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-Ya no más que preso y creo que moriré dentro de esta leonera. Gracias a la nueva ley,
los agentes me toman donde esté, aunque sea en una peluquería, afeitándome. L. C., ladrón
conocido; conocido, sí, pero inútil. Hace meses que no robo nada. Estoy -acobardado y
viejo. Empecé a robar cuando era niño, tan chico que para alcanzar los bolsillos ajenos
tenía que subirme sobre un cajón de lustrador, que me servía de disimulo. ¡Cuánto he
robado y cuántos meses y años he pasado preso! ¡Cuántos compañeros he tenido y cuántos
han dejado caer ya las herramientas! Los recuerdos a todos, con sus nombres y sus alias,
sus mañas y sus virtudes, y recuerdo sobre todo a El Pesado; era un gran ladrón, aunque
más antipático que todo un departamento de policía; nadie quería robar con él y los que, por
necesidad, lo hacían, lloraban a veces de pura rabia. Tenía un bigotazo que le nacía desde
más arriba de donde terminan las narices y que por abajo le habría llegado hasta el chaleco,
si él, casi diariamente, no se lo hubiera recortado, pero lo recortaba sólo por debajo y de
frente, dejándolo crecer a sus anchas hacia arriba. Robando era un fenómeno; perseguía a la
gente, la pisoteaba, la apretaba, y algunos casi le daban la cartera con tal de que los dejara
tranquilos. Los pesquisas hacían como que no lo veían, tan pesado era, y cuando alguna vez
caía por estas leoneras, los ratas pedían que los cambiaran de calabozo. ¿Qué tenía? Era
enorme, alto, ancho, le sobraba algo por todas partes y era antipático para todo: para hablar,
para moverse, para robar, para comer, para dormir. Lo mató en la estación del sur una
locomotora que venía retrocediendo. De frente no habría sido capaz de matarlo...
«Hace muchos años. Ahora, apenas me pongo delante de una puerta o frente a un
hombre que lleva su cartera en el bolsillo, me tiritan las manos y todo se me cae, la ganzúa
o el diario; y he sido de todo, cuentero, carterista, tendero, llavero. Tal vez debería irme de
aquí, pero ¿adónde? No hay ciudad mejor que ésta y no quiero ni pensar quo podría estar
preso en un calabozo extraño. Es cierto: esta ciudad era antes mucho mejor; se robaba con
más tranquilidad y menos peligros; los ladrones la echaron a perder. En esos tiempos los agentes lo comprendían todo: exigían, claro está, que también se les comprendiera, pero
nadie les negaba esa comprensión: todos tenemos necesidades. Ahora...»
«No sé si ustedes se acuerdan de Victoriano Ruiz; tal vez no, son muy jóvenes; el caso
fue muy sonado entre el ladronaje y un rata quedó con las tripas en el sombrero. ¡Buen
viaje! Durante años Victoriano fue la pesadilla de los ladrones de cartera. Entró joven al
servicio y a los treinta ya era inspector. Vigilaba las estaciones y estaba de guardia en la
Central doce o catorce horas diarias. Para entrar allí había que ser un señor ladrón, no sólo
para trabajar, sino también para vestir, para andar, para tratar. Ningún rata que no pareciese
un señor desde la cabeza hasta los pies podía entrar o salir, y no muy seguido; Victoriano
tenía una memoria de prestamista: cara que veía una vez, difícilmente se le borraba, mucho
menos si tenía alguna señal especial».
«El Pesado entró dos veces, no para robar sino a tomar el tren, y las dos veces
Victoriano lo mandó a investigaciones; no volvió más. Víctor Rey, gran rata, logró entrar
una vez y salir dos; pero no perecía un señor: parecía un príncipe; se cambiaba ropa dos
veces al día y las uñas le relucían como lunas. Salía retratado en una revista francesa; alto,
moreno, de bigotito y pelo rizado, un poco gordo y de frente muy alta, parecía tan ladrón
como yo parezco fiscal de la Corte de Apelaciones. Conocía a Victoriano como a sus
bolsillos -antes a venir se informó- y la primera vez salió de la estación con veinticinco mil
pesos y varios cheques. Era el tren de los estacioneros. Victoriano recibió la noticia como
un joyero recibe una pedrada en el escaparate. Ningún carterista conocido ni ningún
sospechoso entró aquel día a la estación ni fue visto en un kilómetro a la redonda. No se
podía hablar de una pérdida de la cartera; el hombre la traía en un bolsillo interior del
chaleco y Víctor debió desabrochárselo para sacársela. No cabía duda. Victoriano recorrió
en su imaginación todas las caras extrañas vistas en ese día y esa hora. Conocía a todos los
estacioneros y gente rica de la provincia, y ellos, claro está, también lo conocían. Al salir y
pasar frente a él lo miraban de frente o de reojo, con simpatía, pero también con temor,
pues la policía, cosa rara, asusta a todo el mundo y nadie está seguro de que el mejor día no
tendrá que verse con ella. Entre aquellas caras extrañas no encontró ninguna que le llamara
la atención. No se podía pensar en gente mal vestida; los ladrones de toda la república y aun
los extranjeros sabían de sobra que meterse allí con los zapatos sucios o la ropa mala, sin
afeitarse o con el pelo largo, era lo mismo que presentarse en una comisaría y gritar: «Aquí
estoy; abajo la policía». Los ayudantes de Victoriano lo sacaban como en el aire».
«¿Entró y salió el ladrón o entró nada más? Lo primero era muy peligroso: no se podía
entrar y salir entre un tren y otro sin llamar la atención de Victoriano y sin atraerse a sus
ayudantes. Víctor Rey salió, pues venía llegando, y bajó de un coche de primera con su
maletín y con el aire de quien viene de la estancia y va al banco a depositar unos miles de
pesos. Al pasar miró, como todas los de primera lo hacían, es decir, como lo hacían todos
los que llevaban dinero encima -y él lo llevaba, aunque ajeno-, a Victoriano, que estaba
parado cerca de la puerta y conversaba con el jefe de estación. Todo fue inútil: no encontró
nada, una mirada, un movimiento, una expresión sospechosa. La víctima le dio toda clase
de detalles, dónde venía sentado, quién o quiénes venían al frente o a los dos lados, con
quién conversó, en qué momento se puso de pie y cómo era la gente que bajaba del coche,
todo. Todo y nada».

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora