Capitulo 17

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  -Nuestra conversación de antes de ayer -le dijo- fue interrumpida por mi mamá, y yo lo sentí mucho.
Rivas no halló nada que responder, ni tampoco cómo explicarse la última parte de la frase de Leonor; la que, después de esperar una contestación, continuó:
-Lo sentí, porque quedé con el temor de no haberme explicado bien sobre las preguntas que hice a usted sobre su amigo San Luis.
Desvanecida su idea de haberse equivocado cometiendo una ridiculez al sentarse al lado de la niña, Martín se sintió más sereno.
-Se explicó usted perfectamente, señorita -contestó.
-¿Comprendió usted que no lo hacía por mí?
-Lo comprendí entonces y conozco ahora el objeto con que usted lo hacía.
-¡Ah! -exclamó Leonor-, ¿usted ha descubierto algo de nuevo?
-Como usted lo dice, he descubierto el fin de las preguntas que usted me hizo.
-¿Y ese fin es...?
-Según creo, servir a una amiga.
-A ver, cuénteme usted lo que sabe.
-Esa amiga tiene interés por Rafael.
-¿Y... qué más?
-Ciertas circunstancias los han separado.
-Ya veo que usted ha recibido confidencias.
-Es verdad.
-Y ahora se decide usted a ser comunicativo -dijo Leonor con acento de reproche.
-Sólo ayer recibí esas confidencias -contestó Martín, que brillaba de alegría al verse en tan familiar conversación con la que un día antes le desesperaba.
-Por consiguiente -replicó Leonor-, usted puede ya contestarme.
-Creo que sí.
-Ya que usted parece enterado de todo, comprenderá que el objeto principal de mis preguntas era averiguar un solo punto: ¿su amigo ama todavía a Matilde?
-Con toda el alma.
-¿De veras?
-Lo creo firmemente. El entusiasmo con que me ha hablado de sus amores, la tristeza que el desengaño ha dejado en su alma y el desaliento con que mira el porvenir, me parecen confirmar mi opinión.
Martín había dicho estas palabras con tanto calor como si abogase por su propia causa. Su tono arrancó a Leonor esta observación:
-Habla usted como si se tratase de su propio corazón.
-Creo en el amor, señorita -dijo Rivas con cierta melancolía.
La niña vio un peligro en aquella respuesta y tuvo instintivamente deseos de callar; pero su orgullo le hizo avergonzarse de ese temor y le sugirió una pregunta que no habría dirigido a ningún hombre en circunstancias ordinarias.
-¿Está usted enamorado?
Martín no pudo ocultar la sorpresa que semejante pregunta le causaba, ni tampoco el deseo irresistible que le arrastró a manifestar a Leonor que en el pecho de un pobre y oscuro joven de provincia podía alentar un corazón digno del de los elegantes que siempre la habían rodeado.
-Una persona en mi posición -dijo- no tiene derecho de estarlo; pero sí puede creer en el amor como en una esperanza que le dé fuerza para la lucha a que la suerte le destina.
-Veo que el desencanto que usted dice sufre su amigo le ha contagiado a usted también.
-No, señorita; pero la especie de admiración con que usted me dirigió su pregunta me ha hecho volver en mí; principio a creer, por lo poco que conozco Santiago, que aquí se considera el amor como un pasatiempo de lujo, y mal puede gastarlo aquél para quien el tiempo es de un inmenso valor.
-Pero dicen -replicó Leonor- que nadie puede imponer leyes al corazón.
-En este punto tengo poca experiencia -contestó Martín.
-¿De dónde nace entonces la fe que usted acaba de manifestar? Usted dice que cree en el amor.
-Mi fe se funda en mi propio corazón; hay algo que me dice con frecuencia que no está formado para latir únicamente por el curso regular de la sangre; que la vida tiene un lado menos material que las especulaciones con que todos buscan el dinero; que en los paseos, en el teatro, en las tertulias, el alma de un joven va buscando otro placer que el de mirar, que el de oír o que el de conversaciones más o menos insípidas.
-Y ese placer, ese algo desconocido, lo llama usted amor. ¿No es así?
-Y creo que el que desconoce su existencia -replicó Martín con cierto orgullo-, o ha nacido con una organización incompleta, o es más feliz que los demás.
-¡Más feliz! ¿Por qué?
-Tendrá menos que sufrir, señorita.
-Es decir, que el amor es una desgracia.
-Cada cual puede considerarlo según su posición en la vida; a mí, por ejemplo, creo que me toca considerarlo como tal.
-Luego usted está enamorado, puesto que tiene ideas tan fijas en esta materia.
Estas palabras resonaron con un tono burlón que hizo encenderse las mejillas de Rivas. Su carácter impetuoso le hizo olvidar el temor que le sobrecogía al lado de la niña.
-Supongo -dijo- que este punto no le interesa a usted tan vivamente que desee una contestación sincera de mi parte; pero no tengo dificultad para dársela; y puesto que me toca considerar el amor como una desgracia, estoy resuelto a sobreponerme a su influjo.
-Es decir, que usted se considera superior a los demás.
-Seré egoísta y nada más; no creo que haya gran mérito en seguir el camino que se juzgue más ventajoso.
Leonor, que esperaba dominar a su antojo, se veía contrariada por la aparente humildad con que Rivas manifestaba una energía que ella se propuso vencer. Apeló entonces a su altanera mirada y al tono imperativo que empleaba generalmente con los hombres.
-Usted se ha separado mucho del objeto de esta conversación -dijo, acentuando estas duras palabras para manifestar su desagrado.
-Si usted tiene algo más que preguntarme -contestó Martín, aparentando no haberse fijado en la intención de las palabras de Leonor-, estoy pronto, señorita, a satisfacer su curiosidad o a retirarme también si usted lo ordena.
-Hablábamos de su amigo -repuso Leonor con tono seco.
-Rafael ama y es desgraciado, señorita.
-Podía usted enseñarle su filosofía de resignación.
-Es que él mismo me ha enseñado que cuando deben sobrevenir desengaños es más prudente no buscar correspondencia.
-Usted cuenta siempre con los desengaños.
-Ésa es una prueba de que no me creo superior, como usted suponía, y manifiesto que tengo bastante modestia para calificar mi valimiento.
-Hay modestias que se parecen mucho al orgullo, caballero -dijo Leonor-; y en tal caso, la suya probaría todo lo contrario de lo que usted dice. No sea que entre sus lecciones su amigo haya olvidado decirle que el orgullo debe buscar un punto de apoyo para poder manifestarse.
No esperó la contestación del joven y abandonó su asiento sin mirarle. Por la primera vez en su vida, se sentía Leonor humillada en una lucha que ella misma había provocado. En lugar de los rendidos y banales galanteos de los elegantes con quienes había jugado hasta entonces esta clase de juego de vanidad, hallaba la orgullosa sumisión de un hombre oscuro y pobre que no quería doblar la rodilla ante la majestad de su amor propio y le confesaba sin afectación ninguna que no aspiraba a tener la dicha de agradarla. Aquella conversación le hacía pensar en que se había equivocado suponiendo que Rivas la amaba, por la alegría que creyó ver en su semblante cuando le dijo que no tenía interés por Rafael San Luis. Y este desengaño, que burlaba su creencia en el supremo poder de su belleza, irritó su vanidad, que contaba ya con un nuevo esclavo atado al carro de sus numerosos triunfos. Al abandonar su asiento, no pensaba en entretenerse a costa de Martín, ensayando el poder de su voluntad en la lid amorosa, sino que se prometía vengar su desengaño inspirando un amor violento al que se jactaba de tener suficiente fuerza para huir del dominio de la pasión.
Martín, al mismo tiempo, quedaba entregado a la tristeza que cada una de sus conversaciones con Leonor dejaba en su alma. Persuadíase cada vez más que era el juguete de aquella niña, que, para distraerse algunos momentos, se entretenía en burlarse del amor que él había dejado confesar a sus ojos en su primera conversación. Apenas la vio alejarse recorrió en la memoria cuanto había hablado, y maldijo su torpeza, que había dejado pasar varias oportunidades de hacer ver a la niña que tenía un corazón capaz de comprenderla y una inteligencia que ella no podría despreciar. Las últimas palabras de Leonor le dejaron aterrado, y decían bien claro que a sus ojos ni el corazón ni la inteligencia podían tener valor ninguno si no iban acompañados por la riqueza o un distinguido nacimiento.
Esta reflexión desconsoladora le hizo retirarse desesperado, pidiendo al cielo, como le piden todos los amantes infelices, el poder sobrenatural, no de olvidar, sino de infundir en el pecho de la mujer amada una de esas pasiones que las arrastran a someterse a la voluntad del hombre.
De este modo, Leonor y Martín hacían votos con idéntico objeto: ella confiando en su hermosura; él, sin esperanza, pidiendo al cielo lo que le parecía imposible.
No bien Leonor se había levantado, despidióse doña Francisca con Matilde y su marido.
Mientras Leonor arreglaba el pañuelo a su prima pudo sólo decirle estas palabras:
-¡Te ama! Mañana iré a verte y hablaremos.
Matilde estrechó sus manos con un agradecimiento indecible. Nunca había regresado a su casa más alegre y ligera.
Don Dámaso, al hallarse solo con su mujer, le manifestó las ideas conservadoras a que sus amigos le habían convertido al fin de la discusión política.
-Después de todo -le dijo-, no les falta razón a estos ministeriales; ¿qué ha hecho jamás de bueno el partido liberal? Y no se equivocan al aconsejarme, porque en todas partes del mundo los hombres ricos están al lado de los gobiernos, como en Inglaterra, por ejemplo: todos los lores son ricos.
Hecha esta reflexión, se fue a acostar pensando en que con estas ideas era como más pronto ocuparía el asiento de Senador en el Congreso de la República.   

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora