Capitulo 60

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  Siguiendo los consejos de la prudencia, habíase quedado Amador Molina en la calle, después de conducir hasta la casa de don Dámaso a los que acababan de prender a Martín. Reunióse a la comitiva que salía, viendo que ya ningún peligro podía correr, y llegó con ella al cuartel donde Rivas fue encarcelado.
Durante ese tiempo los habitantes de la casa de don Dámaso se hallaban bajo el peso de la consternación en que la reciente escena les había dejado y comentaban, cada cual a su sabor, los incidentes acaecidos, para explicar la súbita aparición de Rivas cuando todos estaban seguros de que la puerta de calle había permanecido trancada toda la mañana. Y como la noticia de la aprehensión de Rivas cundiese en poco rato de la casa a la de los vecinos, de la de éstos a la calle entera y de allí a las otras inmediatas, al cabo de una hora vióse el salón principal de don Dámaso lleno de personas de distinción, de ambos sexos, que llegaban a tomar lenguas de tan notable suceso.
Don Dámaso permaneció en la antesala rodeado de los amigos, y doña Engracia en el salón circundada de las amigas.
Dignas eran de oírse las conversaciones a que en ambas piezas los acontecimientos del día daban lugar, porque pintaban por una parte la fecunda inventiva de las alarmadas imaginaciones femeniles y la súbita reacción, por otra, que en el espíritu y opiniones de los hombres había operado el desenlace del sangriento drama de la mañana.
-Nos hemos escapado de una buena -decía don Dámaso a otros que el día anterior se daban, como él, por liberales-. ¡Qué habríamos hecho con el triunfo de la canalla!
-Lo que ahora debe hacer el Gobierno es fusilar pronto unas dos docenas de esos revoltosos -observaba con enérgico acento uno que, encerrado toda la mañana en su cuarto, había hecho mandas a todos los santos del calendario para que le librasen del peligro.
-Pero, hijita -decía al mismo tiempo una señora a doña Engracia, hablando de Rivas-, ese hombre debe ser un facineroso. ¿Es cierto que mató aquí en el patio a tres policiales?
-¡Ay, hijita! -exclamó otra-, ¿qué hubiera hecho yo con un hombre así en mi casa? ¡Creo que me habría muerto del susto! Pero ¿cómo entró aquí cuando la puerta estaba cerrada?
-Por los tejados, pues -respondía otra-, si esos liberales no tienen nada sagrado.
-O por el albañal, si no se paran en nada.
-Por eso es bueno poner reja en la acequia.
Doña Engracia se contentaba con estrechar a Diamela entre sus brazos, mientras de este modo disertaban sus amigas.
En la pieza vecina, uno de los caballeros decía:
-Ahora es cuando los hombres patriotas deben acercarse al Gobierno para que los demagogos vean que están condenados por la opinión.
-Eso estaba pensando -dijo don Dámaso-, los buenos ciudadanos debemos presentarnos al Gobierno. ¿Quieren ustedes que vayamos al palacio?
-Bueno, bueno -contestaban todos.
-Y es preciso que pidamos medidas enérgicas -dijo el que acababa de abogar por los fusilamientos.
Tomaron los sombreros y se dirigieron a La Moneda para darse los aires de triunfadores y pedir la muerte de los que les habían dado tan tremendo susto en aquella mañana.
Leonor, entretanto, se había retirado a su cuarto y lloraba desesperada por la suerte de Martín, mientras que su memoria le repetía su reciente conversación con el joven, sus palabras de amor que aún resonaban en su alma como el eco de música celestial y la valerosa energía con que acababa de verle defenderse contra tantos adversarios a un tiempo. Si de amor hasta entonces había latido su corazón, de orgullo palpitaba ahora con semejante recuerdo y juraba consagrar su vida al que reconocía digno de tan preciosa ofrenda. Mas la idea de los nuevos peligros que cercaban a Rivas turbó muy luego el arrobamiento de su devaneo; vio que en vez de llorar era preciso defender su vida amenazada, y salió de su cuarto resuelta a tocar todos los resortes que pudiesen contribuir a la libertad de Martín.
Dominada por este pensamiento entró en la pieza de Agustín, que reparaba la debilidad en que los sobresaltos de la mañana le habían dejado, bebiendo repetidas copas de kirsch.
-¡Ay, hermanita, qué terrible día! -exclamó al ver entrar a Leonor-. Te confieso que compadezco a las mujeres y a los hombres cobardes, porque me figuro el miedo que han debido tener.
-En lo que debemos pensar ahora es en salvar a Martín -contestó Leonor sin hacer caso de la baladronada de su hermano.
-¡Nosotros! ¿Y qué podemos hacer? -dijo el elegante sorbiendo otra copa de licor.
-Es preciso que mi papá hable con los ministros, con el Presidente, con todos los que tengan algún influjo en el Gobierno.
-Poco a poco, mi bella , el día está peligroso para empeños, y como Martín tuvo la desgraciada ocurrencia de venir a ocultarse aquí, podrán creer que nosotros hemos tomado parte en la revolución si hablamos en su favor.
-¡Tienes miedo de hacer algo por un hombre a quien debes un gran servicio! Agustín, te creía ligero, pero no ingrato -dijo Leonor lanzando a su hermano una mirada de desprecio.
-No, no es ingratitud, querida; pero, ya lo ves, en política es preciso ser precavido. Qué diantre, veremos lo que se puede hacer por el pobre Martín, a quien no niego que debo servicios. Pero tú quieres que todo se haga por vapor.
-El caso no es para pensar, sino para obrar -replicó la niña con tono de resolución-. Si tú no haces nada, hablaré con mi papá, y si él toma las cosas con tu frialdad, iré yo misma a interceder por Martín con algunas amigas que no se negarán a servirme.
-¡Cáspita, hermanita, con qué fuego lo tomas! Cualquiera diría que no se trata sólo de un amigo...
-Sino de un amante, ¿no es verdad? -interrumpió Leonor con impaciencia-. Piensa lo que quieras -añadió saliendo de la pieza.
-¡Caramba!, ésta sacó toda la energía que me tocaba a mí como varón y primogénito -dijo al verla salir Agustín.
Leonor entró a su cuarto después de ordenar a una criada que le avisase la llegada de su padre.
Una hora después entró don Dámaso al cuarto al que se había retirado su mujer tan luego como se vio libre de las visitas.
Agustín, que le había visto atravesar el patio, entró en la misma pieza poco después de él.
-Estaba el palacio lleno de gente -dijo don Dámaso quitándose el sombrero-. ¡Qué uniformidad en la opinión para condenar a los revoltosos! El valor cívico más decidido reinaba allí y creo que habríamos marchado todos cantando al combate si hubiese sido preciso.
Apenas terminaba esta frase, bajo la cual habría sido difícil traslucir al liberal que por la mañana abogaba por la causa del pueblo, Leonor entró en la pieza con frente erguida y con resuelta mirada.
-¿Cómo le ha ido, papá? -dijo sentándose junto a don Dámaso.
-Perfectamente, hijita. El Presidente me ha dado las gracias por mi decisión por la causa del orden -contestó el caballero con aire de satisfecha importancia.
-No le pregunto sobre eso -replicó Leonor-. ¿Qué hay de Martín?
-Ah, ¿de Martín? Deben haberlo llevado preso. ¡Pobre muchacho!
-¿Y usted no ha hecho nada por él? -preguntó la niña, fijando en su padre una profunda mirada.
-El momento no era oportuno, hijita -repuso don Dámaso-. Los ánimos están ahora demasiado exaltados, es mejor esperar.
-¡Esperar! -exclamó la niña-. Martín no ha esperado nunca para servirnos como siempre lo ha hecho.
-Es cierto, hijita; nadie niega que Martín sería un joven cumplido si no hubiese hecho la locura de meterse a liberal.
-A nosotros no nos toca juzgarlo -dijo Leonor-, y nuestro deber es influir en cuanto podamos en favor suyo, ya que está preso.
-Influiremos, no te dé cuidado, yo estoy ahora muy bien con los del Gobierno.
-Sí, pero entretanto el tiempo pasa y pueden someter a juicio a Martín -exclamó la niña con visible impaciencia.
-Eso es inevitable -contestó don Dámaso con calma.
Esta contestación pareció exasperar a Leonor, que se levantó indignada.
-Papá, usted debe ir al instante a hablar con el Ministro del Interior -dijo con acento imperativo.
-Eso me comprometería, porque Martín ha sido encontrado en mi casa. Dejemos pasar algunos días -contestó don Dámaso.
-Iré yo entonces a verme con la mujer del Ministro -exclamó Leonor exasperada con la indiferencia de su padre.
-¡Qué interés tan vivo tienes por Martín! -dijo en tono de reconvención el caballero.
-Más que interés -replicó Leonor con exaltación-, le amo.
Estas palabras parecieron haber producido en don Dámaso, en Agustín y en doña Engracia el mismo efecto que las detonaciones del combate de aquella mañana.
Don Dámaso se levantó de un salto, Agustín pareció espantado y doña Engracia se apoderó de Diamela, que dormía a su lado, dándola un fuerte apretón.
-¡Niña, qué estás diciendo! -exclamó don Dámaso aterrado con lo que acababa de oír.
Su exclamación se confundió con un gemido de Diamela, víctima de la impresionabilidad nerviosa de su ama.
-Digo que amo a Martín -contestó Leonor con voz segura y magnífico ademán de orgullo.
-¡A Martín! -repitió abismado don Dámaso.
Leonor no se dignó contestar, sino que volvió a sentarse llena de majestad.
En ese momento conoció don Dámaso el ascendiente que aquella niña ejercía en su ánimo, porque, al querer armarse de severidad, se encontró con la mirada serena y resuelta de Leonor, que parecía desafiarle.
Don Dámaso se dejó llevar de la debilidad de su carácter y bajó la vista diciendo:
-No debías hacer esa confesión.
-¿Y por qué no? Martín, aunque pobre, tiene alma noble, elevada inteligencia; esto basta para justificarme. ¿Preferiría usted que ocultase lo que siento? ¿No son ustedes los naturales depositarios de mi confianza?
Leonor pronunció estas palabras con acento que no admitía réplica. Las tres personas que la escuchaban carecían, además, de la energía que para contradecirla habría sido necesario poseer al hacer frente a un carácter resuelto y altanero como el de la niña.
Doña Engracia se contentó con estrechar a Diamela.
Agustín dijo por lo bajo algunas palabras, mitad francesas, mitad españolas, y don Dámaso principió a pasearse en la pieza para ocultar su falta de energía.
Leonor prosiguió:
-Usted sabe, papá, que Martín es un joven de esperanza, usted mismo lo ha dicho muchas veces; es también de muy buena familia; no le falta, por consiguiente, más que ser rico, y estoy segura que, con las aptitudes que usted le reconoce, nunca será pobre. ¿Qué mal hago entonces en amarle? Harto más vale que los jóvenes que hasta ahora me han solicitado y es muy natural que yo le diera la preferencia. Ahora que él se encuentra gravemente comprometido y que por desesperación tal vez ha tomado parte en la revolución, debemos nosotros pagarle con servicios los muchos que le debemos. Él salvó a Agustín de una intriga vergonzosa y que le habría puesto en ridículo ante la sociedad entera, y además ha corrido con todos los negocios de la casa con un acierto que usted alaba todos los días.
-En cuanto a eso, es la pura verdad; y no miento si digo que debo a Martín mucha parte de las ganancias de este año.
Don Dámaso dijo estas palabras contentísimo de hallar una salida, ya que se encontraba sin fuerza para imponer a Leonor su autoridad.
La niña se aprovechó de esas palabras para seguir persuadiendo a su padre de la necesidad de atender desde luego a la suerte de Rivas; y fue tan elocuente, que al cabo de poco rato salía don Dámaso a empeñarse con personas de influjo en favor de Martín. Una reflexión le sugirió su debilidad.
«Cuando más conseguiré lo manden desterrado -se decía-, y una vez fuera del país, Leonor le olvidará y se casará con otro».
Don Dámaso, como toda persona sin energía de carácter, contaba con la ayuda del tiempo para salir de la dificultad. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora