Capitulo 53

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  La narración de los sucesos acaecidos en la vida privada nos ha tenido apartados durante largo espacio de tiempo de la escena pública, cuya animación recuerdan todavía los que habitaban en la capital de Chile a fines de 1850 y a principios de 1851.
Ligeramente bosquejamos en los primeros capítulos el espíritu político que por entonces traía divididas a todas las clases sociales de la familia chilena, y especialmente a los habitantes de Santiago, foco de la activa propaganda liberal que principió a levantar su voz en la Sociedad de la Igualdad.
Sin avanzarnos en el dominio de la historia, debemos dar una rápida ojeada a la situación política en que se preparaba un grande acontecimiento público, de gran trascendencia para algunos de los personajes de que nos hemos ocupado.
La efervescencia de los ánimos, mantenida por las lides sangrientas que la prensa de ambos partidos hacía presenciar al público, llegó a su colmo con la noticia del motín popular que estalló en la capital de Aconcagua el 5 de noviembre de 1850. Temblaron los espíritus previsores con los que debían considerar como el precursor de nuevos y más sangrientos disturbios, apercibiéronse para la lucha los exaltados, y aumentó su vigilancia el Gobierno con aquel tan significativo aviso. Desde entonces creció también el furor de la prensa, alimentando la encarnizada enemiga de los bandos, y los rencores de partido echaron en los pechos las profundas raíces que retoñan, al presente, diez años después, con el vigor de los primeros días de la lucha. La prensa liberal, defendiendo el derecho de insurrección, y la voz pública que recoge las opiniones aisladas, condensándolas en una sola que tiene muchas veces el don de la profecía, habían arrojado en los espíritus la creencia de que el movimiento de San Felipe tendría en Santiago una terrible repercusión. Hablábase, ya en febrero, de la proximidad de una revolución en la que se contaba como beligerantes contra la autoridad a casi todas las fuerzas de línea que guarnecían entonces la capital; contábase con masas inmensas de pueblo que acudirían a la primera voz de ciertos jefes, y esperábase al mismo tiempo que la fuerza cívica fraternizaría, según la expresión de entonces, con sus hermanos del pueblo en la cruzada contra el poder.
Tal era, en resumen, la situación de Santiago a principios de marzo de 1851, cuando Martín Rivas llegaba a la posada de que dos meses antes había salido para su viaje a Coquimbo.
Vistióse a la ligera, y saliendo de la posada tomó el camino de la casa de Rafael San Luis. Un cuarto de hora después, los dos amigos se daban un largo y cariñoso abrazo. Al sentarse buscó cada cual en la fisonomía del otro el rastro que suponían debía haber dejado el dolor durante el tiempo que habían estado separados.
San Luis halló en el rostro de Martín la expresión juvenil y reflexiva a un tiempo que siempre le había conocido; la misma pureza del color trigueño que realzaba la profunda penetración de su mirada, la misma nobleza en la frente; era imposible leer en aquel rostro sereno la revelación de ningún secreto pesar.
Rivas, por su parte, halló que la mirada de Rafael, sus pálidas mejillas, la contracción de las cejas, algo de indefinible en la expresión del conjunto, hablaban de los combates del corazón en que aquel joven había vivido tanto tiempo.
En ambos, aquella involuntaria inspección duró un corto momento.
-En fin, ¿cómo te ha ido? -preguntó Rafael con cariño.
-Te lo puedes figurar -contestó Rivas-; pasado el placer de abrazar a mi madre y a mi hermana, todo lo demás fue tristeza.
-¿No la has olvidado?
-¡Ni un instante!
-Pobre Martín -dijo San Luis tomándole las manos-, ¿recuerdas mis pronósticos cuando recién nos conocimos?
-Mucho, pero entonces ya era tarde.
-¿Recibiste allá una carta mía?
-Sí, y supuse por ella que habrías a la fecha terminado tu vida de anacoreta.
-En esa carta te hablé de una ocupación que pensaba tomar.
-Sí, ¿cuál es?
-Una nueva querida -dijo San Luis con una sonrisa melancólica.
-¿Por la que has olvidado a Matilde? -preguntó Rivas.
San Luis se acercó a su amigo.
-Mira -le dijo mostrándole su negro cabello-, ¿no ves algunas canas?
-Es cierto.
Rafael exhaló un prolongado suspiro, pero sin afectación ninguna de sentimentalismo.
-Mi nueva querida -dijo- es la política.
-¡Ah!, recuerdo que cuando te conocí te ocupabas mucho de ella.
-Nos hemos vuelto a encontrar; he aquí cómo: pocos días después que te escribí al norte, recibí una carta de dos amigos con quienes me había ligado en la Sociedad de la Igualdad. Aquí la tienes -añadió leyendo-: «Esperamos que tu fiebre amorosa se haya calmado; la patria no te engañará, y el momento de probar que no la has olvidado se halla próximo; ¿le dejarás creer que tu corazón es indigno del culto que antes le profesabas? Te esperamos en el lugar que tú conoces».
»Esto -continuó Rafael- acabó de decidirme y vencer la repugnancia con que, a pesar de mi horror por el aislamiento, pensaba en volver a mi antigua vida. Al salir, mi primera visita fue para los que así me ofrecían un nuevo campo, en el que me quedaba la probabilidad, si no de olvidar mis recuerdos, a lo menos de quitarles su punzante amargura. Dos causas, como siempre, presentaban sus combatientes en la arena política; la vieja y gastada de la resistencia, del exclusivismo y de la fuerza por una parte; la que pide reformas y garantías por la otra. Creo que el que sienta en su pecho algo de lo que tantos afectan tener con el nombre de patriotismo, no podía vacilar en su elección; yo abracé la última, y estoy dispuesto a sacrificarme por ella.
Entró entonces en una minuciosa pintura del estado político de Santiago, que nosotros bosquejamos ya muy a la ligera, y desarrolló sus teorías sobre el liberalismo con el calor de un alma apasionada y llena de fe en el porvenir. El fuego de su convicción despertó pronto en el alma de Rivas el germen de las nobles dotes que constituían su organización moral.
-Tienes razón -dijo a San Luis-, en vez de llorar desengaños como mujeres, podemos consagrarnos a una causa digna de hombres.
-Esta noche -dijo Rafael- te presentaré en nuestra reunión y te impondrás de nuestros trabajos; por mi parte, estoy persuadido que el tiempo de las manifestaciones pacíficas ha pasado ya; el presente es de lucha, y no veo en qué piensan los que nos dirigen. En mi puesto de soldado me resigno a esperar, pero con impaciencia.
Durante esta conversación había desaparecido completamente todo vestigio de abatimiento del semblante de Rafael, sus pálidas mejillas se habían coloreado y sus grandes ojos brillaban de entusiasmo.
Después de hablar aún durante largo rato, los dos amigos se separaron, dándose cita para la noche.
Martín fue puntual a la cita; quería desechar los pensamientos que la vista de las calles de Santiago había despertado con sus recuerdos, y tuvo necesidad de una gran entereza de voluntad para no pasar por la casa de don Dámaso, que se paró a mirar algunos instantes desde una esquina.
En la reunión a que le condujo San Luis, oyó Martín calorosos discursos contra la política del Gobierno, y los cargos que contra él venía formulando desde tiempo atrás la oposición.
Allí vio jóvenes entusiastas, de dandies convertidos en tribunos, deseosos de consagrar sus fuerzas a la patria y llamando la hora del peligro para ofrecerle sus vidas. En el estado de su ánimo, Rivas encontró algún consuelo, sintiendo latir su corazón con la idea de contribuir también a la realización de las bellas teorías políticas y sociales que aquellos jóvenes profesaban y pedían para la patria. Al salir de la reunión, a las once de la noche, Rafael le tomó del brazo.
-Te voy a pedir un favor -le dijo.
-¿Cuál?
-Desde que te conocí -prosiguió San Luis- me inspiraste un cariño sincero; después hemos vivido en íntima confianza. Pero, a pesar de mis deseos de estar siempre contigo, no me atrevía antes a proponerte que viviésemos juntos, porque sabía que nada valía para ti como la casa donde podías ver a Leonor con tanta frecuencia. Ahora estás solo, ¿por qué no te vienes a casa? Tú conoces a mi tía; es una santa, y te quiere porque eres mi amigo; estarás como en tu casa, y te cuidaremos como a un niño regalón.
La sinceridad de aquella oferta decidió al instante a Martín, que dio con efusión las gracias a su amigo.
-Bueno -dijo Rafael con alegría-, principia desde esta noche; te cedo mi cama, y mañana enviamos por tu equipaje.
-Tengo proyectado un paseo para mañana -contestó Martín-, y prefiero, para hallar más fácilmente un carruaje temprano, no venirme hasta mañana en la tarde.
-Como te parezca. ¿A dónde vas?
-A Renca, a ver a Edelmira.
Diéronse las buenas noches y se separaron.
A las diez de la mañana del día siguiente recorría Martín el camino de Renca, cuyos incidentes le trazaban el cuadro de las esperanzas con que por primera vez los había visto. Entonces encontraba en los paisajes que se ofrecían a sus ojos las promesas de alegres días pasados en el campo al lado de Leonor; ahora, menos la imagen de la niña amante, todo había desaparecido de hecho, condenado al luto antes de haber conocido la alegría. Al divisar la casa en que había dejado a Edelmira, disipóse un tanto esta preocupación, que vino a reemplazar la de la suerte de aquella niña, a la cual profesaba una sincera amistad.
Se bajó en el patio y se dirigió a la casa. Edelmira le había visto desde la ventana de la pieza en que se hallaba, y salió corriendo a recibirle.
El sincero cariño con que Martín la saludó hizo desaparecer del rostro de Edelmira el tinte de rubor con que al verse cerca del joven se había cubierto. Y ambos entablaron una conversación en la que se trató primero de la vida que habían llevado durante los últimos dos meses.
-Aunque deseo mucho volver al lado de mi mamita -dijo Edelmira, después de esto-, quiero que pase algún tiempo más todavía, para estar segura de que Ricardo se ha retirado de casa para siempre.
Ninguna palabra que hiciese alusión a la última carta de Edelmira fue pronunciada en aquella entrevista, en la que la tía de la niña tomó parte, rodeando de atenciones a Martín. Dos horas después, cuando Rivas se despedía, Edelmira se levantó con la expresión de una persona que ha tomado una resolución después de vacilar algún tiempo.
-Tengo que preguntarle algo -dijo a Martín, aprovechándose de un instante en que la tía acababa de salir.
-Estoy a sus órdenes -contestó el joven.
-Para que usted me conteste como lo deseo -repuso Edelmira, poniéndose encarnada-, le recordaré lo franca que he sido con usted.
-Lo recuerdo muy bien, y le juro a usted...
-No me jure nada; pero respóndame a lo que voy a preguntarle: ¿no es Leonor a quien usted ama?
-Sí.
-Así lo he pensado siempre, y como mi hermano me contó hace poco la visita que hizo con Ricardo al padre de esa señorita, he visto que el servicio que usted me hizo le debe haber perjudicado.
-Algo hay de eso -dijo Martín, tratando de sonreírse.
Entró la tía de Edelmira, y el joven se despidió de ambas.
Edelmira salió a acompañarle como lo había hecho la primera vez, y se detuvo largo rato a contemplar el carruaje en que marchaba Rivas. Cuando éste se perdió de vista en un recodo del camino, Edelmira entró en la pieza y dijo a su tía:
-¿No le decía yo? Martín ha perdido por mí su felicidad, pero yo haré cuanto pueda para volvérsela; así tal vez logre pagarle su generosidad. 

Martin RivasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora