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Había pasado malos ratos, es cierto, pero me pareció natural y lógico pasarlos: eran
quizá una contribución que cada cierto tiempo era necesario pagar a alguien, desconocido
aunque exigente, y no era justo que uno solo, mi padre, pagara siempre por todos. Los
cuatro hermanos estábamos ya crecidos y debíamos empezar a aportar nuestras cuotas, y
como no podíamos dar lo que otros dan, trabajo o dinero, dimos lo único que en ese tiempo,
y como hijos de ladrón, teníamos: libertad y lágrimas. Siempre me ha gustado el pan untado
con mantequilla y espolvoreado de azúcar, y aquella tarde, al regresar del colegio, me
dispuse a comer un trozo y a beber un vaso de leche. En ello estaba cuando sonaron en la
puerta de calle tres fuertes golpes. Mi madre, que cosía al lado mío, levantó la cabeza y me
miró: los golpes eran absurdos; en la puerta, a la vista de todos estaba el botón del timbre.
El que llamaba no era, pues, de la casa y quería hacerse oír inequívocamente. ¿Quién podría
ser? Mis hermanos llegaban un poco más tarde y, por otro lado, podían encontrar a ojos
cerrados el botón del timbre; en cuanto a mi padre, no sólo no golpeaba la puerta ni tocaba
el timbre; ni siquiera le oíamos entrar: aparecía de pronto, como surgiendo de la noche o
del aire, mágicamente. Sus hijos recordaríamos toda la vida aquella noche en que apareció
ante la puerta en los momentos en que terminábamos una silenciosa comida; hacía algún
tiempo que no le veíamos -quizá estaba preso-, y cuando le vimos surgir y advertimos la
larga y ya encanecida barba que traía, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo,
rompimos a llorar, tal vez de alegría, quizá de miedo... Mi madre, sin embargo, parecía
saberlo, pues me dijo, levantándose:
-Bébete pronto esa leche.
La bebí de un sorbo y me metí en la boca, en seguida, casi la mitad del pan. Me sentí
azorado, con el presentimiento de que iba a ocurrir algo desconocido para mí. Mi madre
guardó el hilo, la aguja, el dedal y la ropa que zurcía; miró los muebles del comedor, como
para cerciorarse de que estaban limpios o en orden y se arregló el delantal; me miró a mí
también; pero con una mirada diferente a la anterior, una mirada que parecía prepararme
para lo que luego ocurrió. Estaba dándole fin al pan y nunca me pareció más sabroso: la
mantequilla era suave y el azúcar que brillaba sobre ella me proporcionó una deliciosa
sensación al recogerla con la lengua, apresuradamente, de las comisuras de los labios.
Cuando mi madre salió al patio la puerta retembló bajo tres nuevos, más fuertes y más
precipitados golpes y después del último -sin duda eran dos o más personas que esperaban-
sonó el repiqueteo de la campanilla, un repiqueteo largo, sin intervalos; el que llamaba
estaba próximo a echar abajo la puerta. Concluí de comer el pan, recogí el vaso y suplatillo, que puse sobre el aparador, y di un manotón a las migas que quedaban sobre la
mesa.
Entre uno y otro movimiento oí que mi madre abría la puerta y que una voz de hombre,
dura y sin cortesía, casi tajante, decía algo como una pregunta; la voz de mi madre, al
responder, resultó increíblemente tierna, casi llorosa; la frase que pronunció en seguida el
hombre pareció quemar el delicado brote. Hubo un breve diálogo, la puerta sonó como si la
empujaran, con brusquedad y un paso de hombre avanzó por el corredor de baldosas. Yo
escuchaba. La distancia desde la puerta de calle hasta la del comedor era de quince pasos,
quince pasos contados innumerables veces al recorrer la distancia en diversas formas:
caminando hacia adelante o hacia atrás, de este lado y con los ojos abiertos o de este otro y
con los ojos cerrados, sin hallar nunca una mayor o menor diferencia. Detrás de los pasos
del hombre sonaron, precipitados, los de mi madre: para ella, baja de estatura como era, los
pasos eran dieciocho o diecinueve...
Cuando el desconocido -pues no me cabía duda alguna de que lo era- apareció frente a la
puerta del comedor, yo, todavía relamiéndome, estaba de pie detrás de la mesa, los ojos
fijos en el preciso punto en que iba a surgir; no se me ocurrió sentarme o moverme del
lugar en que estaba en el instante en que di el manotón a las migas, o, quizá, el diálogo o
los pasos me impidieron hacerlo. El hombre llegó, se detuvo en aquel punto y miró hacia el
interior: allí estaba yo, con mis doce años, de pie, sin saber qué cara poner a su mirada, que
pareció medir mi estatura, apreciar mi corpulencia, estimar mi desarrollo muscular y
adivinar mis intenciones. Era un hombre alto, erguido, desenvuelto; entró, dio una mirada a
su alrededor y vio, sin duda, todo, los muebles, las puertas, el bolsón con mis cuadernos
sobre una silla, las copas, los colores y las líneas de los papeles murales, quizá si hasta las
migas, y se acercó a mí:
-¿Cómo te llamas?
Hice un esfuerzo, y dije mi nombre. La voz de mi madre, más entonada ahora, irrumpió:
-El niño no sabe nada; ya le he dicho que Aniceto no está en casa.
Otros dos hombres aparecieron en la puerta y uno de ellos, al girar, mostró una espalda
como de madera.
-¿Dónde está tu padre?
Mi madre se acercó, y el hombre, después de mirarla, pareció reaccionar; su voz bajó de
tono:
-Me doy cuanta de todo y no quiero molestarla, señora, pero necesito saber dónde está
El Gallego.
La voz de mi madre tornó a hacerse tierna, como si quisiese persuadir, por medio de su
ternura, a aquel hombre: Ya le he dicho que no sé dónde está; desde ayer no viene a casa.
Si había algo que yo, en esos tiempos, quería saber siempre, era el punto en que mi
padre, en cualquier momento, pudiera encontrarse.
¿Para dónde vas papá?
-Para el norte; tal vez llegue hasta Brasil o Perú.
-¿Por dónde te vas?
-A Rosario, y después..., río arriba.
Marcaba su camino en los mapas de mis textos de estudio y procuraba adivinar el punto
que mencionaría en su próxima carta; venían nombres de pueblos, de ríos, de obscuros
lugares, selvas, montañas; después, sin aviso previo, las cartas empezaban a llegar desde
otro país y entonces me sentía como perdido y sentía que él también estaba un poco perdido
para nosotros y quizá para él mismo. Caminaba, con sus silenciosos y seguros pasos, las
orillas de los ríos del nordeste argentino, las ciudades de las altas mesetas bolivianas y
peruanas, los húmedos pueblos de la costa tropical del Pacífico oriental, los lluviosos del
sur de Chile: Concordia, Tarija, Paso de los Libres, Arequipa, Bariroche, Temuco, eran, en
ciertos momentos, familiares para nosotros.
-Aquí está.
Iba hacia el norte, giraba hacia el este, tornaba al sur; sus pasos seguían el sol o entraban
en la noche; de pronto desaparecía o de pronto regresaba. Aquella vez, sin embargo, a pesar
de haberle visto la noche anterior, ignoraba su paradero:
-No sé.
Uno de los policías intervino:
¿Lo buscamos en la casa?
El hombre rechazó la sugestión.
-No, si estuviese habría salido.
Hubo un momento de indecisión: mi madre, con las manos juntas sobre su vientre y
debajo del delantal, miraba el suelo, esperando; el hombre de la voz tajante pensaba,
vacilando, sin duda sobre qué medida tomar; los otros dos policías, sin responsabilidad, de
pie aún en el patio, miraban, con aire de aburrimiento muscular, los racimos de uva que
pendían del parrón. Yo miraba a todos. El hombre se decidió:
-Lo siento, pero es necesario que me acompañe.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora