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¿Escribir? ¿A quién? Menos absurdo era proponerse encontrar un camello pasando por
el ojo de la aguja que un pariente mío en alguna de las ciudades del Atlántico sur,
preferidas por ellos. Mis parientes eran seres nómadas, no nómadas esteparios,
apacentadores de renos o de asnos, sino nómadas urbanos, errantes de ciudad en ciudad y
de república en república. Pertenecían a las tribus que prefirieron los ganados a las
hortalizas y el mar a las banquetas del artesanado y cuyos individuos se resisten aún, con
variada fortuna, a la jornada de ocho horas, a la racionalización en el trabajo y a los
reglamentos de tránsito internacional, escogiendo oficios -sencillos unos, complicados o
peligrosos otros- que les permiten conservar su costumbre de vagar por sobre los
trescientos sesenta grados de la rosa, peregrinos seres, generalmente despreciados y no
pocas veces maldecidos, a quienes el mundo, envidioso de su libertad, va cerrando poco a
poco los caminos... Nuestros padres, sin embargo, en tanto sus hijos crecieron, llevaron
vida sedentaria, si vida sedentaria puede llamarse la de personas que durante la infancia y la
adolescencia de un hijo cambian de residencia casi tantas veces como de zapatos. Habrían
preferido, como los pájaros emigrantes, permanecer en un mismo lugar hasta que la pollada
se valiera por sí misma, pero la estrategia económica de la familia por un lado y las
instituciones jurídicas por otro, se opusieron a ello: mi padre tenía una profesión
complicada y peligrosa. Ni mis hermanos ni yo supimos, durante nuestra primera infancia,
qué profesión era e igual cosa le ocurrió a nuestra madre en los primeros meses de su matrimonio: mi padre aseguraba ser comerciante en tabacos, aunque en relación con ello no
hiciera otra cosa que fumar, pero como poco después de casados mi madre le dijera, entre
irónica y curiosa, que jamás había conocido comerciante tan singular, que nunca salía de la
casa durante el día y sí casi todas las noches, regresando al amanecer, mi padre, aturullado
y sonriente, bajo su bigotazo color castaño, confesó que, en realidad, no era comerciante,
sino jugador, y en jugador permaneció, aunque no por largo tiempo: un mes o dos meses
después, el presunto tahúr, salido de su casa al anochecer, no llegó contra su costumbre, a
dormir ni tampoco llegó al día siguiente ni al subsiguiente, y ya iba mi madre a echarse
andar por las desconocidas calles de Río de Janeiro, cuando apareció ante ella, y como
surgido mágicamente, un ser que más que andar parecía deslizarse y que más que cruzar los
umbrales de las puertas parecía pasar a través de ellas. Por medio de unas palabras
portuguesas y otras españolas, musitadas por el individuo, supo mi madre que su marido la
llamaba. Sorprendida y dejándose guiar por la sombra, que se hacía más deslizante cuando
pasaba cerca de un polizonte, llegó ante un sombrío edificio; y allí la sombra, que por su
color y aspecto parecía nacida tras aquellos muros, dijo, estirando un largo dedo:
-Pregunte usted por ahí a O Gallego.
-¿Quién es O gallego? -preguntó mi madre, asombrada.
-O seu marido -susurró el casi imponderable individuo, asombrado también. Y
desapareció, junto con decirlo, en el claro y caliente aire de Río; era la cárcel, y allí, detrás
de una reja, mi madre encontró a su marido, pero no al que conociera dos días atrás, el
limpio y apacible cubano José del Real y Antequera, que así decía ser y llamarse, sino al
sucio y excitado español Aniceto Hevia, apodado El Gallego, famoso ladrón. Tomándose
de la reja, cuyos barrotes abarcaban apenas sus manos, mi madre lanzó un sollozo, en tanto
El Gallego, sacando por entre los barrotes sus dedos manchados de amarillo, le dijo,
acariciándole las manos: «No llores, Rosalía, esto no será largo, tráeme ropa y cigarrillos».
Le llevó ropa y cigarrillos, y su marido, de nuevo limpio, presentó el mismo aspecto de
antes, aunque ahora detrás de una reja. Un día, sin embargo, se acabó el dinero, pero al
atardecer de ese mismo día la dueña de la casa, muy excitada, acudió a comunicarle que un
señor coronel preguntaba por ella. «Será...», pensó mi madre, recordando al casi
imponderable individuo, aunque éste jamás llegaría a parecer coronel, ni siquiera cabo; no
era él; así como éste parecía estarse diluyendo, el que se presentó parecía recién hecho,
recién hecho su rosado cutis, su bigote rubio, sus ojos azules, su ropa, sus zapatos. «Me
llamo Nicolás -dijo, con una voz que sonaba como si fuese usada por primera vez-; paisano
suyo; soy amigo de su marido y he sido alguna vez su compañero. Saldrá pronto en
libertad; no se me aflija», y se fue, y dejó sobre la mesa un paquetito de billetes de banco,
limpios, sin una arruga, como él, y como él, quizá, recién hechos. Mi madre quedó
deslumbrada por aquel individuo, y aunque no volvió a verle sino detrás de una corrida de
barrotes y de una fuerte rejilla de alambre, vivió deslumbrada por su recuerdo; su aparición,
tan inesperada en aquel momento, su apostura, su limpieza, su suavidad, su
desprendimiento, lo convirtieron, a sus ojos, en una especie de arcángel; por eso, cuando mi
padre, varios años después, le comunicó que Nicolás necesitaba de su ayuda, ella, con una
voz que indicaba que iría a cualquier parte, preguntó: «¿Dónde está?». El arcángel no
estaba lejos; mi padre, dejando sobre la mesa el molde de cera sobre el que trabajaba,
contestó, echando una bocanada de humo por entre su bigotazo ya entrecano: «En la Penitenciaría. ¿Te acuerdas de aquellos billetitos que regalaba en Brasil? Veinticinco años a
Ushuala». Mi madre me llevó con ella: allí estaba Nicolás, recién hecho, recién hecho su
rosado cutis, su bigote rubio, sus ojos azules, su gorra y su uniforme de penado; hasta el
número que lo distinguía parecía recién impreso sobre la recia mezcla. Hablaron con
animación, aunque en voz baja, mientras yo, cogido de la falda de mi madre, miraba a la
gente que nos rodeaba: penados, gendarmes, mujeres que lloraban, hombres que maldecían
o que permanecían silenciosos, como si sus mentes estuvieran vagando en libertad, y niños
que chupaban, tristes, caramelos o lloraban el unísono con sus madres. Nicolás, ayudado
por un largo alambre, pasó a mi madre a través de los barrotes y la rejilla un gran billete de
banco, no limpio y sin arrugas, como los de Río, sino estrujado y fláccido, como si alguien
lo hubiese llevado, durante años y doblado en varias partes, oculto entre las suelas del
zapato. Ni aquel billete, sin embargo, ni las diligencias de mi madre sirvieron de nada:
después de dos tentativas de evasión, en una de las cueles sus compañeros debieron sacarle
a tirones y semiasfixiado del interior de los cañones del alcantarillado de la penitenciaría,
Nicolás fue sacado y enviado a otro penal del sur, desde donde, luego de otro intento de
evasión, frustrado por el grito de dolor que lanzara al caer al suelo, de pie, desde una altura
de varios metros, fue trasladado a Tierra Fuego, en donde, finalmente, huyendo a través de
los lluviosos bosques, murió, de seguro tal como había vivido siempre: recién hecho; pero,
a pesar de lo asegurado por él, mi padre no saltó tan pronto en libertad: los jueces,
individuos sin imaginación, necesitaron muchos días para convencerse, aunque de seguro
sólo a medias, de que Aniceto Hevia no era, como ellos legalmente opinaban, un malhechor
sino que, como aseguraba, también legalmente, el abogado, un bienhechor de la sociedad,
puesto que era comerciante: su visita al departamento que ocupaba la Patti en el hotel se
debió al deseo de mostrar a la actriz algunas joyas que deseaba venderle. ¿Joyas? Sí, señor
juez, joyas. Un joyero alemán, cliente del los ladrones de Río, facilitó, tras repetido
inventario, un cofre repleto de anillos, prendedores y otras baratijas. ¿Por qué eligió esa
hora? ¿Y a qué hora es posible ver a las artistas de teatro? ¿Cómo entró? La puerta estaba
abierta: «El señor juez sabe que la gente de teatro es desordenada; todos los artistas lo son;
mi defendido, después de llamar varias veces...» Mi madre, próxima a dar a luz, fue llevada
por el abogado ante el tribunal y allí no sólo aseguró todo lo que el ente jurídico le indicó
que asegurara, sino que lloró mucho más de lo aquel le insinuara. Días después, y a las
pocas horas de haber nacido Joao, su primogénito. El Gallego volvió a su casa, aunque no
solo; un agente de policía, con orden de no abandonarle ni a sol ni a sombra y de
embarcarle en el primer barco que zarpara hacia el sur o hacia el norte, le acompañaba.
Otros días más y mi padre, acompañado de su mujer, que llevaba en sus brazos a su primer
hijo, partió hacia el sur; el abogado, con la cartera repleta de aquellos hermosos billetes que
repartía Nicolás, fue a despedirle al muelle; y allí estaba también el casi imponderable
individuo, mirando con un ojo a mi padre y con el otro al agente de policía... Y así siguió la
vida, de ciudad en ciudad, de república en república; nacían los hijos, crecíamos los hijos;
mi padre desaparecía por cortas o largas temporadas; viajaba, se escondía o yacía en algún
calabozo; reaparecía, a veces con unas hermosas barbas, siempre industrioso, trabajando
sus moldes de cera, sus llaves, sus cerraduras. Cuando pienso en él -me pregunto: ¿por qué?
Más de una vez y a juzgar por lo que le buscaba la policía, tuvo en sus manos grandes
cantidades de dinero; era sobrio, tranquilo, económico y muy serio en sus asuntos: de no
haber sido ladrón habría podido ser elegido, entre muchos, como el tipo del trabajador con
que sueñan los burgueses y los marxistas de todo el mundo, aunque con diversas
intenciones y por diferentes motivos. Las cerraduras de las casas, o a veces sólo cuartos, en que vivíamos, funcionaban siempre como instrumentos de alta precisión: no rechinaban, no
oponían resistencia a las llaves y casi parecían abrirse con la sola aproximación de las
manos, como si entre el frío metal y los tibios dedos existiera alguna oculta atracción.
Odiaba las cerraduras descompuestas o tozudasy una llave torpe o un candado díscolo eran
para él lo que para un concertista en guitarra puede ser un clavijero vencido; sacaba las
cerraduras, las miraba con curiosidad y con ternura, como preguntándoles por qué
molestaban, y luego, con una habilidad imperceptible, tocaba aquí, soltaba allá, apretaba
esto, limaba lo otro, y volvía a colocarlas, graduando la presión de los tornillos; metía la
llave, y la cerradura, sin un roce, sin un ruido, jugaba su barba y su muletilla.
Gracias a esa habilidad no tenía yo a quien escribir.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora