar la verdad.
Leonor salió tras estas palabras, y Rivas dejó caer su frente entre las manos, que apoyó sobre la mesa que tenía delante.
«Está visto -se dijo con amargo desconsuelo-, me considera un poco más que a un criado; pero mucho menos que los jóvenes que la visitan».
La amargura de aquella reflexión nacía del imperioso acento con que Leonor acababa de hablarle y de la profunda tranquilidad que ella manifestaba en presencia de su turbación.
Continuó Rivas preocupado con estas ideas, hasta que dio fin a su trabajo de aquel día y se retiró a su cuarto. De allí salió pocos momentos después en dirección a la casa de San Luis.
-Nunca podrás -dijo a Rafael, que le recibió con cariño- darme en tu vida una noticia como la que te traigo.
-¡Una noticia! -exclamó Rafael con un presentimiento vago de la realidad-; habla, ¿qué hay?
-Matilde te ama.
Rafael miró a su amigo con tristeza.
-Mira, Martín -le dijo-, no te chancees con lo que para mí hay de más serio en la vida. Me sometes en este momento a una horrible tortura, porque, sin creerte lo que con tan poca ceremonia me dices, me figuro no obstante que hay algo de cierto en ello.
-Es muy verdadero -replicó Rivas-; respeto demasiado tu dolor para engañarte; óyeme.
Refirió entonces a San Luis sus distintas conversaciones con Leonor, y terminó por la que acababa de tener lugar.
Rafael le estrechó entre sus brazos con una alegría imposible de describirse.
-Me traes más que la felicidad -le dijo-, me traes la vida.
Principió a pasearse por la pieza, hablando de sus recuerdos y de sus esperanzas con una verbosidad increíble. Al cabo de un cuarto de hora, Martín conocía con sus pormenores todas las escenas de aquel amor puro y ardiente que había llenado la vida de su amigo, y envidiaba su felicidad.
-Me olvidaba de ti, mi buen Martín -le dijo Rafael, sentándose a su lado-; ¿y tus amores?
-No tienen historia -contestó Rivas-; su pasado, su presente y su porvenir no encierran más que desconsuelo. Es una locura de la que debo curarme como me has aconsejado varias veces. Ya lo ves, ella me considera bueno para darte a conocer tu felicidad.
-Vamos, ten buen ánimo; Leonor tal vez te amará algún día. El interés que demuestra por su prima prueba que tiene un corazón noble y podrá comprenderte. Esto me reconcilia con ella y hasta con su padre, a quien perdono el mal que me ha hecho.
Martín tomó su sombrero para despedirse.
-No te vayas -le dijo San Luis-. Acompáñame a comer, comeremos con mi tía. Ella se alegrará tanto como yo de lo que sucede. Además, tengo necesidad de hablar aún contigo; las últimas palabras que dijo Leonor me hacen pensar ahora, porque es preciso que yo vea a Matilde, que hable con ella. ¿Me dices que Leonor te contestó...?
-Que a ti te interesaba averiguar la verdad.
-¡Ya lo ves! Debo buscar un medio para ver a Matilde. A ver, tú eres ingenioso, ¿qué harías en mi lugar?
-Le escribiría; esto me parece muy natural.
-Las cartas me fastidian; yo quiero oír su voz, quiero decirle que la amo más que nunca. Vamos, piensa en algo mejor que eso. Las cartas de amor o son frías o son ridículas por afectación. Además, una carta suya me bastaría por una vez; pero es preciso que yo la vea.
-En una carta puedes pedirle una entrevista.
-Pero ¿en dónde?
-Ella tal vez resuelva ese problema.
-Bueno, la escribiré.
Llamaron a comer. Rafael contó a su tía, antes de entrar al comedor, la noticia que Martín le había traído y comunicó su alegría a la señora. En la mesa, San Luis despidió al criado y dijo a su tía:
-Es preciso que usted hable con mi tío Pedro y le refiera lo que sucede. ¡Ah, yo tuve una inspiración feliz cuando le pedí algunos días para reflexionar sobre el negocio que me propuso!
-¿Y qué le diré sobre esto? -preguntó doña Clara.
-Le dirá que éste es un medio excelente de obtener el consentimiento de don Fidel: yo le cedo el arriendo del Roble, si mi tío me quiere hacer este servicio, y con esto nos reconciliamos. Si él lo exige para darme la mano de Matilde, estudiaré hasta recibirme de abogado, o si lo prefiere, trabajaré en el campo con el apoyo de mi tío. Usted, por supuesto, sabrá convencerle; mi tío nos quiere y es generoso. Yo no dudo de que él me haga este servicio.
Después de comer, Martín se despidió de la señora y de Rafael y llegó a casa de don Dámaso cuando la familia de éste salía del comedor. Al subir la escala que conducía a su habitación, oyó el sonido del piano que Leonor tocaba ordinariamente a su padre a esta hora.
Leonor esperaba ver a Martín en la mesa para continuar con él el plan de desdeñosa indiferencia por medio del cual quería vengarse de las palabras con que pensaba que Rivas había humillado su amor propio. Con la ausencia del joven, se figuró que habría ido a casa de San Luis y le pareció indudable que asistiría en la noche a la tertulia.
Esta idea la ponía alegre, porque esperaba hacer arrepentirse a Rivas en la noche de sus palabras de la anterior. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora