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Tuve por esos tiempos un amigo; fue lo único que tuve durante algunos días, pero lo
perdí: así como alguien pierde en una calle muy concurrida o en una playa solitaria un
objeto que aprecia, así yo, en aquel puerto, perdí a mi amigo. No murió; no nos disgustamos; simplemente, se fue. Llegamos a Valparaíso con ánimos de embarcar en
cualquier buque que zarpara hacia el norte, pero no pudimos; por lo menos yo no pude;
cientos de individuos, policías, conductores de trenes, cónsules, capitanes o gobernadores
de puerto, patrones, sobrecargos y otros tantos e iguales espantosos seres están aquí, están
allá, están en todas partes, impidiendo al ser humano moverse hacia donde quiere y como
quiere.
-Quisiera sacar libreta de embarque.
-¿Nacionalidad?
-Argentino.
-¿Certificado de nacimiento?
-No tengo.
-¿Lo ha perdido?
-Nunca tuve uno.
-¿Cómo entró a Chile?
-En un vagón lleno de animales.
(No era mentira. La culpa fue del conductor del tren: nuestra condición, en vez de
provocarle piedad, le causó ira; no hizo caso de los ruegos que le dirigimos -¿en qué podía
herir sus intereses el hecho de que cinco pobres diablos viajáramos colgados de los vagones
del tren de carga?- y fue inútil que uno de nosotros, después de mostrar sus destrozados
zapatos, estallara en sollozos y asegurara que hacía veinte días que caminaba, que tenía los
pies hechos una llaga y que de no permitírsele seguir viaje en ese tren, moriría, por diosito,
de frío y de hambre, en aquel desolado Valle de Uspallata. Nada. A pesar de que nuestro
Camarada utilizó sus mejores sollozos, no obtuvimos resultado alguno. El conductor del
tren, más entretenido que conmovido ante aquel hombre que lloraba, y urgido por los
pitazos de la locomotora, mostró una última vez sus dientes; lanzó un silbido y desapareció
en la obscuridad, seguido de su farol. El tren partió. Apenas hubo partido, el hombre de los
destrozados zapatos limpió sus lágrimas y sus mocos, hizo un corte de manga en dirección
al desaparecido conductor y corrió tras los vagones; allá fuimos todos: eran las dos o las
tres de la madrugada, corría un viento que pelaba las orejas y estábamos a muchos
kilómetros de la frontera chilena, sólo un inválido podía asustarse de las amenazas del
conductor. El tren tomó pronto su marcha de costumbre y durante un rato me mantuve de
pie sobre un peldaño de la escalerilla, tomado a ella con una mano y sosteniendo con la otra
mi equipaje. Al cabo de ese rato comencé a darme cuenta de que no podría mantenerme así
toda la noche: un invencible cansancio y un profundo sueño se apoderaban de mí, y aunque
sabía que dormirme o siquiera adormilarme significaba la caída en la línea y la muerte,
sentí, dos o tres veces, que mis músculos, desde los de los ojos hasta los de los pies, se
abandonaban al sueño. El tren apareció mientras yacíamos como piedras en el suelo, durmiendo tras una jornada de cuarenta y tantos kilómetros, andados paso a paso. Ni
siquiera comimos; el cansancio no nos dejó. A tientas dándonos de cabezazos en la
obscuridad, pues dormíamos todos juntos, recogimos nuestras ropas y corrimos hacia los
vagones, yo el último, feliz poseedor de una maldita maleta cuyas cerraduras tenía que abrir
y cerrar cada vez que quería meter o sacar algo. Mirando hacia lo alto podía ver el cielo y el
perfil de las montañas; a los costados, la obscuridad y alguna que otra mancha de nieve; y
arriba y abajo y en todas partes el helado viento cordillerano de principios de primavera
entrando en nosotros por los pantalones, las mangas, el cuello, agarrotándonos las manos,
llenándonos de tierra y de carboncillo los ojos y zarandeándonos como a trapos. Debía
escoger entre morir o permanecer despierto, pero no tenía conciencia para hacerlo. Los
ruidos del tren parecían arrullarme, y cuando, por algunos segundos fijaba los semicerrados
ojos en los rieles que brillaban allá abajo, sentía que ellos también, con su suave deslizarse,
me empujaban hacia el sueño y la muerte. Durante un momento creí que caería en la línea y
moriría: el suelo parecía llamarme: era duro, pero sobre él podía descansar. Estallé en
blasfemias. «¿Qué te pasa?», preguntó el hombre de los destrozados zapatos, que colgaba
de la escalerilla anterior del vagón cuya espalda rozaba la mía cada vez que el tren perdía
velocidad, chocando entre sí los topes de los vagones. No contesté; trepé a la escalerilla, me
encaramé sobre el techo, y desde allí, y a través de las aberturas, forcejeando con la maleta,
me deslicé al interior del vagón. Allí no iría colgado, y, sobre todo, no correría el riesgo de
encontrarme de nuevo con el desalmado conductor. No sospeché lo que me esperaba: al
caer entre los animales no pareció que era un hombre el que caía sino un león; hubo un
estremecimiento y los animales empezaron a girar en medio de un sordo ruido de pezuñas.
Se me quitaron el sueño, el frío, y hasta el hambre: tan pronto debí correr con ellos,
aprovechando el espacio que me dejaban, como, tomando de sorpresa por un movimiento
de retroceso, afirmar las espaldas en las paredes del vagón, estirar los brazos y apoyando
las manos y hasta los codos en el cuarto trasero de algún buey, retenerlo, impidiendo que
me apabullara. Después de unas vueltas, los animales se tranquilizaron y pude respirar; la
próxima curva de la línea los puso de nuevo en movimiento. El hombre de los sollozos,
trasladado e. la escalerilla que yo abandonara, sollozaba de nuevo, aunque ahora de risa: el
piso del vagón, cubierto de bosta fresca, era como el piso de un salón de patinar, y yo,
maleta en mano, aquella maldita maleta que no debía soltar el no quería verla convertida en
tortilla, y danzando entre los bueyes, era la imagen perfecta del alma pequeña y errante...
En esa forma había entrado a Chille. ¿Para qué podía necesitar un certificado de
nacimiento?

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora