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-Adiós. Te escribiré desde Panamá o desde Nueva York.
El barco viró, empujado por las narices de los remolcadores, buscando el norte con su
negra pora: C.S.A.V. ¿Dónde iría ya? Doce nudos, catorce quizá balanceándose de babor a
estribor y cabeceando de popa a proa. Tenía a veces la sensación de que iba en su cubierta,
frente al viento, aunque sólo vagaba por las calles, al atardecer, con el alma como ausente o
sumergida en algo aislante. En ese momento estalló la tormenta, sin que nadie supiera en
qué callejuela del puerto, en qué avenida de la ciudad o en qué callejón de cerro ardió la
chispa que llegó a convertirse en agitada llama. Me vi de pronto en medio de ella,
indiferencia de la mayoría, se han apoderado de la tierra, del mar, del cielo, de los caminos,
del viento y de las aguas y exigen certificados parausar de todo aquello: ¿tiene usted un
certificado para pasar para allá?, ¿tiene usted uno para pasar para acá?, ¿tiene un certificado
para respirar, uno para caminar, uno para procrear, uno para comer, uno para mirar? Ah, no
señor: usted no tiene certificado; atrás, entiérrese por ahí y no camine, no respire, no
procree, no mire. El que sigue: tampoco tiene. Están en todas partes y en donde menos se
espera, en los recodos de las carreteras, en los rincones de los muelles, en los portezuelos
de las cordilleras, detrás de las puertas, debajo de las camas, y examinan los certificados,
aceptándolos o no, guardándolos o devolviéndolos: no está en regla, le falta la firma, no
tiene fecha; aquí debe llevar una estampilla de dos pesos, fiscal, sí, señor; esta fotografía
tanto puede ser suya como del arzobispo; esta firma no tiene rúbrica. Nunca he usado
rúbrica ni falta que me hace. No, señor. ¡Cómo se le ocurre! Una firma sin rúbrica es como
un turco sin bigote, je, je, je; tráigame un certificado y yo le daré otro; para eso estoy.
Recordaba uno por uno sus rostros de comedores de papeles estampillados. El farol gimió y
dejó caer al suelo una lluvia de trozos de vidrio, y el hombre, un hombre cuadrado,
cuadrado de cuerpo, cuadrado de cara, cuadrado de manos, pasó corriendo, rozándome el
rostro con el aire que desplazaba y lanzando de reojo una mirada que me recorrió de arriba
abajo.
-¡Muera!
Me di vuelta, con la sensación de que me debatía por salir de un pantano formado por
certificados y por barcos que navegaban hacia el cero de la rosa; te escribiré desde Panamá
o desde el Yukón; otro farol, un foco esta vez, blanco y rechoncho, estalló y desapareció;
pedazos de vidrio empavonado parecieron reír al estrellarse sobre las líneas del tranvía.
Otro hombre y otro hombre y otro hombre aparecieron y desaparecieron y gritaron y una
cortina metálica se deslizó con gran rapidez y tremendo ruido. ¿Qué pasa? Mi amigo se
marchó; tenía todo tal como lo quieren los funcionarios caras-de-archivadores: edad, sexo,
domicilio, nacionalidad, todo certificado; ¿no quiere, además, que le traiga a mi papá? De
nuevo me vi obligado a girar el cuerpo: un gran griterío se encendía y se apagaba detrás de
mí y otros hombres y otros hombres y otros hombres surgían de las bocacalles o se perdían
en ellas.
-¡Muera!
¿Muera quién? ¿El certificado? Decenas de cortinas y puertas se cerraron con violencia.
Tenía trabajo, pero no me bastaba; quería viajar y el trabajo me lo impedía. Trabajar y
viajar, no trabajar y quedarme. Quería elegir mi destino, no aceptar el que me dieran.
Bueno, ¿adónde quieres ir? No lo sé: al norte, al sur; aquí no hay más que dos puntos
cardinales, y son suficientes; Panamá, Guayaquil, Callao, La Guayra, Arequipa, Honolulú,
preciosos nombres, como de árboles o como de mujeres morenas. Es la primera vez que
estoy junto al mar y siento que me llama, pareciéndome tan fácil viajar por él: no se ven
caminos -todo él es un gran camino-, ni piedras, ni montañas, ni trenes, ni coches y es
posible que ni conductores ni funcionarios tragacertificados, amplitud, soledad, libertad,
espacio, sí, espacio; unos aman un espacio, otros otro espacio, ¿y cuántas clases de espacios
hay? No pude seguir divagando: veinte, treinta, cincuenta hombres me rodean, gritan y
gesticulan; hombres de toda clase, tamaño y condición: morenos y bajos, altos y rubios; de
buena estatura y pálidos; de rostros redondos o irregulares; de narices como de duro lacre o
de blanda cera; bigotes tiesos o rizados, cabellos lacios o ensortijados; frentes pequeñas,
como de monos, o altas como peñascos. ¿Qué quieren conmigo, que tengo bastante con los
certificados y con la ausencia de mi amigo? Se mueven, inquietos, agachándose y
recogiendo algo que resultan ser piedras o trozos de baldosas o de asfalto. No es mi
persona, de seguro, quien los reúne y no tienen nada que ver conmigo; me son
desconocidos. Únicamente la casualidad, una casualidad dinámica, los reúne a mi
alrededor; pero, sea como fuere y si no es mi persona el foco de atracción, la mía u otra
cualquiera, algún motivo tiene que haber, uno cualquiera, para reunirlos. Y de pronto
desaparecen, vuelven y se van, llevados por alguna desconocida fuerza y se oye el tropel de
sus pisadas y el ruido de sus zapatos sobre las aceras y gritos y voces y frases y risas. De
nuevo quedo solo, pero ya no puedo volver a los certificados ni a los barcos ni al mar; debo
quedarme entre los certificados ni a los barcos ni al mar; debo quedarme entre los hombres:
te escribiré desde San Francisco o desde Hudson Bay, oh lejano amigo.
Los hombres se alejan de nuevo y a medida que lo hacen empiezo a percibir mejor sus
gritos y a darme cuenta de lo que expresan: hay un motín. ¿Por qué? No puedo averiguarlo:
mis oídos se llenan con el rumor de diez, treinta, cincuenta o cien caballos que galopan
sobre los adoquines o el asfalto de una calle cercana. El ruido recuerda el de gruesas gotas
de lluvia golpeando sobre un techo de zinc. ¿Por dónde vendrán? ¿Será el ejército? ¿Será la
policía? Sentí que perdía peso y que mi cerebro se limpiaba de ensueños y de recuerdos,
quedando como en blanco. Seguramente estaba pálido. Miré a los hombres: se alejaban
retrocediendo, mirando hacia donde estoy, solo y de pie, arrimado a un muro pintado de
blanco. Reaccioné: ¿qué tengo que hacer aquí y qué puede importarme lo que ocurra? Soy
un extranjero, aunque no tenga certificados; no me he metido con nadie, no he hecho nada y
mis asuntos no tienen relación alguna con los de esos hombres y con los de esta ciudad. A
pesar de ello me acerqué al muro, afirmé en él la espalda, afirmé también las manos y como
si ello no me diera aún la sensación de seguridad y firmeza que buscaba, afirmé que
buscaba, afirme también un pie, alzando la pierna y doblando la rodilla; allí quedé.
-¡Córrase, compañerito, ya vienen!
¿Es a mí? Sí, a mí: un hombre desconocido, delgado, de ropa obscura y rasgos que no
distingo bien, grita y mueve las manos con energía, llamándome. Aquello me irrita: ¿por
qué quieren unirme a ellos y por qué debo inmiscuirme en asuntos extraños?
Inconscientemente, tenía la esperanza de mi extranjería y de mi carencia de intereses en
aquella ciudad, y ello a pesar de que, andando como andaba, mal vestido, sabía lo que podía
esperar de la policía o del ejército.
Es una calle ancha, una avenida con doble calzada y árboles bajos y coposos en ambas
aceras. Está obscureciendo. La policía apareció en la esquina y la caballada llenó la calle
con una doble o triple fila que avanzó hacia donde estaba la gente y hacia donde estaba yo;
brillaban los metales de los arneses, de los uniformes, de los sables y de las lanzas con
banderolas verdes; precioso espectáculo para un desfile patriótico, nada estimulante para
quien está arrimado a un muro, se sabe mal vestido y se siente extranjero en las calles de
una ciudad amotinada. Los pechos de los caballos avanzaron como una negra ola; por entre
ellos no se podía pasar ni aun siendo brujo. El hombre desconocido vuelve a gritar:
-¡Córrase, compañerito!
Su voz está llena como de ternura y de rabia al mismo tiempo; siento que la próxima
vez, si es que hay una próxima vez, me injuriará:
-¡Córrete, imbécil!
No le conozco ni él me conoce a mí y no sabe si soy extranjero o paisano, turco o
aragonés, chilote o tahitiano; sólo veía en mí a alguien que se hallaba sólo ante el trote
largo de cincuenta animales de tropa. No me resolvía a huir. Pero cuando los animales
estuvieron a unos treinta pasos y el ruido de sus cascos y el sonar de los metales se agrandó
hasta hacérseme insoportable y cuando miré la caballada y vi las caras bajo los quepis y las
manos, pequeñas y negras, en la empuñaduras de los sables y en las astas de las lanzas, me
di cuenta de que quedarme allí no habría esperanza alguna para mí y que de nada serviría el
ser extranjero o nativo, el tener o no un certificado; mi espalda, mis manos y mi pie se
apoyaron contra el muro y me despidieron con violencia hacia adelante; salté y toqué
apenas el suelo, mirando de reojo al escuadrón: uno de los policías venía derecho hacia mí
y hasta me pareció ver que su mano buscaba una buena posición en el asta. Estaba a una
distancia ya muy pequeña y por un instante dudé de que pudiera escapar. De no ocurrir algo
imprevisto, el lanzazo, si se decidía a herirme con el hierro, o el palo, si quería ser
magnánimo, me enterraría de cabeza en el suelo. Giré en el aire y empecé a correr y en el
momento en que lo hacía los hombres que me rodearan unos momentos antes y que después
se alejaron de mí, agrupándose más allá, empezaron también a correr, como si hubiesen
esperado que lo hiciera primero. El hombre delgado y moreno gritó de nuevo, ahora con
energía, desafiante y alentador:
-¡Bravo, compañerito!
Atravieso una bocacalle corriendo a tal velocidad y tan preocupado de hacerlo, que no
tengo tiempo de pensar en que puedo torcer por allí y escabullirme en cualquier rincón: he
perdido una oportunidad. Felizmente, al atravesar la bocacalle y debido al cambio de
pavimento, de asfalto a adoquín de piedra, el caballo pierde distancia; para recuperarla, el
policía pone el animal al galope y recupera en parte el espacio perdido; espacio, sí, espacio;
unos aman el espacio, otros lo odian. No sabía cuántos metros o cuántos pasos me separaban del caballo y sólo lo presumía por el sonido de los cascos que, súbitamente, se
aislaron y resonaron como para mí solo. El hombre delgado y moreno, mientras corría, no
me quitaba ojo; quizá temía por mí. Mi salvación estaba en llegar a la esquina próxima y
dar vuelta, cosa que debía haber hecho en la primera bocacalle. De pronto, unos pasos más
allá, el grupo de hombres desaparece como absorbido por una gran fuerza aspirante. ¿Qué
hay allí? Vi que el hombre de los gritos no desaparecía junto con los demás, sino que se
quedaba en aquel punto, mirando la carrera entre el muchacho y el caballo.
-¡Corra, compañerito! -gritó, de nuevo desesperado, y después, rabioso-: ¡No te lo
comas, perro!
La lanza estaría a escasos centímetros de mi cabeza. ¿Cómo era posible que fuese a caer
en ese lugar, tal vez herido de muerte, a tantas leguas de mi barrio nativo y lejos de mis
hermanos y de mi padre? Forcé un poco más la carrera. Era, de seguro, lo último que podía
exigir a mi corazón y a mis piernas, y en un instante estuve junto al hombre, que me tomó
como en el aire y tiró con fuerza hacia sí; no tuve tiempo de girar y allá nos fuimos los dos,
rodando por el suelo. Desde el suelo miré hacia atrás y vi aparecer la lanza y luego la
banderola y en seguida el caballo y el jinete, que miró de reojo la presa que se le escapaba.
¿Cómo había podido salvarme? Me levanté y me sacudí; acezaba. Las filas de caballos y
policías pasaron galopando. Miré a mi alrededor: nos encontrábamos en un pasillo estrecho
y alto, de unos quince metros de largo, cerrado por una muralla pintada de amarillo; un
zócalo obscuro la remataba: ea el Conventillo de la Troya. ¿Podríamos quedarnos en ese
sitio? Los hombres del grupo me miraron con simpatía y curiosidad.
-¡No nos quedemos aquí! -gritó el hombre desconocido-. ¡Si dan la vuelta nos van a
cerrar la salida! Vamos.
Corrimos de nuevo; éramos como unas treinta personas; giramos frente a la muralla y
desembocamos en el patio del conventillo, que iba de calle a calle. Metíamos ruido al correr
y los hombres, además, gritaban. Algunos vecinos abrieron sus puertas y ventanas: ¿Qué
pasa? Gritos:
-¡Quieren subirlos a veinte! ¡Mueran!
Hasta muy entrada la tarde ignoré de qué se trataba, qué era lo que se pretendía subir a
veinte y quiénes debían morir; en aquel momento, por lo demás, no me interesaba averiguar
nada: lo único que quería era asegurarme de que la triple hilera de caballos y policías, con
sus lanzas y sables, había seguido corriendo y desaparecido. Algunos vecinos se unieron a
nosotros. Mientras corría observé a mis compañeros: a juzgar por sus ropas eran obreros y
se les veía transpirando, anhelantes, aunque no cansados. La pelea empezaba. El hombre,
desconocido, delgado y moreno, corría al lado mío y me habló:
-¿Tuvo miedo?
Me encogí de hombros y sonreí, jactancioso:
-¿De qué?
Hizo un gesto vago:
-¡Creí que el policía lo iba a alcanzar y ya me parecía verlo caer de punta al suelo! ¿Por
qué no corría?
Repetí el gesto: no habría podido explicar por qué no huí desde el principio y por qué lo
hice después; estaba fuera de mí, como estaba fuera de mí el ir corriendo junto a ellos. La
vanguardia del grupo llegó al extremo del patio y los hombres, deteniéndose en la acera,
gritaron, levantando los brazos y cerrando los puños:
-¡Mueran los verdugos del pueblo!
El farol gimió como un hombre a quien se da un puñetazo en el estómago y dejó caer,
como un vómito, una lluvia de vidrios; otro farol cercano le acompañó.
-¡Cuidado: ahí vienen!
Cuando llegué a la puerta la policía cargaba de nuevo y hube de seguir corriendo.
¿Debería estar haciéndolo todo el día? Había entrado a Chile bailando dentro de un vagón
lleno de animales; ¿no era suficiente? Lo hice despacio, sin embargo, dándome tiempo para
recuperarme, hasta llegar a la primera esquina, en donde doblé, dirigiéndome hacia la
avenida en que me cogiera la tormenta; el grupo se desperdigó. Las calles perpendiculares
al mar se veían desiertas, como si fueran de otra ciudad y no de aquélla, y esto sin duda
porque en ellas no había negocios o los había en muy pequeña cantidad, a pesar de ello,
pocos faroles conservaban aún sus vidrios. Las paralelas a la playa, en cambio, estaban
llenas de gente, sobre todo la avenida a que llegué, en donde ardía, en pleno fuego, la
violenta llama: ya no eran cincuenta sino quinientos o mil quinientos los hombres que
llenaban la cuadra en que me sorprendiera la carga de la caballería policial; habían bajado
quién sabe desde qué cerro y por qué callejones o quebradas. Lecheros o Calaguala, Las
Violetas o La Cárcel, El Barón o La Cabritería o quizá surgido de los talleres, del dique de
los barcos, de las chatas; algunos llevaban aún su saquillo con carbón o leña y se veía a
varios con los pantalones a media pierna, mostrando blancos calzoncillos; otros iban
descalzos y un centenar de ellos bullía alrededor de dos tranvías que eran destruidos
centímetro por centímetro: primero los vidrios, que la gente pisaba y convertía al fin en una
especie de brillante harina; luego los asientos, los marcos de las ventanillas, los focos; pero
un tranvía es dura presa, sobre todo aquéllos, como de hierros, altísimos, con imperial,
hechos de gruesos latones y tubos pintados de un color ocre que les da, no sé por qué, una
grave sensación de dureza. Ya no quedaba de ellos sino lo que puede destruir un soplete
oxhídrico o un martillo pilón. La muchedumbre fluctuaba como una ola, moviéndose
nerviosamente; rostros, cuerpos, piernas, brazos.
-¡Démoslo vuelta!
Como no era posible quemarlos, la idea fue acogida con un rugido de aprobación, y la
gente, escupiéndose las manos y subiéndose las mangas, se colocó a un lado de uno de los tranvías; no toda, pues no cabía, sino la que estaba más cerca y podía hacerlo. Empujaron,
advirtiendo:
-Atención, ¡allá vamos!
Hubo un silencio, pero el tranvía era pesado y tieso y no se movió. Se oyeron algunas
risas, y luego:
-¡Vamos!
Alguien tomó el mando de la maniobra y su voz empezó a sonar como si se tratara de un
trabajo normal. Se escuchó como un quejido, exhalado por los hombres que empujaban, y
el armatoste se inclinó un poco, aunque no lo suficiente. Cientos de gritos celebraron el
primer resultado:
-¡Otra vez, vamos!
La voz de mando sonaba con tal acento persuasivo, que resultaba difícil substraerse a su
llamado. ¿Por qué estaba uno allí de pie con las manos en los bolsillos o a la espalda, en
vez de unirse al esfuerzo común?
-Vamos...
Me recordaba pasados días de duro trabajo y durante unos segundos sentí que no podría
desprenderme del hechizo de la voz:
-¡Ahora, niñitos!
Sonaba como la voz de El Machete o como la de Antonio, El Choapino, y era la primera
voz de siempre, la voz que ha construido las pirámides, levantando las catedrales, abierto
los canales interoceánicos, perforado las cordilleras. El tranvía osciló, se inclinó y durante
un brevísimo instante pareció ceder al empuje; no cayó, sin embargo, aunque saltó de los
rieles al volver a su posición normal. Se oyó un murmullo y luego volvió a aparecer de
nuevo la voz:
-Otra vez...
No era ya una voz de mando, como podía ser la de un sargento o la de un capataz: era
una voz de invitación, pero de una invitación llena de resolución y certidumbre. Pero la
verdad es que ya no quedaba espacio para nadie alrededor del tranvía; algunas personas no
podían empujar más que con un solo brazo. Centenares de ojos miraban y otras tantas voces
gritaban:
-¡Con otro empujón cae!...
Junto con empezar a inclinarse el tranvía, empezaba a erguirse el griterío, que se
iniciaba con voces aisladas, restallantes, estimuladoras, a las cuales se unían pronto otras de admiración, formando todas, al fin, una columna que alcanzaba su mayor altura cuando el
tranvía, imponente, pero bruto, indiferente a su destino, obedecía al impulso y cedía cinco,
diez, quince grados; unos más y caería. Por fin cayó y los hombres saltaron hacia atrás o
hacia los lados, temerosos de que reventara con el golpe y los hiriera con los vidrios,
hierros o astillas que se desprendieron de él; pero nada saltó y nadie quedó herido. Es
curioso ver un tranvía por debajo: las pesadas ruedas, aquellas ruedas que trituran y
seguirán triturando tantas piernas, brazos y columnas vertebrales; hierros llenos de grasa y
de tierra, gruesos resortes, húmedos, como transpirados, telarañas, trocillos de papeles de
colores, mariposas nocturnas.
Una vez volcado, el tranvía perdió su interés y la gente corrió hacia el otro, que esperaba
su destino con las luces apagadas, las ventanillas rotas, los vidrios hechos polvo. En ese
momento apareció o volvió la policía -nunca se sabe cuándo es una y cuándo es otra, ya que
siempre es igual, siempre verde, siempre parda o siempre azul-, pero la gente no huyó; no
se trataba ya de veinte o de cincuenta hombres, sino de centenares, y así la policía no cargó
al advertir que el número estaba en su contra. Avanzó con lentitud y se colocó en el margen
de la calle de modo que las grupas de los caballos quedaran vueltas hacia la acera. La
multitud, tranquilizada de repente, aunque exaltada, tomó también posiciones, no quitando
ojo a los caballos, a las lanzas y a los sables. Pronto empezaron a oírse voces altas:
-¡Parece que tuvieran hambre!
-¡Todos tienen cara de perros!
-¿Y el oficial? ¡Mírenlo! Tiene cara de sable.
El oficial, en efecto, tenía una cara larga y afiladísima. Parecía nervioso, y su caballo
negro, alto, aparecía más nervioso aún; se agitaba, agachando y levantando una y otra vez
la cabeza.
-¿Qué esperan?
-¿Por qué no cargan ahora, perros? ¡Para eso les pagan!
En ese momento se encendieron las luces de los cerros y la ciudad pareció tomar
amplitud, subiendo hacia los faldeos con sus ramas de luz.
-¡Vámonos!
-¡Vamos! Dejemos solos a estos desgraciados.
Cada palabra de provocación y cada injuria dirigida hacia los policías me duelen de un
modo extraño; siento que todas ellas pegan con dureza contra sus rostros y hasta creo ver
que pestañean cada vez que una de ellas sale de la multitud. Me parece que no debería
injuriárseles ni provocárseles; además, estando entre los que gritan aquellas palabras,
aparezco también un poco responsable de ellas. Es cierto que momentos antes había tenido
que correr, sin motivo alguno y como una liebre, ante la caballada, pero, no sé por qué, la inconsciencia de los policías y de los caballos se me antoja forzosa, impuesta, disculpable
por ello, en tanto que los gritos eran libres y voluntarios. Una voz pregunta dentro de mí
por qué la policía podía cargar cuando quería y por qué la multitud no podía gritar si así le
daba la gana; no sé qué responder y me cuido mucho de hacer callar a nadie: no quiero
recibir un palo en la cabeza o un puñetazo en la nariz. Siguieron, pues, los gritos y las
malas palabras y las ironías, y a pesar de que temí que la provocación trajera una reacción
violenta de parte de la policía, no ocurrió tal cosa. El oficial y los hombres de su tropa
parecían no oír nada; allí estaban, pálidos algunos, un poco desencajados otros, indiferentes
en apariencia, los más, semejando, menos que hombres, máquinas o herramientas, objetos
para usar. En la obscuridad blanquean las camisas de los trabajadores y en el aire hay algo
tenso que amenaza romperse de un momento a otro. Nada llegó a romperse, sin embargo.
La multitud empezó a desperdigarse en grupos, yéndose unos por una calle y otros por otra;
allí no había nada que hacer. La policía permaneció en el sitio: no podía seguir a cada grupo
y ninguno era más importante que el otro. La gente se despedía:
-¡No se vayan a aburrir!
-¡Pobrecitos, se queden solos!
-¡La carita que tienen!
La aventura no terminó allí: el motín bullía por toda la parte baja de la ciudad, excepto
en el centro, donde estaban los bancos, los diarios, las grandes casas comerciales; en
algunas partes la multitud apedreó los almacenes de comestibles, de preferencia los de la
parte amplia de la ciudad y los que estaban al pie de los cerros. No tenían nada que ver, es
cierto, con el alza de las tarifas de tranvías, pero muchos hombres aprovecharon la
oportunidad para demostrar su antipatía hacia los que durante meses y años explotan su
pobreza y viven de ella, robándolos en el peso, en los precios y en la calidad, la
mezquindad de algunos, el cinismo de otros, la avaricia de muchos y la indiferencia de
todos o de casi todos, que producen resquemores y heridas, agravios y odios a través de
largos y tristes días de miseria, reaparecían en el recuerdo, y muchos almacenes, además de
apedreados, fueron saqueados de la mercadería puesta cerca de las puertas, papas o porotos,
verduras o útiles, escobas, cacerolas, que cuelgan al alcance de las manos: se suscitaron
incidentes y algunos almaceneros dispararon armas, hiriendo, por supuesto, a los que
pasaban o miraban, lo que enardeció más a la multitud. Hubo heridos y la sirena de las
ambulancias empezó a aullar por las calles.
Cayó la noche y yo vagaba de aquí para allá, siguiendo ya a un grupo, ya a otro; aquello
me entretenía, no gritaba ni tiraba piedras, y aunque los gritos y las pedradas me dolían no
me resolvía a marcharme; te escribiré desde... Había olvidado a mi amigo y a su barco. Los
boticarios, detrás de sus frágiles mostradores, aparecen como transparentes, rodeados de
pequeños y grandes frascos con líquidos de diversos colores, espejos y vitrinas, y miran
hacia fuera, hacia la calle, con curiosidad y sorpresa, como queriendo dar a entender que no
tienen nada que ver con lo que sucede, mucho menos con las empresas de tranvías o con los
almacenes de comestibles: venden remedios y son, por eso, benefactores de la gente;
contribuyen a mitigar el dolor. No tendrían, claro está, la conciencia muy tranquila, ya que
ni los comerciantes muertos, la tendrán, pero la muchedumbre y las personas que la formaban, obreros y jornaleros, empleados y vendedores callejeros, entre quienes
empezaron a aparecer maleantes, sentían que una botica no es algo de todos los días ni de
cada momento, como el almacén o la verdulería; nadie entra a una botica a pedir fiado un
frasco de remedio pare la tos o uno de tónico para la debilidad y el boticario no pesa, en
general, la mercadería que vende -por lo menos no lo hace a la vista del público-; en
consecuencia, y aparentemente, no roba en el peso, ni es, también en apariencia, mezquino,
y si uno no tiene dinero para adquirir un pectoral o un reconstituyente puede seguir
tosiendo o enflaqueciéndose o recurrir a remedios caseros, que siempre son más baratos;
nadie, por otra parte, puede tener la insensata ocurrencia de robarse una caja de polvos de
arroz o una escobilla para los dientes; pero al pan, al azúcar, a los porotos, a las papas, al
café, al té, a la manteca no se puede renunciar, así como así para siempre ni hay productos
caseros o no caseros que los substituyan. La dueña de la casa, la mujer del obrero sin
trabajo o con salario de hambre o enfermo, recurre a todo: vende los zapatos y la ropa,
empeña el colchón, pide prestado, hasta que llega el momento, el trágico y vergonzoso
momento en que la única y pequeña esperanza -¡vaya una esperanza! es el almacenero, más
que el almacenero, ese hombre y el corazón de ese hombre a quien se ha comprado durante
años y que en camisa, con aire sencillo y bonachón, hablando un español italianizado o
demasiado articulado, sin delantal, a veces en pura camiseta de franela y gastados
pantalones, espera, detrás del mostrador sobre el que hay clavadas dos o tres monedas
falsas a los compradores; sabe que debe vender, vender y nada más que vender; la base del
negocio es la venta, nada de fiar: «Hoy no se fía; mañana sí».
-Pero usted ya me está debiendo siete pesos.
-Sí, don Juan; pero tenga paciencia, mi marido está sin trabajo.
-Hace mucho tiempo que está sin trabajo...
-Usted sabe que las curtiembres están cerradas.
-¿Por qué no busca trabajo en otra cosa?
-Ha buscado muchísimo, pero con la crisis hay tanta desocupación...
-...Pero -no le faltará plata para vino.
-Vino... Desde ayer no hemos comido nada; ni siquiera hemos tenido para tomar una
tacita de té. Para colmo, se me ha enfermado uno de los niños.
-Lo siento, pero no puedo fiarle; ya me deben mucha plata.
El almacenero, con el pescuezo erguido y duro, mira hacia otra parte, mientras fuma su
mal cigarrillo; siente, íntimamente, un poco de vergüenza, pero. ¿adónde iría a parar al
siguiera fiando a todo el mundo? Él también debe vivir. La mujer, con su canastita rota y su
pollera raída, sale, avergonzada también, con la vista baja y el obrero, que espera en la
pieza del conventillo la vuelta de la mujer para comer algo, aunque sea su pedazo de pan,
siente que el odio le crece hasta el deseo del crimen.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora