Capitulo 56

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  Era para Martín aquella ocasión la circunstancia más solemne de su vida: iba por primera vez a hablar de su amor a la que dominaba en su corazón, y se hallaba en vísperas de acometer una empresa en que jugaba la vida. Sin sentir miedo, experimentaba sin embargo esa zozobra que a los pechos más enérgicos infunde la idea de una muerte cercana, cuando el vigor de la salud parece aferrar el alma con más fuerza al nativo instinto de la conservación. En tal estado, tomó la pluma y escribió:
«Señorita:
»Cuando usted reciba esta carta, tal vez habré dejado de existir o me encuentre en gravísimo peligro de ello; sólo con esta convicción me atrevo a dirigírsela. ¿Es un secreto para usted el amor que me ha inspirado? No lo sé. A pesar de la timidez que usted me ha infundido siempre, a pesar de que conozco mi posición respecto a la suya, y a pesar también de las consideraciones que debo a la familia que con tanta generosidad me ha tratado, creo no haber tenido siempre la fuerza suficiente para ocultar el secreto de mi pecho. Hago a usted esta confesión con toda la sinceridad de mi alma y sin pretensiones: usted ha sido mi primero y único amor en la vida. La resistencia que la razón me aconsejaba oponer al dominio de este amor no ha tenido poder para combatirlo y mi corazón se ha sometido a su imperio sin fuerza para resistir, como sin esperanza de verlo correspondido. Después de haber luchado con él, y conseguido al menos el triunfo de ocultarlo a todos y a usted, no puedo resistir al consuelo de hablarle de él, cuando un accidente natural puede mañana quitarme la vida. Perdóneme usted tan atrevida debilidad, es tal vez el adiós de un moribundo; tal vez la despedida de uno a quien mañana, siéndole la suerte adversa, tendrá que vagar lejos de usted; de todos modos es una confidencia que entrego a su lealtad y que espero no mire usted con desdén ni trate con burla, porque parte de un corazón que se cree digno de su aprecio, ya que no ha querido mi estrella que lo sea de su amor.
»Además, señorita, nada he dicho hasta ahora, desde que dejé su casa, para sincerarme de una acusación injusta, que tal vez el tiempo ponga en transparencia. Y si he tenido energía para resignarme a sufrir el peso de deshonrosas inculpaciones, mientras he tenido la esperanza de poder justificarme, ahora que puede faltarme para siempre la ocasión de hacerlo, he querido a lo menos repetir a usted que fueron sinceros los descargos que antes di de mi conducta, y llevar así el consuelo de que usted me crea ahora, considerando la solemnidad del momento en que le hago este recuerdo».
Martín agregó a esta carta las manifestaciones del agradecimiento que conservaba a la familia de Leonor, y evitó, como en las líneas que preceden, el amanerado romanticismo puesto en boga por las novelas para el estilo amatorio epistolar. Al dirigirse a una niña que en las familiares escenas de la vida íntima no había perdido a sus ojos las proporciones de un ídolo, Rivas no halló otra expresión del profundo amor que dominaba a su alma, ni pudo explayar el fuego de la imaginación exaltada con las frases prestigiosas que bullen en el cerebro de los enamorados. No obstante, después de releer varias veces aquella carta, sintióse como descargado de un gran peso al imaginarse que no moriría sin que Leonor conociese su corazón y le diese a lo menos su aprecio, en cambio del amor que le enviaba como una ofrenda respetuosa.
A las once de la noche entró San Luis en el cuarto.
-Todo marcha perfectamente -le dijo a Martín-, y aquí traigo nuestros arreos de batalla.
Diciendo esto, sacó dos cintos con un par de pistolas cada uno y dos espadas que traía ocultas bajo una capa.
-Aquí tienes -prosiguió, pasando a Rivas un cinto y una espada-, te armo defensor de la patria, en cuyo nombre te entrego estas armas para que combatas por ella.
Los dos jóvenes revistaron las armas, se distribuyeron los cartuchos preparados para las pistolas y se ciñeron las espadas, ocultándose su mutua preocupación bajo un exterior risueño y palabras chistosas sobre su improvisada situación de guerreros.
Después de esto, Rafael explicó a Martín lo que sabía del plan de ataque y de los elementos con que contaban para el triunfo. Durante esta conversación, que se prolongó hasta las dos de la mañana, alarmábanse con cada ruido que oían en la calle, permaneciendo a veces largos intervalos en silencio, como si hubiesen querido percibir, en medio de la quietud de la noche, cualquier movimiento de la dormida población.
-La hora de ir a nuestro puesto se acerca -dijo Rafael, mirando el reloj, que apuntaba las tres-. ¿Tienes ahí tu carta?
-Sí -contestó Martín.
-He pagado un peso al criado de don Dámaso para que me espere -añadió San Luis-, prometiéndole ocho al entregarle tu carta.
Salió de la pieza al decir eso y volvió al cabo de pocos momentos; su rostro estaba pálido y conmovido.
-¡Pobre tía! -dijo al entrar-, duerme tranquila.
Arrojó una mirada a sus muebles, testigos de sus alegrías y pesares, y como el que quiere sustraerse al peso de los recuerdos exclamó:
-Vámonos luego, tal vez volveremos victoriosos.
Salieron a la calle, ocultando las armas bajo las capas con que se habían cubierto, y caminaron silenciosos hasta la Plaza de Armas, que atravesaron, dirigiéndose de allí a casa de don Dámaso Encina. Al llegar a ésta, San Luis dijo a Martín:
-Espérame aquí.
Y llegó a la puerta de calle, que golpeó suavemente. El criado abrió al instante.
-Entregarás esta carta a la señorita Leonor -le dijo, dándole la carta de Martín-. Es necesario que se la des apenas se levante y en sus propias manos. Aquí tienes tu plata -añadió renovando su encargo y haciendo prometer al criado que lo cumpliría fielmente.
Llamó en seguida a Rivas y caminaron juntos hasta el tajamar. Allí se dirigió Rafael a una casa vieja, cuya puerta abrió con facilidad, e hizo entrar a Rivas en un patio oscuro, juntando tras él la puerta de calle.
Pocos instantes después empezaron a llegar grupos de dos y de tres hombres, armados con pistolas que ocultaban bajo las mantas o las chaquetas, y a medida que los minutos transcurrían, la puerta daba paso a nuevos grupos que fueron llenando el patio.
San Luis los juntó y distribuyó en dos grupos, a los que dio lo mejor que pudo una formación militar, y confirió el mando de uno de esos grupos a Martín y a otro joven el del otro, reservándose el mando en jefe para sí. Algunos otros jóvenes del club a que Rivas y San Luis asistían fueron colocados por éste en puestos subalternos, y formada en batalla toda su gente, hízoles Rafael una ligera arenga apelando al valor chileno. Después de esto dio a uno de sus oficiales la orden de ir a la plaza y de venir a avisar la llegada de la fuerza de línea que allí debía reunirse. El emisario volvió al cabo de diez minutos, anunciando que el batallón Valdivia iba llegando.
Dio entonces San Luis la señal de la marcha, y todos en el mejor orden se dirigieron al punto designado, al que llegaron pocos momentos después que el batallón Valdivia, que tan importante papel debía desempeñar en la jornada del 20 de abril.
San Luis se reunió al coronel don Pedro Urriola, jefe principal del motín, y conferenció con él y con los demás jefes que habían concertado el movimiento. La opinión de que la fuerza de línea y la cívica tomarían parte en favor de ellos prevalecía en casi todos, y Rafael fue uno de los que con más calor abogaron porque era necesario entrar inmediatamente en acción y apoderarse de los cuarteles para armar al pueblo.
El tiempo transcurría dando razón a los que opinaban por el ataque, pues a las cinco y media de la mañana se había aumentado muy poco la tropa revolucionaria, estacionada en la Plaza de Armas desde las cuatro.
Decidióse, pues, principiar el ataque y se dio la orden a un piquete de marchar en compañía de la fuerza de San Luis a apoderarse del cuartel de Bomberos.
Los de línea y los paisanos se pusieron en marcha a quemar cartuchos, en un combate que, con el tiempo perdido en tomar aquella determinación, debía ser uno de los más sangrientos que recuerda la historia de la capital de Chile. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora